LOS OLVIDOS | Parte 29 

A las 8.30 de la mañana del día siguiente, estaba yo en la sacristía del Sagrado Corazón de Costa Azul esperando  a que llegara el Padre Ángel para decir Misa. Cuando me vio, me preguntó qué andaba...

14 de abril, 2021 Los Olvidos

A las 8.30 de la mañana del día siguiente, estaba yo en la sacristía del Sagrado Corazón de Costa Azul esperando  a que llegara el Padre Ángel para decir Misa. Cuando me vio, me preguntó qué andaba yo haciendo ahí si no era sábado  por la tarde.

Padre, vine a ver si puedo quitarle  cinco minutos después de la Misa.

¿Te quieres confesar?

Ahorita no, padre; es otra cosa que puede esperar a que termine usted de oficiar la Misa.

Está bien, hijo, nos vemos aquí terminando la Misa.

La iglesia de Costa Azul es muy bonita; es de estilo Art Deco tropical, muy sobria, y tras el altar hay una gran imagen del Sagrado Corazón de Jesús tallada en madera, con una altura de más de tres o cuatro metros, con los brazos abiertos abrazando a todos sus hijos-hermanos.

Yo siempre escuchaba la Misa sentado sobre una banca de piedra que hay al exterior del templo para las Misas de fin de semana en las que hay más gente.

Terminando la Misa fui a esperar al Padre a la sacristía.

Al salir me dijo muy amablemente:

¿Te quieres tomar un café?

Claro que sí, padre, donde usted diga.

Hay un café muy agradable y tranquilo en Almirante Ortiz Monasterio cerca de la panadería de Icacos,  ¿sabes dónde es?

Claro que sé padre, ahí compramos los vidrios que le encantan a toda la familia.

¿A quién no,  hijo?

Llegamos rápido al cafecito porque no está lejos Icacos de Costa Azul y no había tráfico.

Hijo, mientras pido el café, ¿por qué no me regalas un par de vidrios?

¡Claro, padre! –fui con el Señor Salas por cuatro vidrios–.

Al regresar ya estaban servidos dos cafés humeantes que  olían delicioso.

Aquí están los vidrios, padre.

Gracias, hijo, y ahora dime ¿en qué te puedo ayudar?

No me vaya a regañar, Padre, pero quiero pedirle un favor que la verdad me da pena.

¿Pues qué cosa horrible quieres que haga por ti?

No, padre, es que no sé qué santa se celebra el día que nací.

El padre Angel se puso a reír como monaguillo diciéndome que no lo podía creer.

¿Cómo es posible hijo querido que no sepas qué santo se conmemora el día que naciste?

¿Y cómo sabes que es santa y no santo?

Una amiga mía me lo dijo, pero no  me  quiso decir quién es mi santa  patrona; me dijo que le preguntara yo a usted.

¿Y quién es esa amiga tuya?

Doña Rosita Salas, la dueña del  hotel  El Faro.

¡Ah que caray!, esa si es sorpresa, hijo. Yo conozco bien a Doña Rosita Salas, de repente va a Misa a la iglesia de Cristo Rey, o la veo en la Catedral que es donde va más seguido. ¿Y tú de que la conoces?

Pues de puro metiche padre;  siempre hemos ido mucho al Mirador para cenar en La Perla o  ver los clavadistas,  y paseando por la plaza un día fuera de El Faro vi un par de placas de bronce que conmemoraban tanto El Faro como El Mirador y decían que Don Carlos Barnard había sido el precursor del desarrollo de Acapulco.Y entré al hotel para ver cómo era por dentro, porque se veía bonito  y al  parecer era antiguo.

Antiguo si es hijo, debe ser como de los años 30, más o menos del mismo tiempo que comenzó El Mirador.

Pues al entrar vi un foto-mural muy grande con un grupo de personas entre las que se veía una joven muy bonita,  con el  pelo negro muy brillante formando dos chongos trenzados a ambos lados de la cabeza. Entonces le dije  al amigo que iba conmigo, que se fijara en esa chica tan bonita; en ese momento, desde atrás alguien jalo mi camisa y al  voltear vi a una señora muy bonita que me dijo que esa joven  era ella. Era doña Rosita Salas; desde entonces nos hicimos amigos.

¿Y ella te dijo que me preguntaras a mí por tu santa patrona?

Así es.

Está bien hijo,  ¿cuándo naciste?

El 14 de marzo de 1951.

