Relato breve.
El hombre chino que decía tener 124 años de edad y que no leía, devoraba a diario libros en la biblioteca municipal y que por todos fue tomado siempre por loco (quizás no lo era tanto).
Un día que lo abordé cerca de los márgenes del atrio de la catedral me animé a sacarle plática. Era de la zona rural china. No recuerdo el nombre del poblado, pero dice haber llegado a probar suerte a América en 1905 (por cierto, que me mostró un documento muy viejo donde lo único legible era la fecha y era la de 18… y ya, resultaba imposible adivinar década y año).
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Nada huraño, cual era su fama, la plática se acompañó de una caminata sin rumbo para mí ya que sólo seguía los pasos de Ling Xu, que era su nombre real y no “el amarillo”, como era popularmente conocido mi ya amigo viejo chino, llegando hasta la biblioteca municipal. De su ya avanzada edad y su evidente buen estado de salud me aseguró que había celebrado un pacto, entre metafísico y onírico. Me explicó: en un sueño un hombre que deslumbraba por su intensa luz emanada de su cuerpo, se acercó hacia él y le dijo que leyera sin descansar un sólo día, que mientras cumpliera dicho cometido no moriría, pero que llegaría el turno de un libro en específico, que Ling tomaría al azar, el que pusiera fin a sus días terrenales; mientras no tuviera, pues, en mala suerte tomar dicho libro, él viviría con salud cabal y fuerza y ánimos más que firmes. Él aceptó el trato y cumplió a rajatabla su parte empeñada del trato. Leyó sin tregua por más de cuatro décadas.
Ayer, que apareció muerto, tirado lleno de golpes y raspones y un tiro, de una bala de antiguo máuser, en la nuca, no pude al verlo sino correr hacía la biblioteca. En ella encontré en el cubículo donde él solía sentarse a leer un libro, una novela recreada en los primeros años de la Revolución mexicana, el cual yacía abierto y doblado páginas abajo y portadas arriba. Al alzarlo pude leer un capítulo entero acerca de la matanza de miembros de la diáspora china en la zona lagunera durante el principio de la Revolución mexicana, donde en esas páginas en específico narraba cómo las huestes maderistas, fuera de sí, habían encontrado a un mesero chino de un hotel local, lo habían arrastrado a empellones hacia la calle, amarrándolo a la cabeza de la silla de un caballo, arrastrándolo por las calles y las nopaleras, luego del martirio abandonado justo en la esquina exacta dónde aún yacía su inerte y magullado cuerpo, habiéndole dado sus verdugos, la gracia de un disparo en la nuca.
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Esto se debe a que de los casi 35,000 genes activos que componen nuestro genoma, entre 5 y 7 de ellos presentaron una anomalía en materia de neurodesarrollo: el DRD4, el DRD5, DBH, SHT1B y otros más, todos relacionados con la regulación y absorción sináptica de, en efecto, dopamina, el neurotransmisor que interviene en una gran cantidad de procesos que van desde la automotivación, el control emocional, la sensación de placer y/o relajación, la memoria, entre otros. La prevalencia de esta situación es de alrededor de 5 casos por cada 100 nacimientos. En mi caso, fue algo distinto: mientras mi cerebro, aún en formación gestacional, generaba una red interminable de conexiones sinápticas (donde no debería haberlas, o al menos no tan cuantiosas, predominantemente en el lóbulo frontal y prefrontal, también en ambos hemisferios), se formaban en un número menor al esperado en otras regiones neuronales, generando una capacidad sináptica superior en ciertas áreas y notoriamente inferior en otras. Sobre los genes que esta singularidad afecta directamente, la información existente hoy en día es menos clara. Lo que sí se sabe con certeza es que la prevalencia en mi caso es de 1 por cada 100 individuos. En ambos escenarios, lo que pasó durante aquellos meses de gestación como años de desarrollo infantil habría de definir en buena medida la manera en que nos enfrentaríamos al mundo: la forma en que nos comunicaríamos, en que abordaríamos las actividades cotidianas y las extraordinarias: el trabajo, los horarios, los problemas, estímulos, las fiestas y reuniones, las interacciones y más importante aún, nuestras emociones y percepciones. Los últimos estudios publicados (tan recientes como apenas un par de meses) reafirman que no existe otro factor (social o ambiental) que incida determinantemente en ambas condiciones salvo uno: la genética. Ambos son un asunto terminantemente neurogenético. Determinadas funciones ejecutivas del cerebro se desarrollaron de manera distinta a lo esperado o no se desarrollaron en lo absoluto. Ninguno de los dos pudo haber evitado lo anterior, aun deseándolo; el material genómico dentro de nosotros, precedido por generaciones y generaciones