Algunas décadas atrás, uno de los estados financieros principales de entes productivos se denominaba “Estado de Pérdidas y Ganancias”. El tiempo definió el contrasentido de expresar dos situaciones que en forma natural se contraponen, pues no pueden coexistir pérdidas y ganancias, por lo cual se transformó en “Estado de Resultados”. Pero más allá de esta contraposición, el término “ganancias” entró en desuso. Su esencia denota cierta ocurrencia no prevista, cierto beneficio inesperado. El término que adecuó la presencia de un beneficio o rédito esperado se transformó en “utilidad” o “utilidades”.
La diferencia entre ganancia y utilidad no es fortuita. El producto de la primera puede ser casual, el de la segunda obedece a un programa o proyecto basado en la superación de un costo en la escala competitiva de un precio y en el control administrativo para hacer de esta secuencia un proceso continuo. En situación de competencia abierta, el precio estaría sujeto a la oferta y la demanda. Es importante señalar que el equilibrio de oferta y demanda se da en forma dinámica, de modo que dependiendo de la situación de una economía la oferta, puede liderar circunstancias de depresión económica y la bonanza impulsar la demanda. El entorno macroeconómico marca este principio entre el ahorro y la inversión.
El presidente, en días pasados, aludió a las ganancias ante los banqueros del país y adjetivó éstas con el término “razonables” en franco desafío al precepto de creación de algo que por principio no existe. “Ganancias”, como ha sido mencionado, es un término atrasado y conforma la visión del presidente de atraso. La razonabilidad naturalmente se convierte en una afrenta ante los depositarios del impulso económico de una nación. El reclamo de razonabilidad anticipa abuso o voracidad, toda vez que la banca juega un papel trascendental en la actividad económica del país, pero no trasciende al terreno del juego sin reglas.
Lo razonable que enuncia el presidente ante la creación de utilidades, que no ganancias, no es un simple juego de palabras, es un mensaje que reitera una visión que contempla una desigualdad histórica en la que ha cimentado privilegios como arrebato emocional más que como fundamento y antecedente probado. Su discurso descalifica, de inicio, el manejo de la economía en los agentes que brindan crecimiento y los derivados que tanto le cuesta entender, como empleo, principalmente. Las ganancias son perversas por su naturaleza porque en su imaginaria provocan acumulación y la acumulación induce al dominio y el dominio se traduce en privilegios.
La secuencia anterior ha sido un fundamento que jamás se ha interpretado como ideológica; más bien se ha constituido en dogma para avasallar el poder central como pensamiento rector y guía interpretativa de las necesidades de una población. El primer encuentro es la definición de población entre pueblo y ciudadanía; de esa expansión libre de enunciación del término “pueblo” surge la apariencia de cercanía, cuando en realidad es adopción natural y paternal de cuidado y representatividad incontestable.
De esa interpretación paternal a la sumisión existe un paso endeble que inunda el autoritarismo. Una expresión autoritaria no puede ser compartida en pensamiento y mucho menos en recursos. El presidente ha enunciado una y otra vez: la política por encima de la economía, los negocios públicos –si existieran, porque los gobiernos no hacen negocios– por encima de los negocios privados. Con esas bases de gobierno, es imposible el despegue de una economía. En este caso hablamos de despegue porque la recesión estaba en puerta antes de la pandemia.
La transición que encabeza el presidente ignora los preceptos fundamentales de las economías abiertas, pasando por alto que México es una de ellas, dejando atrás el impulso que merecerían las empresas pequeñas y medianas que han aportado a las cadenas de empleo, una representación de consideración, representación que se diluyó en dos años de políticas públicas fallidas. El presidente habla de recomposición de nuestra economía, pero la imposición de sus miras impulsa el retroceso en monopolios desterrados por antagónicos, impulsa la descomposición de los mercados internos con dispersión de riqueza nacional y un gasto corriente desordenado sin inversión pública en infraestructura.
El descuido en las principales variables de la microeconomía ya traiciona la canasta básica; los programas de abasto del campo y el tradicional apoyo a la producción de perecederos han retrasado las cadenas oportunas de distribución regional. Las asignaciones directas de proveeduría del gobierno han alentado disparidad en precios y eliminado la sana competencia de proveedores. El nulo entendimiento de una economía progresista ha desviado el fortalecimiento del gasto y la respuesta por precios sin control a la cantidad demandada de artículos de primera necesidad ha instalado un franco descuido a la elasticidad de la demanda. Esta transición ignora que toda la composición de la canasta básica es de productos elásticos. También lo ignora en el suministro de energía y ya sufrimos la imposición de una contrarreforma anticonstitucional que está en vías de cancelación oportuna; imposible que prospere.
El escenario internacional un día cobra vida en esta transición y al siguiente se desecha. El concierto internacional no le importa al presidente. Cuando las exigencias de las agendas del exterior reclaman una respuesta, ésta ha sido más desconcertante que provechosa; el discurso, más que respuesta, que involucra temas locales, opaca la respuesta esperada. Así ha sido con el G 20 y con el presidente Biden. Nuestro Tratado Comercial vigente y los Acuerdos de París no tardan en hacer presencia de mayor contundencia, al menos esa esperanza sostiene a una ciudadanía expectante y ávida de recomposición real sin demagogia.
Vivimos una situación incierta en el futuro mediato, de eso no existe duda. Vivimos, más allá de la interpretación de ganancias razonables, que no abona al diálogo con las fuerzas productivas del país, una situación de duda de la actuación y transparencia de recursos, de duda de la veracidad del discurso de gobierno y de duda finalmente del proyecto y destino de nación, en ese orden.
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