Los libros son objetos maravillosos… Es más, considero que no tenemos derecho a solo llamarles “objetos” por su naturaleza material; convendría nombrarlos “sujetos”, entes vivos frente a los cuales el lector está en posibilidad de aprender cosas nuevas. Como cualquier otro amor, parafraseando a Rosa Montero (“El amor de mi vida”), un mismo libro nos provoca distintas reflexiones, activa emociones variadas, según las condiciones personales en que lo abordemos una vez y la siguiente.
Es justo lo que me viene sucediendo con “Una habitación propia” de Virginia Woolf. En este momento de mi vida está provocando más procesos de pensamiento que la primera vez que lo leí. Era otra mi edad, otras mis circunstancias y, por ende, distinta la reflexión generada en esos coloquios cargados de cuestionamientos de la escritora inglesa de principios del siglo veinte. “Una habitación propia”, valiente obra publicada en 1929 es un ensayo histórico acerca de la forma tan marginal en que, hasta esos tiempos, la mujer lograba participar en las artes, en este caso en la literatura, en la que Woolf ha sido un ícono hasta nuestros días.
Como hace en otras de sus obras, hasta cierto punto híbridas, no nos avasalla con su pensamiento crítico o múltiples citas bibliográficas. Del mismo modo como va narrando en “Paseos por Londres” y “La señora Dalloway”, aquí nos lleva de la mano por calles y muelles muy ingleses, en los que podemos conocer las actividades económicas de sus pobladores. Nos asomamos ocasionalmente a las grandes aulas universitarias de Oxbridge, exclusivas para varones, o atestiguamos cualquier noche de verano, a través del amplio ventanal de casa de Clarissa Dalloway, activa intelectual, su abierta forma de retar las convenciones del entreguerras.
En esta ocasión, provista de lápiz y papel, fui dejando asentado lo que me resultó más destacable de su ensayo, que inicia con la primera mujer que se atrevió a aprender a leer y a escribir, momento a partir del cual se van abriendo oportunidades para sus congéneres en los siguientes tres siglos. Parte de una imagen entrañable para cualquiera de nosotros, amantes de la palabra escrita. Compara la creación literaria con la pesca, y el pensamiento con la caña que súbitamente transmite a las manos del pescador ese pequeño tirón que indica que ha pescado algo, que resulta ser tan pequeño, que termina por liberarlo del anzuelo para darle oportunidad de que se robustezca y más adelante sea pescado.
Diserta sobre el patriarcado a partir de la pregunta de por qué son pobres las mujeres, incapaces de costear por sí mismas su propio sostenimiento, lo que sitúa la figura femenina como un espejo de su contraparte masculina que representa dinero, poder e influencia.
En un punto de su exposición se pregunta cómo será la mujer dentro de 100 años, y ella misma se contesta que para entonces se habrá liberado de los clichés de aquella época, que la tenían tan limitada. Entre líneas se pregunta qué escribirán en ese tiempo futuro. Me imagino, entonces, cuánto se sorprendería de hallar tantas mujeres poetas que vuelcan toda su sensibilidad, sin restricciones, a través de la palabra escrita. Tal vez se asombraría al ver tanta mujer dentro de la narrativa, que ha abandonado en definitiva ese rincón doméstico desde el cual narraba hace cien años, para aventurarse a salir, conocer realidades hasta entonces inaccesibles, y a partir de lo percibido, cronicar o ficcionar por cuenta propia. Ya no es solamente la Jane Austen o la Emily Brontë que se expresan a partir de lo que les resulta familiar en su entorno inmediato. Desde que aparece en escena Mary Carmichael, la mujer se lanza a romper estereotipos sociales, para publicar sin sometimiento alguno.
“Si quieres cierra con llave tus bibliotecas, pero no hay barrera, cerradura ni cerrojo que puedas imponer a la libertad de mi mente”. Aseveró Virginia Woolf. Una valiente afirmación que nos invita a todas las mujeres de estos tiempos, casi un siglo después de la publicación de “Una habitación propia”, a valorar y usufructuar lo que hoy damos por hecho, una realidad que hace cien años no era otra cosa que lejana quimera.
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