Intentar una definición o un análisis del momento que vive el país, se antoja complejo; si tratamos de partir de una base que sustente un proyecto económico de la actual administración, simplemente no existe o mejor expresado, nunca existió. Los inicios, seis años atrás, demostraron poco en materia de planeación económica, demostraron derroche, aniquilación de riqueza de la nación en reservas, fideicomisos y en otras manifestaciones de ahorro. Se instaló un desmantelamiento institucional que pretendía desvirtuar intermediación o mediación para una dispersión del recurso que permitiera en forma directa contribuir a un sistema pensional a diferentes esquemas sociales, desde tercera edad hasta productores agropecuarios, sin dejar de lado la pretensión de crear capacitación de jóvenes que construirían futuro.
La realidad fue otra en esta gama tan amplia en el manejo del recurso; la mediación proscrita se convirtió en concentración delegacional, sin padrón de inscripción ni seguimiento de etapas o revisión periódica de ejercicio presupuestal. El abuso inundó todas las esferas de los tres órdenes de gobierno, municipal, estatal y federal. El control de la derrama desde luego iniciaba en la federación para diluir su supuesto beneficio en las capas que naturalmente nunca fueron susceptibles de inventariar. Estas capas corresponden a los beneficiarios. La intensidad del reparto estudiaba zonas marginadas para adaptar proporcionalmente la adhesión popular; el mapa ya configuraba márgenes de relatividad en la recepción del beneficio o dádiva. Las zonas de mayor precariedad eran atendidas con celeridad pero sin cobertura total, de modo que el agregado nacional debería mostrar una cobertura inexistente.
Los años dieron cuenta de esta farsa en los índices de pobreza que simplemente no disminuían y no disminuyeron, aumentaron. En una mecánica de reparto que pretende robustecer el consumo doméstico, crea una sensación de ingreso que no encuentra concordancia con el ingreso real, derivado de una función productiva. Una inserción de dinero público captado por la renta nacional vía impuestos, se convierte en una función regresiva de la misma renta. Lo que hace realmente, es desvirtuar lo que agentes productivos ya hicieron. Si lo explicamos en forma sencilla, la cadena productiva ya cumplió con su función natural: tuvo ingresos, costos, gastos administrativos y una utilidad; esa utilidad ya la compartió con el Estado, pagando un impuesto sobre la renta. Entonces, el Estado debió convertir esa renta, ese ingreso, en servicios, infraestructura, programas de educación, vivienda, salud pública, como ejemplos relevantes.
Ahora bien, el gobierno que está por terminar, cumplió todas esas funciones con una mínima parte y entre otras aberraciones, devolvió esa renta a particulares. Como la intención nunca fue solventar el ahorro ni fortalecer el consumo ni mercados internos, la tarea no hubiera podido completarse sin el saqueo de reservas y otras fuentes ya mencionadas. Tampoco fue suficiente, entonces se encontró el camino de la deuda. Pero el camino de la deuda es arduo cuando no se incentiva la producción que es el único mecanismo para hacer que una economía crezca. Si la actividad productiva entra en receso o estancamiento, la renta nacional disminuye y si la intención de gasto del gobierno no cesa, se estrangula la economía. El sector productivo sigue haciendo lo que siempre hace, desde luego, producir, pero sin la ruta paralela de la inversión pública es imposible encaminar proyectos viables cuando la demanda de infraestructura y servicios no ha sido satisfecha.
Las cosas en materia de inversión nunca se desarrollaron con la armonía de otros años; las miras de una economía abierta, como es la nuestra, confrontaban metas populistas desde la cancelación del aeropuerto de Texcoco. Desde ese fatal inicio, se fueron sucediendo fallas en la concepción de metas trascendentales, que finalmente fueron entorpecidas por obra monumental e inútil. El conglomerado de tanta indolencia y total ausencia de disciplina económica creó un torbellino de confusión de ideas, ocurrencias, opacidad y finalmente una desviación de los principios torales enarbolados de inicio, en la pobreza, la salud y otras manifestaciones sociales, traicionadas todas.
El ahorro no lo hubo para creación patrimonial; el consumo no satisfizo la más elemental procuración de salud y los paliativos bimestrales crearon una dependencia que desvió aspiraciones naturales e inclinaciones de mejora. Estacionó, por así decirlo, una economía sustentada en la dádiva; instaló una función estática y perversa sin la cobertura programada de origen, dejando huecos irreparables en una precariedad admitida y permitida en la supervivencia.
Lo grave y pernicioso de este círculo viciado de origen es considerarlo continuo, al menos es el pronunciamiento en boga para redundar un ejercicio fracasado sin más adjetivos. Pero continuarlo es hacer frente a innumerables considerandos internos y externos, desde el agotamiento de reservas que ya no lo son hasta tratados internacionales. La deuda es impagable, no importa como se presente; no es posible hacer frente a siete billones de deuda nueva sin reestructurar el modelo de país. La visión de nuestra economía no se renueva en la semana que viene y su recomposición no está en el discurso que escuchamos. Es a esa circunstancia de incertidumbre a la que aludo como frente económico, un frente que hoy no puede estimarse, no puede conocerse. El inicio de octubre no anuncia nada nuevo.
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