En la primera parte* dejamos en preclaro la visión populista y reacción a la vez ante la apertura que de inicio rechaza. También, tocamos la injerencia del actual gobierno en las dotaciones de ingreso ajeno a las cadenas productivas. La conclusión de la primera parte mencionaba una brecha que el populismo borra o intenta borrar entre la magnificencia y la precariedad y una aceptación tácita del ingreso que interrumpe órdenes productivos. Esto naturalmente tiene origen en la captura de voluntades: un ingreso que decide el gobierno para sufragar necesidades básicas y crear como fue apuntado anteriormente, estratos sociales ante una utópica igualdad. El modelo social de esta transición de gobierno en turno, al parecer da por descontada esta aceptación al grado de calificar con índices de penetración de hogares, una estadística que brinda un poder de concesión mayoritaria.
En consideración a lo anterior, daremos cuenta de un inicio de este movimiento que amparaba en supuesto paralelo la cobertura de las capas más necesitadas al tiempo de anunciar obra magnífica. La brecha referida anteriormente es intencional. La creación de un vacío entre las capas con asistencia premeditada y la obra monumental, presupone un afán de legado en demostración del mayor de los símbolos que puede enarbolar un gobierno populista: la posteridad. Desde luego que para instalar esta idea era preciso arrinconar todo estrato de la sociedad en ese último escalón de la supervivencia con el consecuente amarre de la dádiva para dejar un plano definido sin contestación posible.
Esta intención perversa en todos sentidos explica la multiplicación de la pobreza en estos tres años de gestión del régimen. El enunciado de “primero los pobres” no era más que la introducción de un sistema de captura. No olvidemos que el populismo trabaja a base de símbolos. En el caso del gobierno actual se sentó la premisa de origen en una austeridad adjetivada como republicana, como suele hacerse en el esquema popular, adjetivar, sembrar eufemismos como bienestar, sembrando vida, jóvenes construyendo el futuro y muchas más. Acabar con la pobreza no sería parte de la agenda populista porque se eleva el nivel posible de respuesta y eso contradice la agenda que sitúa día con día una supuesta marcha de la nación que rescata privilegios que retenían unos cuantos.
El proceso de rescate de valores nacionales toma tiempo siempre, el necesario para convencer de ese denuedo simbólico y arduo y naturalmente brinda el tiempo necesario para consolidar los valores olvidados y sepultos en trayectorias anteriores. El discurso populista siempre tendrá justificación porque la redención no se da en un amanecer. Aquí es donde aparece la obra monumental, la obra del legado, la insignia que marca el derrotero de toda etapa transcurrida. Tiene que ser monumental para significar la gallardía del rescate plenario y ahondar la brecha tendida a propósito para marcar la diferencia que debe existir entre el poderío del liderazgo y los seguidores. Esa gran distancia abre toda perspectiva de dominio en la admiración y el arrojo que recibirá el pueblo y generaciones futuras.
Pero no todo es tan simple; la obra monumental requiere de programas, planes de negocio, plazos de recuperación, vida útil probable y planeación, mucha planeación. A la distancia de cuatro años no se dio. La obra monumental está entrampada en la improvisación, en la corrupción desmedida, en esa vorágine presupuestal que no dimensiona horizonte de término y puesta en marcha. El equilibrio que alguna vez se pensó en esa avalancha sin precedente que inundaba el discurso de inicio, que situaba bienestar en las capas sociales, que atendía salud y educación y legaba el significado de la obra trascendente, se ha convertido en derroche singular, en metas interrumpidas todas y en tiempos traicioneros.
De inicio todo fue intencional. Se buscaba la excusa para desbocar el gasto público trastocando inversión pública en ese afán de interpretación que marcó el presidente para significar de la cosa pública negocios públicos. Lo hizo pensando en la cercanía y versatilidad para desmantelar concepciones de ahorro, de reservas y de recursos en encargo fiduciario. La dimensión de sus afanes constructores era la fórmula perfecta. Le era indispensable. Pero ahora estamos inmersos en trampas de tiempo. Los tiempos no dan y los recursos tampoco. Los descuidos de muchas áreas ya alcanzaron la calígine presupuestal del descuido y del abandono.
El eufemismo como salida ya no brinda el tiempo de conclusión de las tres obras insignia. La disciplina hasta ahora autónoma no ha comprado los bonos que ya se encuentran descontados de tiempo atrás en la inversión. Como la austeridad quedó trascendida, habría que buscar el sinónimo adecuado a la siguiente fase de pobreza. Se encontró el término pero no la solución. Sabemos de sobra que la austeridad jamás existió, como también sabemos que la pobreza anunciada será otra más de las maniobras a las que acude esta transición. Entonces vienen las etiquetas que justifican los desvíos presupuestales para seguir destinando recursos como los 45 000 millones a Sener y 20 000 al tren.
Siete billones de pesos no es más que la culminación de esta farsa llamada populismo y autonombrada transformación por su creador e impulsor. Nunca ningún presidente tuvo presupuesto semejante a su alcance, aún equiparando precios de uno y otro período. Nunca un presidente ha sido tan encumbrado en índices de popularidad ante un dispendio sin precedente en nuestra historia. Esta irresponsabilidad ha sido festinada y premiada. No por siempre, esperemos.
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