Los Olvidos – Parte 16

Doña Rosita Salas se veía resplandeciente sentada en su banca de huanacaxtle, con su abanico de flores y su hermoso cabello blanco y  sedoso atado en un solo chongo a diferencia de la fotografía que enmarcaba su...

2 de diciembre, 2020 los olvidos

Doña Rosita Salas se veía resplandeciente sentada en su banca de huanacaxtle, con su abanico de flores y su hermoso cabello blanco y  sedoso atado en un solo chongo a diferencia de la fotografía que enmarcaba su belleza con la imagen de su juventud cuando trabajaba en El Mirador. La duplicidad de imágenes. La joven Rosa con trenzas oscuras y gruesas, miraba desde el mural a doña Rosita, la matriarcal,  la misma que cuando la conocí por primera vez, me dijo que esa joven que me parecía tan guapa,  había sido ella.

Esta vez, sentado en  el vestíbulo de El Faro,  no pude evitar imaginarme a los otros personajes del mural,  departiendo por los corredores y terrazas de Los Olvidos, bailando al ritmo de  los acordes de la orquesta de Glenn Miller, hipnotizados por el reflejo de la luna llena sobre el mar, donde seguramente parecía extenderse un camino de plata que podría navegarse  hasta llegar a las lejanas y misteriosas islas del Sur.

¿Le molesta si fumo, doña Rosita?

¿De cuándo acá fumas tú, escuincle?

No es que fume, doña Rosita, sino que me regalaron este puro y se me antojaba platicármelo aquí con usted.

¡Ay chamaco!, fúmate esa cosa; me vas a recordar a don Carlos Barnard que luego se sentaba en el lobby del Mirador escuchando la música del piano  y el canto del mar, mientras estaba fume y fume sus puros. Sus puros perfumaban a vainilla desde la recepción hasta la terraza donde está la placa que pusimos cuando se inauguró el hotel contra todos los pronósticos de quienes decían que ¡haberlo construido hasta la quebrada era un error!

Bien dice esa placa: “La visión no es locura”.

Para ser un error, le resultó bastante acertado, y cuando llegó “Solovino” desde Alemania  a crear La Perla, los clavadistas se hicieron mundialmente famosos. Seguro has visto las firmas de todos los grandes personajes que venían a La Perla y dejaban boquiabiertos a los turistas y a nosotros. Don Carlos Barnard tenía una especie de imán que atraía gentes que querían sentarse a su lado y mirar el mar mientras el fumaba y fumaba sus puros con olor a vainilla y les contaba sus aventuras feliz de la vida.

¿Quién era Solovino, doña Rosita?- Doña Rosita alzó la vista al infinito y soltó una carcajada musical. Luego me dijo:

Solovino le pusimos a Don Teddy Stauffer que llegó aquí a Acapulco y ¡adivina dónde vivió!

No tengo idea.

¿Pues dónde crees?, aquí mero en El Faro, ¡el más fresco de Acapulco! ¿No te has fijado cómo contesta el teléfono Don Alejandro?

Sí, doña Rosita, claro que lo he oído, no falla; siempre que contesta el teléfono es lo primero que dice: Hotel El Faro; ¡el más fresco de Acapulco!

¿Y sabes qué, hijo? Es cierto que es el más fresco, porque lo construyeron justo donde se hizo la voladura del cerro que impedía el paso de la brisa hacia Acapulco.

¡Debe haber sido una obra de romanos!

¿Te imaginas, hijo? Quitar toneladas de peñascos y tierra sin maquinaria y a lomo de mula… Comenzaron a golpe de martillo y cincel en la época de la colonia, pero dejaron los trabajos muchísimo tiempo, hasta que en la época  de don Porfirio le entraron con dinamita y fue menos difícil abrir ese espacio a la brisa y en ese paso fue construido El Faro.

Mientras escuchaba yo a Doña Rosita, quité la envoltura de celofán y cedro a mi puro, mordí el extremo y lo encendí con un encendedor que me prestó un huésped.

Ahora sí quiero mi Yoli chamaco, porque a juzgar por tu cosa esa,  piensas tenerme aquí un buen rato. Que esté bien fría como la otra vez, ¿sí?

Claro Doña Rosita, ahí le encargo mi puro.

Sí, pero  déjalo lejecitos porque no me lo quiero fumar yo.

Lo dejé en el escritorio de la recepción sobre un cenicero del Mirador y fui corriendo por la Yoli bien fría.

¿Qué novedad me traes, niño?

¿Cómo sabe que le traigo alguna novedad?

¡A poco no!

Bueno, doña Rosita, más o menos.

Mi querida amiga comenzó a saborear su Yoli con verdadero gusto y me dijo:

¿Me quieres decir cosas de Los Olvidos, verdad?

¿Cómo sabe Doña Rosita?

¿Cómo sé? 

Sabía desde el otro día que llegaste aquí sin poder pensar en otra cosa ni hablar de otra cosa.

¿Te acuerdas cuando te conocí?

Claro, doña Rosita.