¡Caray Pequitos, tienes una santa patrona con la vara muy alta! Fue una princesa alemana de Franconia en el primer milenio del cristianismo, no recuerdo el año exactamente, pero fue una noble mujer muy virtuosa.

¿Pero cómo se llamaba?

¡De veras!, se llamaba Matilde Von  Ringelheim.

Debo haber puesto una cara de llamar la atención, porque el padre Angel me dijo:

De verdad me sorprende que no lo supieras, no es nada malo, pero de verdad tuvo una vida excepcional en la que sus títulos nobiliarios y su fortuna no le impidieron dedicarse a Dios y a hacer mucho bien. Me da mucho gusto haberme dado esta escapadita contigo, hijo. Si andas por aquí el sábado en la tarde, ayúdame con las lecturas en la Misa de 6.30 en la Capilla de la Paz.

Claro que sí padre, ahí nos vemos el sábado Dios mediante.

¿Me das aventón de regreso  a Costa Azul, hijo?

A donde usted diga, padre.

Llegando a la glorieta frente a la iglesia, cuando el padre se  bajó del coche, yo también, y entonces me dijo con cariño:

Te doy tu bendición, Pequitos; salúdame a Doña Rosita.

De su parte padre, con mucho gusto, y muchas gracias.

Rézale a tu santa patrona hijito, no lo olvides.

No, padre, y muchas gracias de nuevo.

Cuando el padre Ángel me dijo que mi santa patrona es Matilda, Matilda Von Ringelheim, de inmediato comenzaron los  pensamientos a correr por mi mente, pero aparte de la coincidencia entre mi cumpleaños y el santo de Matilda Claymon, no encontraba yo nada más.

Necesitaba ir a algún lugar donde pudiera tomarme otro café y pensar con calma y lo  más ordenadamente posible. En el Hotel Misión, allá por el centro, podría yo estar tranquilo bajo la sombra de sus mangos tomándome un café  haciendo tiempo para no llegar al Faro demasiado temprano.

Llegué al Misión y muy amablemente me ofrecieron mi café servido en sus hermosas tazas de talavera, tomé asiento en una de sus inigualables mecedoras de varas, y finalmente pude ponerme a conjeturar la “coincidencia”  entre el nombre de Matilda y la fecha de mi nacimiento. Esta coincidencia no explicaba por sí sola la inscripción del día de mi nacimiento en la baldosa del palmar.

¿Pero a quién se le habría ocurrido grabar 14 de marzo de 1951 precisamente ahí? ¿A quién y por qué?  Esa baldosa no tenía explicación posible aisladamente; tenía que haber alguna razón para que alguien grabara exactamente esa fecha ahí. Al quién y al por qué, se tendría que agregar el cuándo.

Me ofrecieron otra taza de café, pero ya había tomado suficiente; agradecí y pedí la cuenta.

Alrededor de las doce y media del mediodía llegué al Faro y para mi buena suerte, ahí estaba Doña Rosita, platicando fuera del hotel con unos turistas americanos a los que les estaba contando de los clavadistas. Cuando me vio llegar, me hizo señal de que pasara al vestíbulo a esperarla un poquito. Cinco minutos después, entró diciéndome:

¿Ya sabes quién es tu santa patrona?

Sí, es Santa Matilda Von Ringelheim.

¿Te das cuenta hijo?

Realmente no, Doña Rosita; ¿de qué me podría dar cuenta?

Darte cuenta de que la fecha de tu nacimiento en la baldosa es la señal más clara de que tenías que llegar a esa casa alguna vez. Pero no nada más es la fecha de tu nacimiento sino la fecha del santo de Matilda,  y si reunimos las señales que has ido  encontrando,  todas regresan a esa inscripción en la baldosa. Si nada más hubiera estado inscrito el 14 de marzo sin precisar el año o señalando cualquier otro año, por mucho que coincidiera, no sería claramente relacionado contigo. Pero al haberse grabado precisamente la fecha del día que naciste, creo humildemente, que  es lo más  parecido  a una invitación personal dirigida a ti. ¿A cuántas otras casas has pedido entrar en Acapulco?

A ninguna otra.

La vista de Doña Rosita se perdió de repente dando la impresión de que se hubiera ausentado; estuvo pensativa unos instantes, luego comenzó a pensar en voz alta.

