Los Olvidos | Parte 24

Aprovechando las vacaciones de fin de año de 1976, estuve yendo con más frecuencia a visitar Los Olvidos. Desde que don Marcelino había dispuesto las dos cajas con cartas, tarjetas, álbumes y diarios en la habitación principal,...

12 de febrero, 2021 Los Olvidos

Aprovechando las vacaciones de fin de año de 1976, estuve yendo con más frecuencia a visitar Los Olvidos.

Desde que don Marcelino había dispuesto las dos cajas con cartas, tarjetas, álbumes y diarios en la habitación principal, nunca había yo vaciado la totalidad de su contenido. Esta vez fue un día entre semana que se me ocurrió vaciar las dos cajas con extremo cuidado, colocando su contenido sobre el tocador y sobre su banquita. No solamente había tres diarios sino cuatro, de los que hasta entonces había yo revisado únicamente el de 1942 que comenzaba con una entrega de junio de aquel año.

Yo había visto otro diario de 1934 y otro más de 1951, pero no había visto otro de 1943 que estaba en la otra caja, al lado de una carpeta que contenía textos redactados como anotaciones diarias, pero sin el orden cronológico de los otros diarios, y en hojas que,  aun estando sujetas dentro de las pastas de esa carpeta, podían desprenderse con facilidad y algunas carecían de fecha. Había tres álbumes grandes y uno más pequeño, la gran mayoría con retratos en blanco y negro, aunque tenía algunos pocos estaban  a color.

Pensé que si leía yo primero los diarios, las hojas sueltas y la correspondencia, podría entender mejor los álbumes que, sin embargo, tenían al pie de muchas de sus fotografías alguna referencia en letras blancas al pie de las imágenes, en lo que era una práctica común en aquellos tiempos.

En la caja que contenía los álbumes y los otros dos  diarios (el de 1943 y la carpeta con hojas agrupadas en desorden), había un total de 17 paquetes de cartas y tarjetas postales en grupos cuya cantidad variaba de diez hasta poco más de veinte por paquete. Habiendo devuelto todo a sus cajas originales, tomé el diario de 1943 y lo abrí al azar en la entrega correspondiente al jueves 4 de febrero  de 1943.

Acapulco,  jueves 4 de febrero de 1943

Querido diario,

¿Por dónde podría comenzar a contarte  de la maravillosa fiesta del sábado pasado?

La casa  totalmente iluminada,  parecía un gran crucero transoceánico  en su viaje inaugural.

La luna llena resplandecía en un cielo libre de nubes y se reflejaba  sobre el mar iluminando la escollera sobre la que las olas vanidosas  cambiaban su vestido con cada golpe del mar.

Los  invitados fueron llegando a partir de las siete de la noche, cuando ya había oscurecido porque en esta época del año anochece más temprano.

La orquesta de Glenn Miller estuvo ambientando con  música de fondo desde que comenzaron a llegar los invitados mientras Glenn recorría la casa con mi papá, acompañados de Teddy Stauffer y el actor John Wayne.

Glenn le dijo a mi  papá que en una semana se regresa a Estados Unidos para reportarse a la  fuerza aérea porque quiere darse de alta para servir con su  orquesta en Europa; tienen programado actuar en Paris que está muy cerca de su liberación. 

A mi papá le encanta dar recorridos por la casa a sus invitados, para  ver lo mucho que les gusta a todos.

Lo que más le divierte, es llevarlos al extremo superior de la casa junto a la pérgola de lo que él llama “la popa”, porque todo el mundo se sorprende de lo claro y cerca que se escucha la música desde la saliente del corredor de entrada.

Papá pone cara de niño travieso y les dice muy orgulloso que la acústica de la casa fue una idea suya que supo hacer realidad el arquitecto suizo  Max Weber que estuvo a cargo del diseño.

Como anfitriona, mi mamá es de veras única. Calculando que vendría mucha gente, no dispuso mesas con asiento para todos, sino que mandó  poner algunas mesas bajo la pérgola  de la “popa”  y otras tres o cuatro sobre la “cubierta de estribor”  que mira hacia el palmar y a playa la Angosta.

Para comodidad de  los invitados dispuso que se pusieran sillas y mesitas adicionales a las pequeñas áreas de descanso  que hay fuera de cada habitación, de manera que había  pequeños grupos que verdaderamente se lo pasaron como si estuvieran en su casa, o en un crucero.

Se sirvieron en abundancia bocadillos fríos y calientes que los invitados podían disfrutar sin tener que sentarse a una mesa; los meseros atendían a todos con esmero, pasando muy elegantes con sus filipinas blancas y pantalones negros, llevando charolas de plata con cocteles muy variados.

También había hieleras con botellas de champaña dispuestas por los corredores, junto a los pequeños grupos de  invitados, de las que los amables meseros estaban atentos para servir las copas y sustituir las botellas oportunamente.

De entre tantos invitados yo solamente conocía a dos o tres, entre ellos al señor Barnard, al señor Maxwell con el que papá trabajó en Real del Monte desde que llegó a México de Inglaterra; a Teddy Stauffer,  a Hedy Lamarr y a John Wayne.

