Julio Verne pasó a la historia como el gran profeta de la ciencia y la tecnología. En la sede de la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual, campea una frase de su autoría: “Lo que un hombre puede soñar, otro puede realizarlo”; esa es la clave del progreso humano y el signo de nuestra especie. Los libros de Verne, que animaron las primeras lecturas de muchas generaciones, son el epónimo de una de las funciones más difíciles de comprender en materia literaria: la composición de escenarios futuros, la construcción del mundo del mañana a partir de la conciencia del porvenir desde la base de la experiencia cotidiana en la dinámica de la imaginación. Los grandes fenómenos sociales, las grandes transformaciones se han visto precedidas de movimientos literarios que las preludian, las ordenan y, podríamos decir, las hacen posibles. Sus señales no son nunca evidentes y por eso pocas veces se toman en cuenta como un elemento de consideración para pensar el mañana.
En la Grecia Clásica, Homero necesita invocar a las musas para narrar la historia de la guerra de Troya, el cantor dice: “Canta oh musa la cólera del pélida…”. Más de mil años después, será un poeta – no un militar ni un político – el que prevea el lugar que el hombre ocupará en el mundo en adelante; Dante no va a invocar a nadie, sino que para describir lo que antes solo la Iglesia se había atrevido a formular, dirá: “Cuando me encontraba en mitad del camino de la vida…”. Él y no la musa, él y no otro que por sus propios méritos imaginará y expondrá su visión del cosmos. A partir de Dante, los seres humanos abrimos los ojos para describir y construir el mundo de acuerdo con nuestros limitados pero soberbios medios. Así cada época, del mismo modo en que los autores románticos previeron el advenimiento de los nacionalismos o las noveletas militaristas preludiaron las dos grandes guerras del siglo XX.
En las décadas de 1960 y 1971, sin que podamos precisar el momento de su arranque, ocurrió un fenómeno al que hoy llamamos “boom latinoamericano”, la enorme explosión de interés sobre las letras continentales en las voces cosmopolitas y bien estructuradas de autores como García Márquez, Julio Cortázar y Carlos Fuentes entre otros. Ellos a través de las editoriales españolas, principalmente dieron voz a una literatura antes considerada como marginal en el contexto del diálogo literario occidental. Sus letras denunciaban carencias y ofrecían escenarios no siempre desde el realismo, sino aún más allá de él, desde la posibilidad, a veces mágica, de construir otra sociedad, en medio de la represión y la dictadura, en pos de la paz y la autonomía. Un elemento importante de esa literatura es lo que bien podríamos llamar el ciclo de novelas de dictadores. El ciclo de la novela de dictadores precede y excede al fenómeno del boom y prefigura la marcha hacia las democracias continentales. Se trata de libros que van desde el Tirano Banderas de Valle-Inclán, hasta La fiesta del Chivo de Vargas Llosa; pasando por La Muerte de Artemio Cruz de Carlos Fuentes, El Señor Presidente de Miguel Ángel Asturias, y que incluye textos tan diferentes como El recurso del Método de Carpentier y El Gran Burundún-Burundá ha muerto de Jorge Zalamea. La denuncia de los pantagruélicos excesos de los dictadores, de su violencia a veces gratuita y la forma en que el lenguaje oculto y las actitudes entre líneas de los ciudadanos iba ganando terreno, hicieron posible que libros como El Otoño del Patriarca de García Márquez, Margarita, está linda la Mar de Sergio Ramírez o el Oficio de Difuntos de Uslar Pietri, tuvieran un efecto concientizador y también alentador en la organización de la resistencia –pacífica y no tan pacífica– que traería como consecuencia la reconstrucción democrática de nuestro espacio político.
Y no es que el escritor sea profeta, sino que al entrar en contacto con las necesidades de su tiempo, con las figuras que componen el espectro del universo a su alcance, puede ver más allá de la necesidad inmediata, mucho más allá de los vaivenes de la política y los gestos de la oportunidad para pensar en el presente como un símbolo y en el mañana como una posibilidad. Hoy, cuando parece que las voces son acaso demasiadas, pienso en lo que están escribiendo autores como Juan Gabriel Vázquez con El ruido de las Cosas al Caer y nuestra reconstrucción en medio de la violencia; en nuestra relación con los animales y los seres humanos como sucede en La Soledad de los Animales de Rodríguez Barrón; en el descarnado dibujo del capitalismo brutal en el Memorial del Engaño de Jorge Volpi o en el mundo esperpéntico que muestra Álvaro Enrigue en Decencia; o en el duro cadáver de una ciudad como la nuestra y que se muestra impúdica en la Armadura para un hombre solo de Pablo Raphael. Un universo de letras por leer y que presentan una sociedad que se reconstruye a pesar de sus políticos chambones y de sus empresarios venales; creo que hay una lectura que hacer en estos los autores de nuestro tiempo.
Tal vez lo que están previendo estos escritores –la novela de hoy, digamos– es la visión de un continente cuya alternativa es la ciudadanización más que la revalorización de la política, la recuperación de las voces y los espacios, en lugar del triste abandono desmemoriado que nos empuja, cada vez con mayor ímpetu en una especie de abúlico apocalipsis en el cual, por cierto, nos negamos a entrar.
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