Autor: Ryan Raul Bañagale Associate Professor and Chair of Music, Colorado College
El 12 de febrero de 1924 era un día gélido en Nueva York. Pero eso no impidió que un intrépido grupo de asistentes a un concierto se reuniera en el Aeolian Hall del centro de Manhattan para llevar a cabo “un experimento de música moderna”. El organizador, el director de orquesta Paul Whiteman, quería mostrar cómo podían unirse el jazz y la música clásica. Así que encargó una nueva obra a un joven judío-americano de 25 años llamado George Gershwin.
La contribución de Gershwin al programa, “Rhapsody in Blue”, superaría todas las expectativas y se convertiría en una de las obras más conocidas del siglo XX. Más allá de la sala de conciertos, acabó apareciendo en películas emblemáticas como Manhattan de Woody Allen y Fantasía 2000 de Disney. Se interpretó durante las ceremonias de apertura de los Juegos Olímpicos de Los Ángeles de 1984 y, si alguna vez vuela en United Airlines, la oirá sonar durante los vídeos de seguridad previos al vuelo.
Llevo casi dos décadas investigando y escribiendo sobre esta pieza. Para mí, “Rhapsody” no es una composición estática anclada en el pasado, sino una pieza musical en continua evolución cuyo significado ha cambiado con el tiempo.
Programarla actualmente en conciertos se ha convertido en una especie de arma de doble filo. Un siglo después de su estreno, sigue siendo una de las favoritas del público y casi siempre garantiza agotar las entradas. Pero cada vez más estudiosos empiezan a ver en la obra una versión blanqueada de la vibrante escena musical negra de Harlem.
Un éxito improvisado
Whiteman encargó a Gershwin la composición de “Rhapsody” a finales de 1923. Pero, según cuenta la historia, el compositor se olvidó de su encargo hasta que leyó sobre el próximo concierto en un periódico el 4 de enero de 1924.
Gershwin tuvo que trabajar deprisa, escribiendo según el tiempo que le dejaba su apretada agenda. Las pruebas manuscritas sugieren que sólo trabajó en la pieza un total de 10 días a lo largo de varias semanas.
En consecuencia, se basó en las melodías, armonías, ritmos y estructuras musicales familiares que habían empezado a granjearle una reputación como compositor popular en los escenarios de Broadway. Esta música estaba cada vez más influenciada por el jazz temprano, a medida que el sonido improvisado, sincopado e impregnado de blues de músicos negros como Louis Armstrong se abría camino hacia el norte desde Nueva Orleans. Gershwin también se mezcló con algunos de los grandes pianistas de Harlem de la época, como James P. Johnson y Willie “The Lion” Smith, y recibió su influencia.
A pesar de haber sido improvisada rápidamente, “Rhapsody in Blue” acabó vendiendo cientos de miles de discos y copias de partituras. Las propias interpretaciones de la obra por parte de Gershwin durante sus giras también contribuyeron a aumentar su popularidad.
Pero el éxito también lo convirtió en blanco de críticas, sobre todo porque Gershwin se había apropiado de la música negra.
Los músicos negros se sienten desairados
No se trata sólo de una crítica de los historiadores de la música del siglo XXI. Ya entonces, algunos artistas negros se sintieron molestos. Pero en lugar de denunciarlo por escrito, lo hicieron a través de su propio arte.
En 1929, la artista de blues Bessie Smith protagonizó un cortometraje titulado St. Louis Blues, basado en la canción homónima del compositor W.C. Handy. Cuenta con un reparto íntegramente negro, incluidos miembros de la Fletcher Henderson Orchestra y el Hall Johnson Choir. Las versiones instrumentales y vocales de la canción de Handy constituyen el telón de fondo sonoro de esta película de 15 minutos, con una excepción muy señalada.El cortometraje St. Louis Blues lanza una sutil indirecta a Gershwin a los 14 minutos.
Smith interpreta el papel de Bessie, una amante no correspondida por un jugador tramposo llamado Jimmy. En la escena final, tras una discusión previa, Jimmy y Bessie se reconcilian en un club. Se abrazan en la pista de baile al son de “St. Louis Blues”.
Pero sin que Bessie lo sepa, Jimmy le roba cuidadosamente lo que lleva en el bolsillo y la empuja sin compasión a su taburete. Después de que Jimmy muestre su recién adquirida fortuna, comienza el glissando del clarinete de “Rhapsody in Blue”. Jimmy sale del club, haciendo una reverencia y quitándose el sombrero como un artista que agradece su ovación.
Es difícil no ver el subtexto de introducir la famosa pieza de Gershwin en este momento: del mismo modo que Jimmy le ha robado a Bessie, la película sugiere que Gershwin le había robado el jazz a la comunidad negra.
Otra respuesta musical a “Rhapsody” surgió en 1927 del pianista amigo de Gershwin, James P. Johnson: “Yamekraw”. El editor Perry Bradford facturó la obra como “no una ‘Rhapsody in blue’ (que significa rapsodia en azul), sino una Rapsodia en blanco y negro (notas negras sobre papel blanco)”.
Por supuesto, las “notas negras” eran algo más que la propia partitura. Johnson demuestra cómo un músico negro abordaría el género de la rapsodia.
Un caleidoscopio musical
Gershwin describió una vez “Rhapsody” “como una especie de caleidoscopio musical de América, de nuestro vasto crisol de razas”.
El problema de la metáfora del “crisol de culturas” es que pide a los inmigrantes que dejen atrás prácticas e identidades culturales para asimilarse a la población mayoritaria.
Y eso es precisamente lo que pretendía el experimento musical de Whiteman en el Aeolian Hall hace un siglo. Como rezaba el programa del concierto, “Mr. Whiteman pretende señalar, con la ayuda de su orquesta y asociados, los tremendos avances que se han hecho en la música popular desde los días del Jazz discordante… hasta la música realmente melodiosa de hoy”.
En otras palabras, quería integrar la música popular de jazz de la época en la música clásica y, al hacerlo, resaltar la belleza inherente a la bestia, haciéndola más aceptable para el público blanco.
“Rhapsody in Blue” y otras obras híbridas de jazz y música clásica como ésta pronto se conocerían como música middlebrow. Este tenso término surge del espacio entre los denominados lowbrow y highbrow, que sitúan las obras de arte en una escala que va de lo pedestre a lo intelectual. Estos términos se relacionaban originalmente con la pseudociencia de la frenología, que extraía conclusiones sobre la inteligencia basándose en la forma del cráneo y la ubicación de la cresta de la línea de la frente.
La música culta, hecha por y para blancos, se consideraba la más sofisticada. Pero la música de alto nivel también podía elevar convenientemente la música de bajo nivel tomando prestados –o mejor dicho, apropiándose de– elementos musicales como el ritmo y la armonía. Fusionando ambas, la baja llega a la media. Pero nunca podría llegar a la cima por sus propios medios.
Si se pretende que “Rhapsody” de Gershwin se escuche como un “caleidoscopio musical de América”, es importante recordar quién sujeta la lente, qué música se añade a la mezcla y cómo ha cambiado una vez admitida.
Pero también es importante recordar que 100 años es mucho tiempo. Lo que la cultura valora, y por qué, cambia inevitablemente. Lo mismo ocurre con “Rhapsody in Blue”.
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