Una ruptura en economía significa una irrupción en el orden y principios que rigen los preceptos económicos. Desde una base presupuestal hasta una compleja Estructura del Capital, responden a un orden que respeta el equilibrio y el precepto primordial en todo pronunciamiento económico: distribución. Nunca debemos olvidar que la economía es una ciencia distributiva.
Si tomamos el modelo adoptado por esta administración en turno, basado en un reparto de la riqueza de la nación, encontramos la primera ruptura del primer precepto, la acumulación. El populismo es un modelo (si pudiera recibir un calificativo en la ciencia económica), que nace de cierta opulencia o de una economía en marcha y creciente. A este fenómeno se le llama acumulación para diferenciarlo del verdadero crecimiento que simboliza el capital. Para el populismo no existe un universo productivo; existe la simple acumulación que pervierte la aspiración colectiva y por tanto, debe ser distribuida bajo una fórmula de equidad que anula la aspiración individual. Si el punto de partida del modelo social no reúne cierta opulencia, como ha sido señalado, el reclamo social se diluye. Podemos examinar los casos más próximos a nuestro entorno: Cuba, la Cuba de Batista y Venezuela antes de la llegada de Chåvez, tal vez los años de Pérez Jiménez.
Del populismo de López Obrador podemos enumerar múltiples infracciones a la cultura económica pero destaca la concepción equívoca, como todos sus planteamientos en esta disciplina, en la construcción de una base de consumo mediante el reparto de riqueza de la nación, para llamarlo ingreso. La Renta Nacional es el ingreso de la nación y una reversión de esta a particulares es una aberración económica por la simple irrupción en los costos de los agentes productivos; si el ingreso no proviene de la simple ecuación: precio de venta-costos de producción-gastos administrativos-utilidad, entonces el simple reparto crea una disrupción del orden económico. Cinco años bastan para probar la inutilidad de este precepto populista.
Los verdaderos temas de fondo no radican en el reparto; la esencia del populismo es la centralización y control del presupuesto. El reparto es premisa circunstancial para dispersar un eufemismo centrado en un bienestar y en una displicencia absurda en la igualdad.
En el caso de México, de la experiencia de los cinco años transcurridos de esta administración, la obra magna ha servido de escudo para la “otra” acumulación de la que no habla el populismo, la verdadera concentración de recursos que no necesariamente se destina a la obra referida. La dispersión del recurso en el discurso, realmente no tiene padrón ni orden; simplemente es dispendio que disfraza la verdadera acumulación.
Naturalmente, el desorden presupuestal y el abuso agota toda reserva y no extraña la liquidación de esta y fideicomisos para redondear el derroche sin medida. La confusión, intencionada desde luego, en la capitalización de empresas fallidas, que nunca debieron existir, con gasto corriente, se traduce en otra imposición al orden económico, toda vez que las empresas de nueva creación, carecen de estructura de capital, como también carecen de proyecto, de estudio previo de costo del capital, de rentabilidad y de permanencia.
Todo recurso es finito en su esencia y todo programa de dispendio satura cualquier base presupuestal, de modo que el cuello de botella asoma su insuficiencia en un quinto año próximo a rendir el fracaso acumulado de un sexenio de gobierno y próximo a su término. La rendición de cuentas no figura en la agenda de un populista; la opacidad y el ocultamiento son figuras más cercanas al esquema social. La deuda viene a resolver la prontitud y la desesperación por salir del apuro y de la presión creada desde lo interno. Tiempo no lo hay, ya no lo hubo para terminación de obra y para cumplir compromisos creados en la especulación y en la compra de voluntades. Se especuló con futuro y ese futuro llegó con el reclamo de origen. Resulta curioso contemplar el surgimiento de un gobierno popular para que en un trayecto tan corto, las mismas prerrogativas que sustentaban el reclamo y despegue de un cambio fundacional, que se denominó transformación, busque en su propio deterioro, una continuidad y una preservación de todo lo fallido.
Numéricamente hablando, el régimen es un desastre y recomponerlo será tarea de más de una generación. En ocasiones, la gran economía no nos ubica en la dimensión de la pérdida, pero si decimos que nuestra petrolera ha sido devastada dos veces y media en su tamaño y que la deuda nueva de cuatro billones supera la mitad de nuestro producto, entonces la dimensión adquiere una perspectiva del caos que provocó un solo hombre, que en un afán de redimir un futuro en las economías abiertas, como mal endémico, invocó las fórmulas perdedoras y trascendidas en un pasado que aleccionó con denuedo para no repetir el ejercicio inútil y devastador que presenciamos en una supuesta soberanía, en valores que ya conocemos y en rescates imaginarios que no sucedieron.
El abandono de foros internacionales ha sido verdaderamente lamentable y la acción forzada por la Casa Blanca ha atenuado efectos que pudieron llegar a límites incontrolables. La mediación del sector empresarial mexicano, siempre de valía, ha encaminado las cosas con determinación y prudencia que debe ser reconocida. No ha sido sencillo; este gobierno ha operado en lo abstruso y en la intemperancia. Ya se va. Tal vez no del todo, opinan analistas y prevaricadores. Nada para nadie es la sentencia de los agoreros del desastre irredento. Se mezclan infinidad de juicios; son producto del pasmo y la consternación de un régimen que no llegó a nada.
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