Reflexiones en torno a la FIL Guadalajara 2022

Trabajemos porque la palabra escrita sea el mejor vehículo de comunicación.

6 de diciembre, 2022

En estos días concluye la más grande fiesta de las Letras en nuestro país. Orgullosamente y pese a las vicisitudes del camino, la FIL Guadalajara es considerada una de las ferias del libro más importantes a nivel mundial, junto con las de Frankfurt y Barcelona, la Book Expo norteamericana y el Salon du livre en Francia. La llegada del otoño enmarca los últimos preparativos para esta exposición mundial organizada por la Universidad de Guadalajara, que engalana de forma única la capital tapatía. Su inicio resulta en grandes alegrías editoriales, de autores, pero sobre todo, un festín para los lectores que, además de adquirir las novedades literarias, tienen una forma única de aproximación a los autores “de carne y hueso”, o bien a la interpretación que grandes maestros hacen de obras de todos los tiempos.

Es entonces buen momento para reflexionar sobre la palabra escrita  y sus alcances universales, así como las limitaciones que viene enfrentando de cara a la tecnología, a ratos mecenas maravilloso, otros ratos ladrón perverso y en muchas ocasiones boicoteadora de la buena comunicación. Twitter está en crisis, a ratos se vislumbra su desaparición del panorama de las redes sociales.  En lo personal es algo que me pone triste. A través de esa red social he tenido acceso a contenidos maravillosos, aunque, hay que decirlo, a ratos eludiendo el golpeteo que se arma por la  polarización que la red facilita.  Desarrolla, en muchos casos, un lenguaje único que, dados mis afanes puristas, pone a rechinar neuronas. Cierto, a ratos –por economía verbal—caigo en lugares comunes que deslucen nuestra rica lengua castellana. En días pasados, con motivo de la participación de México en Qatar, me topé con una expresión tuitera de parte de un líder en la comunicación.  Ante el fracaso de nuestro equipo se expresó con un “Baia, baia”, de esos términos que en lo personal enloquecen a mis neuronas, viniendo de un líder de opinión.

Con esto en mente, me permití aventurarme en una pequeña exploración sobre lo que ha sido nuestra palabra escrita, desde tiempos de los amanuenses hasta la telefonía celular. El propósito final de esta herramienta ha sido la comunicación. Sin el apoyo de elementos accesorios como sería la expresión corporal, la palabra escrita nos obliga a manifestarnos de una forma descifrable al máximo.  Inicialmente preciosista, en la actualidad técnica, breve y muy contaminada, pero el lenguaje lo sigue intentando. Habría que ver hasta qué punto se desvirtúa su propósito de comunicación, para convertirse en una catarsis personal provocada por el caos que impera en el mundo.

Me generó un gran gusto enterarme de que nuestro escritor, coahuilense por adopción, Julián Herbert, recibiera el premio López Velarde de poesía 2022.  Aparte de cálido amigo ha sido un gran maestro con quien he tenido oportunidad de tomar taller en más de una ocasión. Esa calidad que vuelca en sus letras refleja lo que él es, un ser humano real, congruente entre lo que es y lo que escribe.  A través de sus letras lo hemos acompañado en situaciones muy personales que lo vuelven entrañable para el  lector, al identificar lo leído con  nuestras propias experiencias dolorosas.  Un excelente ejemplo de cómo es posible decir lo que la historia requiere, de una forma clara, que alcance al lector, con el propósito único de comunicar a otros lo que sentimos, pensamos o experimentamos.

En todas las áreas del quehacer humano existen códigos de comunicación. Desde los científicos encerrados en sus laboratorios desentrañando los códigos de un genoma, hasta el controlador aéreo de un aeropuerto, o los que los  preparatorianos utilizan entre ellos en el aula escolar.  Esos códigos necesitan un marco referencial que permita comunicarse a unos con otros.  En el caso de la obra literaria, el código demanda claridad; abandonar toda subjetividad  personal justo en aras de eso, de comunicar, de compartir la percepción propia con el lector. No es función de la literatura como tal, convertirse en un  catártico si no se cumple la función de hacer saber al lector aquello que los conecte en lo profundo.

De lo anterior se deriva un subtema más: Vivimos en unos tiempos de “DIY” (do it yourself), perdón por el anglicismo. A ratos queremos aplicarlo en la edición de un libro, lo cual difícilmente resulta en un trabajo de calidad. Hay plataformas que permiten la autopublicación de una obra literaria. Lo ideal es que esa obra que buscamos lanzar a través de una plataforma cuente con un trabajo previo de edición. Dentro de esta última, antes que los elementos de maquetación final, viene el pulimiento de los textos con relación a: ¿Qué quiero expresar? ¿Se consigue mi propósito de la mejor manera? Y una serie de precisiones sintácticas y hasta ortográficas que aportarán claridad al escrito.  Necesitamos ser despiadados con nuestros trabajos; someterlos a la revisión de otros ojos, en aras de mejorarlos. Revisarlos una y otra vez, hasta comprobar que queda en condiciones de comunicar.  La edición no es cuestión de corazonadas; de manejarse por suposiciones de que he logrado expresar lo que quiero decir.  Es trabajo y tiempo, y sobre todo humildad para apoyarnos en los que saben más que nosotros del asunto.

Revisando material para el presente me hallé una verdad así de clara como  contundente, en un artículo de revisión de la editora española Mariana Eguaras. Cito: La edición de una obra propia no puede hacerla uno mismo. Al menos si lo que desea es un producto —en este caso un libro— que cumpla con determinados estándares de aceptabilidad por parte del lector. O sea, que ese producto tenga un mínimo de calidad editorial. 

Buena reflexión para quienes buscamos publicar lo propio. Quizá alguien se proponga hacerlo propuesto a alcanzar los exhibidores de alguna importante Feria del Libro. Hay quienes nos planteamos una meta más razonable: Que el lector final no nos abandone a media lectura.

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