Por alguna razón, la economía mexicana ha caminado con un doble discurso en el recorrido de cuatro años que lleva esta transición de gobierno en turno. Si algo sucede en el entorno nacional, inmediatamente se acude al eufemismo de “finanzas sanas” como el llamado que cura todo mal interpretativo, el tipo de cambio y otras acepciones que cubren males reales en el crecimiento económico y derivados naturales que afectan cadenas productivas, empleo y desde luego ahora más que nunca el poder adquisitivo. Si algo sucede en el entorno internacional, entonces sale el tema de las reservas internacionales a cubrir el espectro de las controversias ya presentes y activas de las violaciones al T-MEC y otras circunstancias de cancelaciones de despachos más baratos de energía, privados todos, pero privados de expresión libre desde la Comisión Reguladora de Energía.
La razón de fondo no es nada más el discurso, es la acción gubernamental que aparenta la avenencia deseada por la inversión y el capital, en lo interno y en lo externo, pero en realidad la materia fundamental es ideología que no concuerda con los elementales principios de las economías abiertas. Desde el inicio la cerrazón a las participaciones del capital centraban objetivos en funciones alternas, esto es, concepciones propias que rechazaban méritos que correspondían a la apertura de décadas en el esquema renacido como neoliberal, desechado de inicio como mal endémico e invasivo. De hecho nunca existió un verdadero punto de partida del modelo popular, bajo ningún esquema de construcción, simplemente el modelo adoptó rechazo y con esa premisa disolvió lo creado en reservas y ahorros reales.
Después de las concepciones alternas, como el aeropuerto Felipe Ángeles que ahora no lo es y nunca lo será, vino la sustitución de instituciones en marcha para amparar el cambio prometido y se instaló el eufemismo destructivo del “Bienestar”, en empresas que no operan, en programas que nunca combatieron la corrupción, en una derrama que interrumpe la verdadera creación del ingreso y en un centralismo devastador. Se insiste una y otra vez en la premisa inicial pronunciada por el presidente: los negocios públicos por encima de los privados, una aberración conceptual equivocada de origen, toda vez que el Estado no debe intervenir en funciones productivas porque la capitalización de esos “negocios” carece de exposición, riesgo y mercado.
Después de las funciones alternas o supletorias de denominación y simulación, la mira inocultable del encierro de los llamados emblemas desde el punto de vista del socialismo: los subsuelos, para revertir las fórmulas del progreso ya incorporadas en una reforma de nuestra energía para alimentar la exploración que no podemos hacer, para conceder espacios de tecnología que no tenemos y para acelerar la no dependencia de fósiles. Viene entonces la simulación más grave, la soberanía a cubrir las acciones irresponsables del rechazo sistemático a la globalidad que nutre día a día nuestra extensa participación activa en mercados comprometidos con socios y no socios por igual.
Todas estas expresiones de la demagogia aluden a un sintomático recurso de dualidad contrapuesta. Si el reclamo empresarial sube de tono o la Casa Blanca visita con frecuencia Palacio Nacional, entonces descansa el micrófono descalificador con una pantalla que refleja lo que el discurso evocó en la inconformidad, con datos superpuestos a la realidad. Este proceder agota en sentido estricto, pero no cede la intemperancia como fin último. Tal parece que corona los caminos itinerantes de la expresión férrea de una nomenclatura cifrada en la descomposición social como contrapunto a la integración con el concierto de naciones libres y en franco intercambio.
Las dosis suministradas de pensamiento contrario al de una ciudadanía inscrita en la aspiración y en el idealismo de superación, se han manejado con presencias ofensivas a la prédica de libertad y de inscripción al mundo de las ideas. La revolución de las conciencias no existe por simple expresión, no puede darse en un entorno cautivo una expresión plural; el problema en el que estamos inmersos es precisamente el de la adscripción irredenta a la expresión de un individuo. Hemos visto cómo el talento se aleja de esta fórmula opresora. Diferir es consecuencia natural en la consecución de un proyecto. Abandonar es signo inequívoco de que la fórmula es precedida por una sola voluntad separada de cualquier posibilidad de corrección.
Los casos de abandono de talento a esta imposición de cuatro años son numerosos. La precariedad ha sustituido el talento creativo y las sustituciones se alejan de la función de mando. La consecuencia es un natural desvío de objetivos. El descarrilamiento de la eficiencia es notable y repercute en dispendio sin resultados. El fracaso en gasto público sin destino ya marca un final desastroso en dos años de gestión con obra sin funcionalidad y sin contribución alguna al valor agregado. No existen comités de revisión de gasto; las auditorías del propio gobierno detallan el abuso del recurso público y la opacidad en su aplicación.
Nuestra economía, desde el ámbito gubernamental carece de rumbo. Los monopolios están acabando con el haber nacional. Esta circunstancia de medición de fuerza -ya anotado en espacios previos- entre esta transición y el sector empresarial, está descansando en las controversias instadas desde el exterior y bajo un tratado vigente. La aparente indolencia del sector productivo refleja una actitud pasiva toda vez que el arreglo no será en beneficio del gobierno, pero tampoco de México. No actuar tendrá consecuencias. Apostar al tiempo y la culminación de esta etapa de poder, no es fórmula plausible de cordura. De momento vivimos alteraciones de orden mundial, pero se curan. La inflación es un fenómeno de orden y decisión, pero de muchos. El populismo no es un fenómeno, es una disrupción del orden social y no tiene cura. Tiene erradicación pero no cura. El populismo aísla y su cura no es de muchos, como muchos piensan. Es decisión del país que lo tiene dentro.
La transición actual no solamente juega con los tiempos, juega con los tiempos ajenos a los nuestros y lo demuestra imponiendo personalidades ajenas al concierto de naciones, ajenas al esquema de una globalidad que hoy reclama por la vía institucional porque todavía existe. Estas personalidades no construyen, asienten, recopilan y reportan para la conducción de sus actos y expresiones. Esto nos deja en esa mediocridad que se conoce como “medias tintas”. Nos define con un discurso explosivo y una asociación a medias. Nada para nadie.
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