Todos los hombres vestían de smoking, casi todos con sacos claros en tanto las damas llevaban vestidos largos de variados colores suaves, con  telas ligeras, todos muy bonitos.

Mi mamá estaba resplandeciente con un vestido color marfil; al transitar entre los invitados asegurándose de que estuvieran bien  atendidos,  parecía flotar sin tocar el  piso.

Ya estando avanzada la noche, con la  luna en lo alto del cielo, vi a un joven que estaba asomado viendo el mar recargado en una barandilla de los arcos que hay en la terraza principal; no lo conozco, pero además no iba vestido de etiqueta sino con pantalón blanco,  largo y una camisa clara de algodón; no exactamente apropiado para una fiesta así. 

¡De pronto se volvió hacia donde yo estaba y me sonrió con la mayor naturalidad del mundo! 

En ese momento estaba cerca mi  mamá y le pregunté quién era ese joven; ella  miró en la dirección que le  había yo señalado, pero él ya no estaba.

Me sorprendió ver a alguien así, tan joven, porque en la fiesta había únicamente amigos de mis papás; no creo que ninguno de los invitados llevara a sus hijos, y de haber sido  así, habría estado vestido para la ocasión.

Lo cierto es que no se veía mal y lo que menos me importaba era si estaba vestido como los demás invitados o no.

Tenía un aire de misterio, no sé por qué; parecía tener alrededor de veinticinco a treinta  años más o menos;  tenía  el cabello ondulado, más bien corto.

Si hubiera tenido alguna mala intención, no me hubiera ni sonreído, aunque tampoco creo que se hubiera echado a correr; no pareció sorprendido cuando nos vimos sino relajado y tranquilo.

Me dio la impresión de haberlo visto en otras ocasiones, incluso en la casa, pero eso era del todo imposible,  porque de otro modo, yo lo conocería.

Ayer le pregunté a mi mamá  si sabía quién podría ser ese chico, o tal vez mi papá podría saber.

Los dos me dijeron que seguramente lo imaginé, porque habían asistido únicamente conocidos suyos que no llevaron a ninguno de sus hijos, y en la puerta no hubieran dejado pasar a nadie que no estuviera en la  lista de invitados.

Yo insistí diciéndoles que hasta me  sonrió con la mayor naturalidad; podría describirlo sin problema  porque no se pareció sorprendido ni atemorizado; por eso lo pude ver suficiente tiempo como para poder identificarlo si lo volviera a ver.

Mi mamá hasta me hizo una broma,  diciéndome que a la mejor era un pretendiente audaz que había ido a la casa para poder bailar conmigo y luego desaparecer como en un cuento, que debería yo buscar si se le había caído un zapato al  irse de la casa.

Un poco molesta le dije a mi mamá que en el cuento era la cenicienta la que salía a toda prisa y dejaba un zapato de cristal en su huida. 

Querida Matilda, dijo mi mamá, yo creo que fue  un efecto de la luna llena combinada con Moonlight serenade que te hizo imaginar un enamorado misterioso…

Yo les dije que me tomaran en serio, que no había yo imaginado nada y que si no me creían, le preguntaran a alguno de los invitados si habían visto a ese joven.

Luego de fracasar con mis papás en mi esfuerzo de detective, seguí pensando en él;  no tenía aspecto de ladrón y, si lo fuera, no se habría expuesto tan desaprensivamente como si fuera un invitado más pero vestido de una forma totalmente casual que lo hacía destacar por contraste con los demás asistentes.

Un buen ladrón trata de pasar desapercibido y no lo contrario.

El daba la impresión de que no le importaba si lo veían o no, pero cuando nos vimos, al sonreírme me lleva a pensar que quería verme a mí.

Dirás que estoy loca, pero lo cierto es que tenía lindos ojos, una mirada dulce llena de picardía.

¿Si quería verme a mí, por qué no se acercó a hablar?

No falta nada en la casa y ningún invitado reportó haber perdido algo.

Puedo decirte, querido diario, que ese joven lo único que tiene de ladrón es que me ha robado la calma porque no puedo dejar de pensar en su aspecto ni de buscar una explicación para su presencia en una fiesta a la que no fue invitado y ni parecía importarle.

Cuando lo vi no tenía ninguna copa en la mano ni nada por el estilo.

Se le veía ensimismado, concentrado en “lo suyo”, y sin temor de ser descubierto como intruso.

¡Además,  pensándolo bien, tampoco parecía intruso!

Y para colmo, creo que me cayó bien; me gustó su sonrisa y la luz  en sus ojos.

¿De qué te estoy hablando querido diario?

Puede que mis papás tengan algo de razón y que  la luna llena más la música suave acompañada del sonido del mar, y la placidez de  las parejas que bailaron casi hasta salir el sol, crearon un ambiente propicio que me pudo hacer imaginar todo esto.

¿Estoy tratando de convencerme yo  sola de que no vi lo que vi?

Me siento infantil  de estar obsesionada con algo así.

¿Estoy escribiendo tonterías?

Puede que sean tonterías, pero  en estos días desde la  “aparición” del misterioso joven,  cada vez que lo  recuerdo, sonrío sin poder evitarlo.

¿Volveré a verlo?

Buenas noches querido diario, y no me hagas mucho caso.

M.C.

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