Existen dos premisas iniciales irrefutables: tenemos un gobierno populista. Y la segunda, todo gobierno populista surge de la bonanza económica de la nación. Si no hubiera existido una economía creciente, con reservas, con instituciones dotadas de recursos para su operación, con un haber respetable en la hacienda pública, no existiría el reclamo de “gobierno rico y pueblo pobre”, enunciado para enmarcarlo en el fracaso de cuatro años de gestión. Hemos asentado en este espacio: el populismo no crea, el populismo denuncia, enuncia, abre un ciclo con un problema, lo confunde con otro, anuncia una solución y jamás resuelve. El populismo es experto comprador de tiempo; en ese espacio, encima los tiempos, los envuelve en una estela de pasado, de culpas ajenas, de redenciones falsas y de preceptos equivocados todos.
El populismo vive de la ola que previó los avatares de una vida cotidiana; el populismo agota las vías de la recuperación porque las corrientes del dispendio amparan el plazo que el gobierno populista necesita para instalar su depredación. Una vez resuelta la disolución de los estratos sociales y ubicación en la capa inferior, la del sustento programado, las cosas se vuelven más controlables en la manipulación de la necesidad más imperiosa que existe: el hambre. Por hambre debe entenderse el sentido amplio de la necesidad humana en la aspiración, en el sueño, en el logro y el alcance que supera la precariedad y la que deja atrás como mal endémico, siglos de subsistencia.
El populismo tiene un discurso, uno, anclado en un sufragio que atiende la necesidad más antigua que existe, la pertenencia. La pertenencia es un compendio tan antiguo como la vida humana; la explotó el comunismo en los albores de la Revolución de Octubre, el Octubre Rojo que destruía una efímera república, inaugurada meses antes, la misma que redimía Pan, Paz y Tierra, los emblemas más simbólicos de una humanidad explotada por los tenientes de una tierra inhóspita. Pero lo inhóspito tenía riqueza y había un punto de quiebre en la interpretación en la conservación de la misma para fines distributivos y fines productivos.
En el Socialismo, no existe triunfador ni triunfadores; la esencia sigue siendo la misma: los fines. La gama interpretativa, discurre desde el poder el afán productivo para fines distributivos. Desde luego no hay tal, probado es su fracaso. La producción no descansa en uno solo de los medios o intermedios, mejor expresado, de las fases productivas, el trabajo, la obra de mano. Desde esta base incierta surgió la comuna como doctrina de redención del capital. Si la materia prima se daba por descontada en este contexto, habría que añadir los costos de fábrica para hacer de una cadena de producción una fase rentable y no distributiva.
La mediación sin mercado no existe. El Socialismo y derivados nunca pudieron entenderlo. La simple exposición a un ciclo cerrado de oferta y consumo interno sacrificó millones de seres sin conflicto bélico y se llamó hambruna. Tampoco pudieron entenderlo porque pensaron en ciclos naturales. Los crudos inviernos de la extinta Unión Soviética disculparon el modelo en esa turbia interpretación cíclica que revertiría poderes insospechados en la manufactura y en el armamento. El modelo se exportó a una isla nutrida de todo: Cuba y el modelo siguió su ruta de desastre. Vino su caducidad y vino con esa herrumbre interpretativa la arrogancia para hacer subsistir una ideología que hoy día no se erradica por completo y la tozudez deja una huella perceptible en el arrollo de libertades y prerrogativas de auténtica humanidad y la pisa todos los días en un puñado infame de naciones que pierden el grado mismo de gobierno humanitario.
Añado una tercera premisa irrefutable: el pensamiento del presidente mexicano en turno, que arropa a este puñado de infames y solapa sus acciones como si cumplieran con un mandato que jamás recibieron de sus pueblos. El presidente equivoca sus dedicaciones y equivoca sus ambiciones; las circunstancias expresadas desde su inicio en la bonanza y haber público ya no es el mismo que existía en 2018. La correspondencia ciudadana no es la misma que prevalece o prevaleció en naciones perdedoras. El discurso, por tanto, fenece en ese mar interpretativo y redundante que lacera el entendimiento de una ciudadanía infinitamente más robusta que los pueblos subyugados de otras latitudes.
El discurso del presidente pretendió acabar con todo y es ese discurso el que está acabando con él. El discurso pretendió soslayar obligaciones y fundamentos con naciones ganadoras, las más importantes del globo. El discurso flota en una inmensa llanura en la que se pierde la resonancia y eco de sus admoniciones y frustraciones. El discurso pretendió apuntalar todo esquema y necesidad colectiva, toda imagen trascendida en símbolos y eufemismos por igual, para acrecentar la devoción y el halago. No llegaron. Se instaló la inseguridad y la pobreza, se instalaron las descalificaciones y las injurias, se unieron las vicisitudes de mando y se confundieron las prerrogativas de un Tlatoani con una historia pletórica de falsedades y de hipocresía cortesana.
El discurso se tradujo en mensaje, mensaje que recogen los impulsores del progreso, los creadores, los verdaderos operadores, los agentes productivos, que a pesar del esparcimiento de falsarias prerrogativas y circunspecciones al capital, están presentes y la apuesta es al tiempo, el tiempo necesario para que se vaya la falsa redención y se recupere la senda de la sensatez, del rumbo adscrito en tratados vigentes y la recomposición de la marcha de nuestra economía. Los tiempos ya están señalados. La espera es de dos años.
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