Date cuenta que todas esas cosas que Don Marcelino y su esposa encontraron en Los Olvidos, no eran  basura ni  objetos sin importancia que hayan sido dejados atrás en una mudanza. Según me dijiste, ellos los fueron encontrando después de haber limpiado toda la casa de arriba abajo cuando no habían visto absolutamente nada. Esas señales no se las dejaron ni a  Marcelino ni a su esposa. Unos diarios,  unas cartas y postales, todas en inglés solamente tienen sentido si quien decidió dejarlos ahí, sabía que llegarían a las manos de su destinatario, un destinatario que podría leerlas  y hasta ahora, creo que el único visitante de Los Olvidos eres tú. Por cierto hijito, ¿Dónde aprendiste inglés? 

¿No le he contado, Doña Rosita?

No m’ijo; no me has dicho; pero dime ahora.

Estuve interno en un colegio militar en Estados Unidos desde 1959 a 1963; regresé a México pocos días después de que mataron al presidente Kennedy.

Nunca me habías dicho. ¿Y qué tal estuvo?

Cuando Doña Rosita me preguntó qué tal había estado, mi vista de perdió en el vacío de los recuerdos; pasaron frente a mí muchos momentos que creía olvidados; el día que me fui de México al internado, los detalles del viaje primero a Nueva York, luego a Washington y finalmente a Linton  Hall en Virginia.

Mi primera noche en el dormitorio, y luego la desaparición del tiempo que un día sin avisar, dejó de transcurrir; dejó de transcurrir porque dejé de vivir en función de regresar algún día. La voz de Doña Rosita me trajo de regreso al Faro:

¡Hijito! ¿Dónde andas?

Perdón, Doña Rosita, me perdí con su pregunta.

Ya no insistió en saber cómo me había ido. Se quedó viéndome con un aire de ternura y retomó la conversación. 

Ayer dijiste que quién sabe dónde habrá ido a dar mi niña Matilda, pero yo creo que la forma de averiguarlo es revisar el contenido de esas dos cajas de cartón que te esperan en Los Olvidos. No se trata de los últimos dos o tres meses Pequitos, te ha tomado muchos años acercarte  ahí, porque me has dicho que desde la casa Ralph es  donde comenzaste a fijarte en esa casa; luego te fuiste al internado y cuando volviste a venir a Acapulco, seguiste intrigado y atraído a tal grado, que un buen día decidiste llamar a su puerta y pedir que te dejaran entrar. Si estuviéramos limitados por las reglas del tiempo lineal, no tendría explicación posible   que estés tan ligado a esa casa desde niño.  Estoy hablando demasiado hijito; ya se me pasó la  mano.

Para nada, Doña Rosita; lo que dice tiene mucho sentido y además me encanta escucharla.

Está bien hijito;  entonces nada más ten en cuenta que ni yo ni Marcelino ni nadie que yo imagine, puede decirte por qué motivo está grabada la fecha de tu nacimiento en Los Olvidos. Te aconsejo que te lo tomes con calma y que te asomes a los diarios que no has leído, a los álbumes que no has querido ver. No es algo que puedas hacer a la carrera; no puedes irte corriendo ahorita a Los Olvidos a hojear deprisa todo lo que no has visto y regresarte conmigo trayéndome Yolis para que yo te resuelva las dudas. De ti depende seguir las señales que se te han dado desde que entraste a Los Olvidos, o no seguirlas. Esa decisión solo tú  la puedes tomar y nadie te lo  puede impedir ni reprochar.  Ya recorriste un camino que no imaginaste que recorrerías; hace algunos meses, Los Olvidos para ti, era una casa enigmática sobre la saliente de los acantilados, oculta detrás de su palmar; pero ya entraste y todo cambió para ti. No has querido mirar los álbumes, pero a pesar de eso, dos fotografías en las que sale Matilda, han encontrado la forma de que las vieras. Gracias a que me trajiste el primer retrato que encontraste de Matilda, pude decirte quién era M.C. Lo único que me queda claro, hijito, es que desde que  fuiste a Los Olvidos y entraste,  te has compenetrado de sus secretos; de ser un espectador te has convertido en protagonista; de ser un rastreador de señales, te has vuelto parte de su historia. No a mucha gente le pasan estas cosas; no hay muchos  tan afortunados como tú. Ya te dije,  chiquito, tómatelo con calma; te aconsejo que cuando puedas y quieras, vayas a Los Olvidos y revises los diarios que no has visto y te asomes a los álbumes. Y ahora, mi niño, ya te dejo de perorar porque ya hablé demasiado.