Llegaste igual que otros jóvenes antes que tú. Así llegó Teddy Stauffer del que nadie sabía nada y luego se hizo parte de Acapulco;  así llegó un americano que se llamaba John Harding que “nada más” vino de vacaciones y sin más ni más, mientras se tomaba unos whiskeys en el Mirador, decidió construir el Casablanca sobre el cerro de la Pinzona, aquí cerquita. Así llegaron los artistas que compraron el Flamingos y quedaron cautivados por este puerto que a muy pocos les revela sus secretos. Diego  Rivera también cayó bajo el hechizo de las sirenas, y desde ahí arribita (se ve desde aquí), se asomaba a ver mi Faro  hasta que un día vino y se sentó a platicar conmigo. Desde el primer día que viniste al Faro, lo primero que hiciste fue preguntarle a Alejandro sobre las placas conmemorativas que están aquí afuera; y Alejandro, que casi no le gusta platicar sus anécdotas, estaba encantado de tenerte como su público. 

Pues fíjese usted que don Marcelino, el cuidador de Los Olvidos, me permitió revisar algunas cosas que quedaban del dueño original; algunos diarios,  álbumes,  cartas y tarjetas postales, periódicos y revistas y algunos otros objetos.

¿Y qué encontraste ahí hijo?

Híjole, doña Rosita, no sé ni por dónde comenzar a decirle. Esa casa me atrae mucho, no sé ni por qué.

Doña Rosita me miraba con atención y me escuchaba como si supiera de antemano lo que le iba yo a decir.

Desde el día que llamé a la puerta por primera vez, al ir recorriendo sus pasillos, sus terrazas, su palmar, me asombró que pudiera verse tan hermosa desde lejos, y tan viva,  a pesar de estar prácticamente vacía y deteriorada. Me pasaron cosas que si se las contara, ni me las creería usted.

Doña Rosita sin decir palabra, me miraba en silencio animándome a decirle lo que quisiera yo.

La última vez que estuve ahí, leí la primera entrada de un diario escrito en inglés por una mujer,  una mujer muy enamorada. Hay tres diarios. El que yo abrí primero es de 1942, de junio de 1942. Imagino que los primeros meses de ese año deben estar en otro diario, o bien  comenzó a llevar un  diario a finales de junio de ese año. La primera entrada no  es muy larga y está firmada por M.C. 

Al ver a Doña Rosita escuchándome, me daba la impresión de que no le estaba yo diciendo nada nuevo; que sabía lo que le iba yo a decir, pero quería abrirme su comprensión viendo lo mucho que todo esto me importaba.

¿Y qué más, hijito?

Cuando estaba yo leyendo el diario, se cayó una fotografía que estaba guardada ahí; la levanté del piso y vi que tenía la imagen  en blanco y negro de una  pareja joven; estaban de pie junto al timón de barco que hay en la terraza del Mirador.

¿La trajiste?

Sí, doña Rosita. ¿Cómo supo?

Pues ya ves, sabe más la diabla por vieja que por diabla. A ver, enséñame tu foto.

Saqué  el retrato de un sobre de papel que traía yo en la bolsa de mi camisa, y se lo di. Ella sostuvo el sobrecito sin abrirlo, mirándome  al mismo tiempo mientras me decía:

Ay niño; a estas alturas debería yo haber aprendido a no andar abriendo puertas al pasado.

Entrecerró los ojos mientras palpaba el interior del sobre e iba sacando la  fotografía con mucho cuidado; como si presintiera lo que iba a ver. Volvió a meter la fotografía en el sobre sin haberla visto, y poniéndola sobre su regazo me dijo:

Tú deberías andar dando guerra con tus amigos en la playa y en las dichosas discotecas en vez de andar visitando viejitas como yo o lugares como Los Olvidos. ¿Qué chiste le hallas?

No sé, doña Rosita.

Volvió a entrecerrar los ojos y sacó el retrato del sobrecito; puso el sobre en  la mesa que nadie se podía robar (ni queriendo), y sacó de su bolso unos lentes de leer. Por fin se dispuso a mirar la fotografía. Se la acercó para poder verla bien y entonces pude darme cuenta de que estaba emocionada. Sacó un pañuelito de su bolso, se quitó los anteojos y se secó las lágrimas. Me dirigió una mirada que parecía querer decirme muchísimas cosas.

Perdóname, hijo. Los viejos nos emocionamos muy fácilmente con cualquier cosa.

Sosteniendo la fotografía con las dos manos,  su vista se perdió en el infinito y dejó escapar un suspiro. Se puso sus lentes de nuevo y volvió a mirar el retrato.

No la había yo  vuelto a ver desde el día que don Carlos Barnard tomó ese retrato.

¿Sabe usted quién es ella?

Me miró y me  sonrió  con ternura. Me respondió que sí, que la había conocido desde que era una niña y que después del día en que ese retrato fue tomado, no la había vuelto a ver. No tenía yo palabras ni quería irrumpir insistiendo con mi curiosidad, de manera que permanecí sentado sin decir nada. Doña Rosita volvió a suspirar profundamente y como si le hablara  a la joven de la imagen, dijo en voz tan suave, apenas como un murmullo: 

Matilda… mi niña Matilda.

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