de individuos y relaciones, ya fuera en su carácter recesivo o dominante, yacía allí agazapado, a la espera de que un nuevo ser pasara a formar parte de este mundo. Nadie, ni nuestros padres ni abuelos ni tatarabuelos, absolutamente nadie podría haber incidido en ello de manera consciente. Conforme crecimos y nos desarrollamos, cada uno en un sitio distinto y en circunstancias también distintas, con diferentes modelos parentales y familiares, de amistad e incluso en materia de relaciones, aprendimos a lidiar con el mundo partiendo de la materia prima que nos había dado forma. Aprendimos a llevar y sobrellevar aquellas características y a entenderlas como parte de nosotros. Nuestro tránsito escolar, nuestras interacciones familiares, laborales, sociales, casuales, todo, en mayor o menor medida, se vio imbuido por lo anterior. El mundo pasó a ser percibido a través de nuestros ojos, a través de la peculiar forma en que nosotros, y sólo nosotros, podíamos verlo. Años fueron y años vinieron, algunos mejores y otros peores, algunos apacibles, otros desafortunados. Una noche, hace más de 15 años, en un bar que ya no existe, o al menos no como solía hacerlo, nuestros caminos convergieron. Las probabilidades de aquello no son despreciables: de los 8 billones de personas que habitan en el mundo y los casi 127 millones que habitan el país, de los 3,000 millones de pares de bases que componen nuestro genoma y los 30 millones de pares de bases que contienen únicamente nuestros cromosomas, ahí estuvimos nosotros dos. Un hombre y una mujer se miraron a los ojos por primera vez, conversaron, rieron e intercambiaron números telefónicos tras aquella primera cita En términos estadísticos, el 1% y el 5% de la población, de entre una combinación de probabilidades que implicaba millones de resultados distintos, se enamoraron uno del otro. Cuando esto sucede y dos personas coinciden, viniendo ambas de experiencias, ambientes y condiciones naturalmente distintas, el encontrar puntos de acuerdo y coincidencia es siempre complicado. “Uno de los retos más complejos para las parejas a lo largo de la historia consiste en lograr ver más allá de sus propias perspectivas, así como reconocer y sobre todo, apreciar las diferencias del otro”, narra la psicoanalista Orna Guralnik, “en buena medida derivado de los juicios, interpretaciones, vicisitudes y sensibilidades provenientes de un terreno inconsciente forjado durante la niñez, la adolescencia y la juventud temprana. Eso les pasa a todos y abarca desde las actividades y responsabilidades más complejas hasta las más triviales”. Nosotros tuvimos que añadir un nivel más de complejidad a todo aquello, sin quererlo. Hasta el día de hoy, seguimos juntos. Y cada día que transcurre requiere de un esfuerzo consciente el comprender de mejor manera las particularidades y características del de enfrente, de dónde proviene su forma de ser y de actuar, saber más acerca de qué es aquello que lo motiva o no, lo que le gusta y disgusta, lo que ama u odia, al tiempo que buscamos brindar apoyo en nuestras tareas cotidianas, en nuestras responsabilidades, obligaciones y en nuestras interacciones sociales, aún y cuando somos distintos desde nuestro nacimiento mismo y siempre lo seremos. Cabe mencionar que adicionalmente tenemos dos hijos increíbles, verdaderamente maravillosos que son también, enormemente diferentes entre sí. Ese tránsito ha representado un laborioso camino de aprendizaje por comprendernos a nosotros mismos, y también, a aquellos que amamos. Cada uno de nosotros, con sus respectivas características personales, nos esforzamos día con día por brindarnos cariño, afecto, confianza, entre muchas otras cosas. Buscamos apoyarnos. Nos esforzamos para brindarle al otro aquello que a nosotros nos resulta sencillo, casi natural, mientras que para el de enfrente resulta algo totalmente desconocido, complicado, incomprensible, hasta insoportable en cierta medida. Lo hacemos con nuestra presencia, con nuestros consejos, con nuestra opinión, mediante abrazos, juegos, tiempo. No es que sea fácil, nunca lo ha sido. Han existido, a través de los años, muchos, pero muchos momentos en que resulta extremadamente complicado, desesperante, estresante. Cada uno tiene un bagaje tras de sí que es difícil de soltar: personal, social, familiar y también, genético. Imposible resulta saber que es aquello que suceda en el futuro, qué nuevos avances y descubrimientos arrojen los más novedosos estudios clínicos y neurobiológicos, sin embargo, existe algo que nos une por encima de cualquier otra que nos separe o distancie y eso nunca habrá de cambiar: El amor auténtico, genuino y profundo que nos tenemos todos, el uno al otro, como familia. Nos leemos la semana entrante.Te puede interesar:
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