Rodrigo Medellín es un biólogo y ambientalista mexicano dedicado al estudio de los murciélagos. Dentro de su consigna de preservación de los diversos ecosistemas ha escrito libros e imparte amenas charlas para público en general, encaminadas a la sensibilización con respecto a la no-contaminación. En una de dichas pláticas le escuchaba decir que es solo mediante la conjunción de esfuerzos ciudadanos individuales, como se logran los grandes cambios en la sociedad. Lo expuso con frases que me marcaron profundamente y que dicen –palabras más, palabras menos– que mientras sigamos viviendo como si no pasara nada, el planeta continuará su deterioro. Al final de su exposición se manifiesta convencido: “Hoy es el momento de máxima esperanza para la humanidad”.
Justo cuando, como ciudadanos, nos detenemos a tratar de entender nuestro comportamiento grupal, nos topamos con distintos conceptos. Ninguno de ellos alcanza a explicar por completo por qué surgen grupos de jóvenes que dañan instalaciones construidas para el beneficio colectivo, o por qué sigue habiendo abundante basura en diversos sitios públicos. Nos sorprenden tales actuaciones cuando son ajenas, pero igual debería de sorprendernos nuestra indiferencia. Observamos aquello como algo desvinculado de nosotros, como si el destino fatal de esos desmanes no tuviera nada que ver con nuestra persona. Ahora habría que pararnos frente al espejo y cuestionar a esa imagen que nos observa qué sucede en su interior para actuar de ese modo. Alguna vez comenté que en la república de China hay plazas públicas donde se juega pin-pon. Poseen todas las instalaciones para hacerlo, desde mesas, redes, raquetas y pelotas de celuloide. Los ciudadanos tienen acceso gratuito para su uso y al terminar se retiran y dejan todo como lo encontraron, de modo que quien desee utilizarlo más adelante pueda hacerlo. Como mexicanos decimos, a manera de broma, que, en nuestro país, a la primera de cambios desaparecerían, no solo las pelotas y las raquetas, sino hasta la misma mesa.
Habría que preguntarnos cuál es la razón de esa actitud de siempre querer sacar ventaja de lo establecido, más allá de lo que nos corresponde. Por qué no respetamos la propiedad pública y no nos contentamos con tener disponible el equipo para una actividad sin actuar para destruirlo o sustraerlo. Una posibilidad sería que lo hacemos para que el próximo que llegue no pueda disfrutar como nosotros lo hicimos, o que, como Diógenes, nos come tanta ansia de poseer, que cargamos lo que vayamos encontrando por el camino. Otra posible explicación es que actuamos desde un resentimiento profundo hacia la vida. De entrada, me inclino más por esta hipótesis; no se adivina un proceso de pensamiento tan elaborado como para razonar que no quiero evitar que quien venga detrás de mí disfrute un bien y por eso lo destruyo. Parece más bien un núcleo ígneo poco explorado que, de cuando en cuando tiene sus explosiones,
La transmisión de valores en la sociedad se lleva a cabo desde la familia. No corresponde a la escuela otra cosa que reforzarlos, mas no inculcarlos directamente. Entonces habría que volver los ojos a la familia para entender dónde está la falla en la formación de nuevos ciudadanos que no traen incluido el chip del respeto al derecho ajeno. Es muy simplista atribuirlo a la conquista de la corona española, o a los grandes hacendados, o al neoliberalismo. Es algo más íntimo, propio de la esfera familiar, lo que genera conciencias mochas, que en cuestión de derechos exigen hasta el último posible, pero en cuestión de responsabilidad escatiman al extremo cumplir con lo que les corresponde.
Frente a este panorama debe ir quedando más claro dónde está nuestra falla como adultos. Comienza a desvelarse que mucho de la causa original radica más en la indiferencia que otra cosa. Si nos resulta complicado, o engorroso, o innecesario imponer reglas en casa, estaremos propiciando una transmisión de valores alejada de la ideal. Los hijos serán, según su alcance y sus circunstancias, o bien, jóvenes delincuentes, o grandes ladrones de cuello blanco. En uno y otro caso opera lo mismo: un mecanismo narcisista del absoluto merecimiento sin ejercicio de responsabilidad, o si acaso la responsabilidad necesaria para aparecer en la foto, pero nada más.
Volviendo a Rodrigo Medellín: él nos invita a emprender pequeñas acciones a favor del medio ambiente, tales como evitar utilizar plásticos de un solo uso, abstenernos de tirar basura en sitios públicos, o procurar el consumo de productos cosechados en un radio máximo de 200 kilómetros y así evitar que el transporte de esas producciones desde sitios alejados repercuta en tanta utilización de combustibles fósiles. Si todos comenzamos a emprender pequeñas acciones en pro del medio ambiente, el poder del conjunto cambiará el nivel de destrucción de ecosistemas que sufrimos hoy en día. Para lograrlo es menester entender que cada uno de nosotros es parte de la naturaleza, una parte activa, por ende, responsable de lo que ocurre allá afuera.
Se vale soñar activamente con una mejor sociedad para todos. Hacerlo con la atención puesta en ello, día con día, generando acciones que -por nuestra intervención- resulten menos perjudiciales para la casa común. Antes de que lo único que nos quede sea el lamento.
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