Hace unos cuantos días, encontré publicada una entrevista a la doctora Mardia López Alarcón, jefa de la Unidad de Investigación Médica en Nutrición del Hospital de Pediatría del Centro Médico Nacional Siglo XXI del IMSS. En lo personal me dio mucho gusto, ya que ella es compañera de mi generación de Medicina de la UAdeC, unidad Torreón, además coahuilense, como yo. Pasada la emoción de verla en un medio nacional, me enfoqué al tema sobre el cual la entrevistaron: El papel benéfico de la vitamina D frente al SARS COV-19, virus productor de la COVID. Habla en términos más que entendibles acerca de la forma como protege y los casos en que es más necesario su uso. Pasa luego a enumerar las fuentes a través de las cuales el organismo es capaz de sintetizar dicha vitamina, principalmente la exposición al sol, al menos 15 a 20 minutos por día; el consumo de ciertos ácidos grasos en la alimentación, así como de vegetales que la proveen directamente. Además de –por qué no—mediante suplementos farmacológicos. Lo que coincide con una publicación de la revista Nature de noviembre del 2020, que atribuye a la COVID-19 una fatalidad del 21% en pacientes deficientes de vitamina D, contra un 3% en pacientes con niveles adecuados de la misma. Se enfatiza su relación con los mediadores de respuesta inflamatoria, que aumentan la gravedad de la enfermedad. Esto último es acotación mía, para reforzar lo dicho por la doctora López Alarcón.
Lo anterior me llevó a contrastar estos datos duros con la cantidad de falacias que se vienen manejando desde inicios de la pandemia. El uso de redes sociales ha contribuido, como nunca, a la difusión de estas verdades a medias o mentiras a modo. Tal vez la única ocasión en que la Internet generó una difusión masiva de ideas falsas alrededor del mundo, fue cuando surgieron los grupos antivacunas en el siglo pasado, encabezados por el exmédico inglés James Wakefield (exmédico, pues terminaron retirándole la licencia para ejercer, por su conducta poco honorable). La difusión obedeció a una campaña de mercadeo bien orquestada, en la cual participaron figuras del mundo del espectáculo, que se manifestaron como antivacunas.
Desde hace poco más de un año inicia la difusión de fórmulas cuasi mágicas para combatir el virus. A ratos nos comportamos como los alquimistas de la Edad Media encabezados por Nicolás Flamel en Francia, propuestos a convertir los metales de poco valor en metales preciosos, a través del uso de la piedra filosofal. En la actualidad hay una interminable lista de elementos que se han invocado como útiles en el combate de la enfermedad, desde imágenes religiosas –caso icónico y por demás conocido por todos los mexicanos– hasta productos desinfectantes, antiparasitarios, antimicrobianos, solos, combinados, intramusculares, intravenosos, orales… Hasta ahora han sido unos cuantos, en situaciones muy específicas, bajo supervisión médica, los que han tenido utilidad. Entre ellos cabe mencionar el plasma de individuos recuperados de la enfermedad y, por supuesto, medidas generales, como sería el uso de vitamina D y el control de comorbilidades; amén de la utilización de tres medidas básicas: uso de cubrebocas, lavado de manos y sana distancia (aunque también hay sus excepciones contradictorias, allá por las playas de Oaxaca, según cuentan).
No alcanzo a imaginar el escenario que se desarrollaba en Francia en el siglo XIV, durante la Guerra de 100 años, cuando un copista y filósofo afirmó haber encontrado la fuente de la eterna juventud, cualidad atribuida a la anhelada piedra filosofal, aparte de la transformación de diversos metales en oro. Es muy evidente que en aquella época, la historia se manejaba de forma oral y anecdótica; la imprenta surgió hasta 1450. Flamel nació a 17 leguas de París, pero radicó en la ciudad capital. Para situarnos en ese tiempo, 17 leguas francesas equivaldrían hoy a la distancia entre México y Monterrey, muy grande para ser recorrida a lomo de caballo. La comunicación era lenta y fragmentada, además reinterpretada en cada localidad que atravesaba. Lógico, entendible y correspondiente a la época en la que ni siquiera Colón había llegado a América.
Ahora estamos en el siglo XXI, saturados de información, pero a ratos más surrealistas que los cuentos de Cortázar. Nuestro pensamiento mágico, ese que heredamos de los abuelos prehispánicos, nos lleva a creer que una imagen religiosa, un desinfectante o medicamentos para matar lombrices, nos prevendrán de la enfermedad. Nos manejamos haciendo alusión a casos anecdóticos, desatendiendo el método científico. Dos o tres, o veinte casos que un personaje dice haber curado con tal o cual remedio, carecen de valor científico. El rigor de la investigación no es negociable. Tal vez la única excepción, que se tomó por la urgencia del caso haya sido la fabricación de vacunas para la COVID-19, con el protocolo acelerado, trabajando día y noche en diversos laboratorios alrededor del mundo, y no era para menos. Fuera de ello, cualquier otro recurso médico, habrá de someterse a protocolo.
Igual de surrealista que lo antes mencionado, es emprender conductas de riesgo sanitario, seguros de que, gracias a nuestra aura celestial, no nos vamos a contagiar. La verdad es como las matemáticas: se cumple, como que 2 + 2 son 4.
Henos pues, aquí, frente a un alud de información no necesariamente veraz y comprobable, de entre la cual destacan conceptos y propuestas con fundamento, a los cuales es sensato atender, como es el caso de mi colega la doctora Mardia López Alarcón y sus recomendaciones de la vitamina D.
Como para cualquier otro tipo de consulta en Internet: Analicemos quién lo difunde; cotejemos la información con fuentes profesionales bien informadas. Somos afortunados de tener acceso a tanto con un simple clic. Hagamos uso de ello, y tomemos muy en serio que la magia y la historia anecdótica no funcionan, más que en los libros de literatura fantástica.
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