Usted nunca habla de más,  Doña Rosita.  Siempre que la escucho, me hace bien y me aclara, y al aclararme, me da mucha tranquilidad. Voy a seguir su consejo; voy a ir con calma a Los Olvidos,  voy a platicar con Don Marcelino y a revisar lo que no he visto.

¿Puedo venir a verla?

Tú no me tienes que pedir permiso  para venir a verme, niño. Ya te dije que aunque me des tanta lata, te quiero mucho. Ven todo lo que quieras, pero eso sí, siempre y cuando me traigas mis Yolis heladas.

Salí del Faro como a las tres y media de la tarde. Estaba un poco cansado. Decidí irme directo al Pierre Marqués para estar tranquilo hasta que se pusiera el sol. Llegué poco más de media hora después, saludé a las señoritas de la recepción, y pedí una copa de vino blanco en el bar para luego dirigirme a uno de los toldos,  sentarme a ver el mar y ordenar mis ideas.

Al ir apagándose la tarde, el mar se convertía en un caleidoscopio de tonalidades caprichosas; no hacía calor y corría una  brisa deliciosa. Estaba yo  distraído cuando escuché acercarse  cantando la inconfundible voz de un señor  en la playa desde muchos años atrás; había ido perdiendo la vista y ahora lo ayudaba un nietecito suyo que recogía lo que su abuelito ganaba por cantar. Cuando se acercaron donde yo estaba, lo saludé y reconoció mi voz. 

Hola joven, ¿cómo ha estado?

Bien Don Pano, ¿y usted?

Aquí cantando como siempre; ya ve usted que ahora me acompaña mi nietecito, se llama  Ricardo.

Hola Ricardo.

Hola joven.

¿Se quiere sentar aquí tantito, Don Pano?

Sí joven,  con mucho gusto.

¿Quieren tomar algo?

No joven, muchas gracias.

Con confianza Don Pano; ¿tu Ricardo, quieres un refresco?

El pequeño le preguntó a su abuelito que le dio permiso.

¿Puedo pedir una Pepsi?

Claro que sí. 

Le pedí al joven que atendía en los toldos que, por favor, trajera otra copa de vino blanco y una Pepsi para el niñito.

¿Qué anda haciendo por aquí, joven?

Lo de siempre, enamorado de Acapulco.

¿Nada más de Acapulco?

De pronto no supe qué contestarle, pensando que era la clásica conversación ligera como para pasar el rato sin más, pero Don Pano,  que a pesar de su invidencia, sí veía, interpretó mi silencio y esbozando una sonrisa luminosa, me dijo:

O sea mi joven, que no nada más está enamorado de Acapulco; ya hay alguien más…

La verdad no sé,  Don Marcelo, entre otras cosas por eso vine a la playa, para poner en orden la cabeza.

Ay querido joven,  cuando el corazón entra en acción, lo mejor es seguirlo porque los sentimientos no se gobiernan con la cabeza, no  se piensan, se sienten.

¿Quiere que le cante su “bésame mucho”?

Entre Don Pano  y yo se había hecho toda una tradición siempre que nos veíamos, que cantara esa canción de Consuelito Velázquez. Se la había yo oído cantar a todos los cantantes  imaginables, pero ninguno la cantaba como Don Pano con su guitarra y acompañado por el coro de las olas.

Pulsó su guitarra y comenzó a cantar imprimiéndole el sello de sus sentimientos que hacían de su interpretación un privilegio para quien lo escuchaba, como ahora lo hacíamos su nietecito y yo…

“Bésame, bésame mucho, como si fuera esta noche la última vez; bésame, bésame mucho, que tengo miedo a perderte, perderte después…”.

Espero que le haya gustado güerito, y ahora con su permiso, vamos a seguirle.

Él siempre pedía lo que le quisieran dar por cantar, y cada vez, yo le decía que la belleza de su arte no tenía precio; esta vez se lo dije directamente a su nietecito que tenía motivos sobrados para sentirse orgulloso de su abuelo.

Los vi alejarse hacia el revolcadero en tanto la tonada y su letra se quedaron conmigo…

Mientras el sol se preparaba para irse a descansar,  la imagen de mi viejo amigo guiado por su nietecito se fue perdiendo en la distancia mientras yo sentía  que esta vez,  “bésame mucho” me había sido dedicada. Esa canción que con su bella tonada y su sencilla letra le había dado la vuelta al mundo  muchas veces y tantas otras a través  del tiempo; del pasado, el presente y el futuro.

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