México y el viento del mundo

  Ningún hombre es una isla, decía Hemingway, y en estricto sentido, tampoco ningún país lo es. Cuando los nazis lograron cortar las comunicaciones con Inglaterra, Churchill informó al Parlamento: “Señores, el continente ha quedado incomunicado…”. Este...

10 de noviembre, 2020

 

Ningún hombre es una isla, decía Hemingway, y en estricto sentido, tampoco ningún país lo es. Cuando los nazis lograron cortar las comunicaciones con Inglaterra, Churchill informó al Parlamento: “Señores, el continente ha quedado incomunicado…”. Este lugar común –un pequeño cliché– es uno de los que más me gustan, todos los que escribimos los tenemos y recurrimos a ellos con cierta frecuencia porque nos permiten orientar el bote para encontrar buenos puertos para las reflexiones.

Hace unos días platicaba con Gerardo de la Madrid –amigo entrañable de toda la vida– sobre aquellos momentos en que la geopolítica había influido de manera más violenta en la historia de nuestro país. Así salieron varios ejemplos. De hecho, la idea de México, la mera existencia de nuestra Nación, tiene un origen en uno de esos momentos. La occidentalización, descubrimiento, colonización o conquista del territorio que hoy llamamos nuestra casa, tiene su origen en el espíritu del renacimiento, en la búsqueda de rutas hacia el lejano oriente y en la concepción ancestral de que más allá de las Columnas de Hércules –todavía impresas en el escudo de España – se encontraba la mítica Atlántida.

México surge como la posibilidad de una utopía, nacimos con un destino, la oportunidad de volver a crear un mundo nuevo sin las dudas ni los errores de Europa, la vieja casa que para el siglo XV ya estaba fatigada. Eso imprimió un sentido a nuestra forma de ser, tal vez por eso estamos buscando siempre más allá del horizonte nuestro futuro, también por eso somos proclives a creer en los profetas y en los mesías que nos traen la solución a todas nuestras problemáticas soñando futuros mejores. La Independencia, por su parte, también proviene de un complicado movimiento del ajedrez europeo; si bien en nuestra propia tierra los textos ilustrados que se habían logrado fugar a nuestras tierras habían formado un núcleo pensante que anhelaba un futuro de mayor igualdad y presentía, desde luego, ya una identidad, fue la idea de la exportación de la revolución ilustrada que viajaba en las alforjas de los soldados de Napoleón, la que lo hizo cruzar los Pirineos y poner la bota sobre el cuello de los Borbones españoles. En esa confusión lo que parecía ser un llamado al conservadurismo absolutista de la Metrópoli, terminó convirtiéndose en uno más de los impulsos utópicos que van desde la República Federal hasta el Imperio, con una necesidad ingente de cruzar de la colonia a la vida adulta de los pueblos.

Así hemos ido evolucionando, llegados tarde al banquete de la civilización, como decía Alfonso Reyes, aparecimos de cuerpo entero y si la guerra entre España y Estados Unidos, con su cauda de pérdida imperial para aquella nación europea, nos arrojó de plano al campo de batalla de las potencias mundiales, también representó nuestra posibilidad de ser, de elegir modelos mientras íbamos construyendo los propios. El pasado europeo presente en la conservadora España y en Francia la liberal, hicieron concebir a Edmundo O’Gorman en La pervivencia política novohispana  la idea de que  la auténtica independencia de nuestro pueblo no se alcanzaría con los Tratados de Córdova, sino con la restauración republicana de Juárez y los liberales; y eso, querido lector, es uno de los sueños utópicos más importantes en los que nos hemos embarcado como pueblo: la idea de una República Federal, ciudadana y liberal para la que hacía falta un elemento básico: los ciudadanos. Juárez y sus hombres confiaron en que por la educación y la cultura se podían crear ciudadanos donde había solo súbditos y si es verdad que no lograron todo lo propuesto, también es cierto que desde entonces nuestra idea de política y libertad cambiaron para siempre y es que una utopía no es útil por su posibilidad de ser lograda, sino por su capacidad de inspirar nuevos cambios.

El peor enemigo de la utopía es la inercia, la resistencia al cambio, la comodidad del statu quo que nos dice que hemos llegado a la meta de la historia y eso sucede durante el siglo XIX y principios del XX en México cuando pensamos que basta la belleza de las obras arquitectónicas del Porfiriato, su extensa red de ferrocarriles y su estallido industrial y se nos olvida la esclavitud de los indígenas o la explotación de los obreros. La Revolución, con todas sus contradicciones, tiene su posibilidad en la creación de las corrientes de pensamiento marxista en el mundo, en la delicada situación internacional en los años previos a la Primera Guerra Mundial y en la forma en que se desarrolló ese conflicto, como fue posible que la otra gran utopía del Siglo XX mexicano tomara forma y cauce en la siguiente gran guerra: el Cardenismo.

Después de la Segunda Guerra Mundial, se dio otro género, la distopia o la contrautopía, en donde el futuro ya no se veía tan lindo ni la ciencia tan prometedora. La bomba atómica y el desarrollo de las telecomunicaciones fueron convirtiendo al Estado en el Gran Hermano, su sombra fue oprimiendo la conciencia de los ciudadanos y México no estuvo exento. Al ganar la guerra del lado de los aliados compramos, con piezas para ensamblar con instructivo incluido, varios proyectos en los que se nos garantizaba el ingreso al primer mundo, especie de Arcadia feliz en la que no habría problemas ni miserias y nos empeñamos en ellas. El propio Francis Fukuyama proclamó, tras la caída del Muro de Berlín y de la Unión Soviética, que el fin de la historia había llegado, que la gran utopía podía ser proclamada, la piedra filosofal de la ciencia política; habíamos alcanzado la madurez de la historia dando muerte a las ideologías, de ahí en adelante todo estaba en las dulces manos del mercado y al cobijo de algo impreciso que llamamos globalización. Sin embargo, del mismo modo que ocurrió con las inercias de otros tiempos, se nos olvidó que lo primero en globalizarse fue el conflicto y la pobreza. Los flujos de trabajadores y sus carencias se internacionalizaron y al final del día nos quedamos preguntándonos para dónde caminar sin perder las libertades pero alcanzando mejores cuotas de justicia.

Ningún país es una isla –parafraseando al viejo Hemingway–, México menos, al que concibo como un cruce de caminos y que me resisto a ver como la vieja iconografía decimonónica que todavía aprendimos los escolapios de la década de 1970, como un generoso cuerno de la abundancia; es, más bien, una tierra para seguir construyendo, entre utopías y desencuentros, un mañana mejor.

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