No creo, en mi medio siglo de vida y en las cuatro décadas que frecuento estos establecimientos, que haya algún lugar al que mis visitas sean más recurrentes que a las librerías; tal vez acaso a los cafés porque, sin remedio, debo acudir al más cercano para la ceremonia del desempaque del celofán que los envuelve, la lectura de las primeras páginas y, en algunas cuantas ocasiones si el libro es pequeño y he tenido tiempo entonces la lectura de completa del volumen. Si hay un lugar donde me siento como en casa, es en una librería.
Las prefiero a las bibliotecas, ya se sabe, gustos personalísimos. La biblioteca es un oasis en la historia, un lugar de reposo y de creación de conocimiento, una especie de magma colosal donde los libros y ahora los demás formatos aguardan, a veces por décadas a que alguien asome las narices para indagar sus contenidos. La librería, vista desde ese punto, es también otra variedad de biblioteca, pero en lugar de ser acumulativa, paciente, es más parecida a una estación de ferrocarril, terminal diría yo, como las que retrata Victor Hugo en torno al París de sus protagonistas o aquella de Buenavista que también visité en mi infancia. Los volúmenes están de paso en la librería, esperan sus destinos, algunos vivirán apenas unos días y se perderán en algún taxi o serán olvidados en algún hotel, otros conocerán mundo y viajarán a ciudades ignotas, algunos permanecerán vírgenes de dibujos y subrayados y otros serán azotados, o enriquecidos, como yo creo, con líneas de énfasis, opiniones y hasta ilustraciones. Frente a la estabilidad casi funeraria de la biblioteca, la librería es un hervidero de vida.
Pero hay algo más. Si quiero mirar al pasado me asomo a la biblioteca, es decir, hasta las novedades de la biblioteca serán antigüedad en cuanto llegue nuevo conocimiento al acervo. La librería, en cambio, es el presente, es un escaparate, el medio de comunicación más eficiente y sincero. Cuando entro a alguna de mis librerías favoritas –rara es ya la vez en la que me adentro en alguna librería desconocida– me doy cuenta de la marcha del mundo; la mesa de novedades es el muestrario de nuestros tiempos, una paleta de los colores con que se está pintando el fresco continuo de la historia; ahí están los autores que se están leyendo, se aprecian sus temas, los más profundos y los más fútiles, los más urgentes y los más importantes. Al mismo tiempo, ojear las páginas de los libros que están de muestra es adentrarse en el camino del continuo que estamos viviendo y aprendemos, con soltura y facilidad, los giros del lenguaje que se habla al momento, quienes lo cultivan y quienes lo desgreñan, todo hay en esa viña del Señor.
La biblioteca es toda ofrenda y dación, está abierta sin pedir nada a cambio más que el cuidado y la atención de los usuarios; pero las librerías son puntos de comercio, puestos alucinantes de bazares memorables: eso no puede perderse de vista. Se puede ir a la librería sin dinero, claro que se puede, pero es tanto como ir a la merienda sin hambre. Esos establecimientos de comercio tan noble son escuelas del reto, de la administración y el despilfarro; nadie necesita un libro de fotos del Madrid de antes de la guerra. Se compra por gusto, por placer y se gastan pesos que podrían tener otro destino, por necesidad estética pero que no es la misma por la que se compra un pan o un litro de leche. Uno aprende el arte de ahorrar para comprar el libro que se anhela, uno se las ingeniaba para esconder el volumen codiciado en la librería para hallarlo cuando se tenía el dinero suficiente; ahora se puede en muchas casas pagar un reservado. Ahí están mis ejemplares de Siruela comprados con ilusión y esfuerzo; pero también es memoria de los malos tiempos, ejemplo de crecimiento y razón de desarrollo, ahí están mis ejemplares de la Benemérita colección “Sepan cuantos…” y de la heroica colección Austral, comprados con los residuos de las diminutas propinas que mis padres me daban de niño. Ahí están, como muestra del avance de mi madurez, conviviendo las ediciones sencillas y baratas de Frankenstein o de Los miserables, con las ediciones en pasta dura, anotadas, ilustradas y prologadas por insignes autores. Todo eso ha llegado de mis incursiones de caza en las librerías.
La enorme Almudena Grandes decía que sus lectores eran su libertad y esa verdad, gigante como su autora, me lleva a pensar que las librerías son mentideros de la libertad, casa de la sabiduría y del disparate, centro cultural fundamental, punto de encuentro de los amantes de las palabras y centro social disimulado entre los anaqueles. Nosotros los lectores somos la libertad de las librerías, también, compramos y consumimos los más diversos contenidos y nos encontramos con nuestros pares, platicamos sobre las últimas recomendaciones, intercambiamos experiencias. Y aquí hay que decir que de la misma manera en que la contaminación mató algunos ríos de pesca y las sequías y la deforestación acabaron con algunos cotos de caza, Amazon y las grandes cadenas, exterminaron a las viejas librerías de barrio. Todavía recuerdo con melancolía la antigua Librería Polanco y todos guardamos en la memoria alguna que se ha extinguido. Lo mismo sucedió con el viejo oficio del librero, aquel conocedor a quien le debo descubrimientos como Amélie Nothomb o Sandor Marai; aquel que te decía que ya no tenía ejemplares de Manhattan Transfer, pero a cambio te remitía a La región más transparente y algo te contaba sobre la relación entre ambos libros, el que conocía los gustos del lector y ya le tenía reservada la novedad que sabía iba a enloquecerle; al librero lo mató la base de datos, el internet y Google, ahora un chico –que nada tiene de malo ganarse el pan de manera honesta para completar el pago de los estudios– no necesita leer lo que vende si la máquina le dice si hay existencias y en qué sucursal de la ciudad quedan ejemplares, o al menos eso cree.
Estas son mis librerías, desde el Péndulo de Polanco que conocí el día de su inauguración y la de Condesa cuya apertura también testifiqué, hasta la Rosario Castellanos del Fondo de Cultura Económica en el antiguo Cine Bella Época y antes Lido donde alguna vez vi el reestreno de Lo que el viento se llevó, desde la vieja Gandhi que ya no existe y también desde su sucesora hasta las que ya no están como aquella de la planta baja de Perisur, Súper Libros que gobernaba don Luis Amaro, el chileno cuya leyenda como mítico librero lo precedía, o la Librería Fantástica que alguna vez estuvo en Ejército Nacional. No está el lector para saberlo, pero en las librerías he dado besos emocionados y he ido a refugiarme de mis miedos. Arca de Noé de pago con categorías, siguen siendo y serán, mientras los lectores las defendamos, lugares de misterio para mirarnos en los espejos que los demás han escrito.
@cesarbc70
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