Desafiar preceptos económicos conduce al terreno de la especulación y el ejercicio no solamente resulta riesgoso, resulta inoperante desde la cima de las políticas públicas; el daño llega a ser devastador por el efecto multiplicador que acumula un error de inicio y lo disemina en el plano de la macroeconomía. No se trata de imperfecciones de mercado que los especialistas conocen en la escasez o en la abundancia; se trata de un diseño de política pública intencionada y deliberada con una intención y solamente una: apartar la trayectoria concebida anteriormente o concebida desde una perspectiva distinta en metas de gobierno.
Esta concepción de gobierno se adapta precisamente a lo que experimentamos en México desde hace veinte meses. La etapa de despegue de esta transición temporal de asunción de funciones de gobierno ha enarbolado símbolos en lugar de fundamentos, ha señalado metas inalcanzables desde una supuesta lógica y planteamiento de proyectos sustentados en la imaginaria de un solo hombre. El tratamiento de los recursos del Estado ha desviado la ruta esperada de la creación de riqueza y de crecimiento de la economía. El desperdicio aflora en la cuenta pública, aflora en la inoperancia de la actividad gubernamental y finalmente aflora en el abandono de toda escena de bienestar.
Los preceptos que han sustituido los cánones de la economía tradicional y progresista, los que han desviado la distribución de los recursos de la nación y los que han recibido un dote de autoritarismo, han centrado funciones delegadas por décadas en un afán de equidad y compensación de un territorio vasto y complejo, como la nación misma. Tomó varias generaciones construir este esquema igualitario en el servicio público. Ha tomado unos meses desfondarlo a esta transición.
Arrogar una tradición se ha convertido en un derroche verbal sin estructura desde el poder; más allá de una tradición existe la vía institucional que respalda y funda bases sólidas de trayectoria de nación. La economía se ha convertido en baluarte de convivencia y equilibrio para dotar de infraestructura y reglas de estricta observancia en el actuar en el plano de la libertad económica. La transición que de momento gobierna no lo entiende de esa manera. Difunde una dialéctica cimentada en un pasado irrecuperable en la fórmula y en la modalidad trascendida en el tiempo. Transformación pretende en un enunciado pletórico de huecos ideológicos.
De una supuesta transformación a una centralización irredenta en su implementación, surge un abismo de interpretación sin respuesta, sin fondo y sin mensaje. La lucha inexistente entre las fuerzas del capital y la preponderancia de un pensamiento abstruso en concepción de tendencia, que confunde la pobreza con la marginación y el actuar para resolverla, ha creado un vacío que de las ideas preconcebidas de otra época de nación a las de la dimensión de la cobertura, se ha llenado de incertidumbre. La incertidumbre es un riesgo cuantificable y ponderado. Así lo han expresado calificadoras de inversión y así han desviado la ruta del capital que nos hubiera correspondido.
Segregar recursos es un desvío de función pública; segregar no es adaptación de las arcas de una nación a los designios del poder. Segregar es una inducción y la inducción jamás constituirá una labor adecuada de distribución de recursos, cuando las demandas han sido ignoradas. Las economías de las naciones funcionan en equilibrio, así como el ahorro y la inversión encuentra la dilución de riesgo, así las cuestiones de las sociedades en sus reclamos y en sus coberturas. Los gobiernos promueven, las empresas crean. Los gobiernos interpretan y los agentes económicos resuelven.
El gobierno en turno un día se irá; los agentes económicos trascienden en la vida de las naciones. La función del capital nutre expectativas futuras y las dirime en el presente para siempre retomar el camino de la creación de expectativas nuevas, de la investigación y el desarrollo, de las ventajas comparativas y de la especialización. El gobierno se convierte en un espectador activo y presente, en un espectador actual aliado al progreso, pero con paso efímero y sustancial en la promoción de la convivencia y nada más.
En el México de hoy se personifica la pasividad y la resonancia de un pasado sepulto en el acervo y trayectoria de la nación que fue, de la nación que se construyó y legó. Revivir esos episodios es un retroceso en la ruta como nación, es renunciar al planteamiento de la escena global de la que México ha sido parte y seguirá siendo. Reconstruir el terreno perdido será tarea del siguiente encargo, pero lo será sin duda. La pérdida se asume a veinte meses de gestión de esta transición fallida. Se asume y la sociedad se da por enterada. No existen prerrogativas alternas a la pérdida cuando es reconocida y asumida en una población lastimada en órdenes que trascienden lo económico.
La corrección de rumbo no se dará. Las señales del equívoco se pergeñaron desde el inicio y no darán margen de recomposición. Las consecuencias ya marcan destino de fracaso en las ideas que se concibieron con la magnanimidad que confiere el poder, pero en esa magnanimidad se inscribe el tamaño del fracaso. Las dimensiones cobran escala en los dispendios y en los descuidos de las grandes masas y caudales de recursos que no serán recuperados en varias generaciones.
Los grandes rubros de esta economía en descomposición arrojan desaliento en la inversión, en el repunte del ciclo económico, en el empleo y reestablecimiento de la cadena productiva. La apuesta cierta está en el talento empresarial y en la contribución al producto, que por mucho supera al aportado por el gobierno. La defensa de la economía no se altera; la expectativa de gobierno se asume inexistente y clara en ideales contrarios al progreso.
La vera del camino retoma una composición poética para significar un lado olvidado en la ruta de un caminante; la vera de la economía es realidad olvidada.
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