Se dice, y no sin razón, que en la obra de Alfonso Reyes se puede encontrar todo cuanto atañe a hombres y a dioses, que nada escapa a su curiosidad ni a su imaginación casi absolutas; es cierto, los caballos son, por ejemplo, en la imaginería y la pluma de Reyes personajes entrañables y figuras poderosas.
Alfonso era hijo de Bernardo Reyes, general que pareciera el sucesor natural de Porfirio Díaz, combatiente del arma de caballería y sin asomo de duda, la persona más influyente en la vida del escritor; no es casual ni lejano que el mexicano universal dedicara tantas páginas a rememorar y cultivar la potencia del caballo a quien trata, nunca como una bestia, sino como alguien cercano al hombre y a veces superior en muchos aspectos. En su relato “Diálogo de Aquiles y Elena”, aparecido en su libro “El Plano Oblicuo”, Reyes imagina a ambos personajes homéricos en charla sobre sus asuntos y se pregunta, respecto a Aquiles que hay “quien asegura que lo ha visto confiando sus secretos a los caballos de su carro y que lo ha sorprendido cuchicheando a sus orejas: Pero no se lo digas a nadie, ni siquiera a Patroclo”; porque hay que decirlo de una vez, en el escritor está presente el amor al equino que solo puede experimentar el jinete, esa particular correlación de intenciones, fuerza y belleza que sólo se logra en el trote y el galope; por eso, las metáforas sobre el caballo y el jinete son frecuentes y sus referencias también; al mencionar el calor de la canícula dice que “las crines de los caballos penden como una lámina metálica” y descubre, a cada paso inéditas posibilidades plásticas para la belleza del compañero.
Nunca el caballo es para Reyes sólo eso, siempre es un símbolo y una presencia que encierra el misterio, el poder, la fuerza, la generosidad y no solo a través del viejo truco del antropomorfismo, como se trata en la fábula y en el cuento infantil, más allá de eso, el equino es presencia viva y suficiente en sí misma, por eso lo recuerda dotado de movimiento en su cuento “Los desaparecidos”, publicado también en “El plano oblicuo”, rememora que, “para el que quiere huir como en el Mezengerstein de Edgar Allan Poe, los caballos de los tapices se animan y se hacen de carne”.
Pero aún cuando la valoración estética del caballo resulta importante en Reyes, lo es más su sentido moral y hasta emotivo; en su resumen histórico del siglo XIX, “Historia de un siglo”, afirma que “el caballo de Napoleón había pisoteado el mapa de Europa” y cuando vuelve sobre el amargo imperio de los cien días, trae a la página al Emperador desembarcando en Porto Ferrajo, hospedándose en la Casa Municipal y luego de rechazar el banquete que se le ofrece comienza a recorrer sus dominios, a caballo; no puede Reyes disminuir al amigo a nivel de un transporte o un arma, incluso en el mismo libro recuerda que el Emperador se había hecho exiliar con sus caballos pues en ellos había encontrado más lealtad que en muchos de sus cortesanos de las primeras horas de gloria, algunos de ellos todavía pueden ser recordados por sus nombres, Wagram, un tordillo así bautizado en honor de la batalla; Emir, del mismo pelaje y con el que hizo su entrada victoriosa en Madrid; Gonzalve con quien hizo la batalla de Brienne; Roitelet a quien amaba por haber sido su confidente en la triste retirada de Rusia y Taurio e Intendente, ambos regalos del Zar en los tiempos de su fallida alianza.
Pero es sin duda en su obra poética donde queda patente con mayor claridad la relación que tuvieron el caballo y el escritor a lo largo de la vida; en uno de sus poemas épicos de largo aliento, Villa de Unión, entrañable para él pues narra la mayor hazaña guerrera de su padre y lo dedica a su hijo, rompe la simpleza del antropomorfismo para convertir al caballo en una especie de semidiós de la solidaridad y la entrega.
En diciembre de 1934, en Río de Janeiro, durante la que sería su época más introspectiva, Reyes publica el poema “Los caballos”, en el que resume y confiesa su amor por esa especie y pone una marca indeleble en su memoria; sabemos por sus versos que su infancia estuvo rodeada de caballos y que el primero de ellos, “un alzan de trote largo”, se llamaba “Grano de Oro”; es en ese poema además, en el que Reyes acuña uno de sus versos más logrados y que hace las veces de estribillo en el conjunto poético:
Los caballos lamían largamente
el salitre de las paredes.
Sabemos también de la más profunda de sus amistades no humanas, que asimismo compartiría con los perros, su caballo más querido, el “brioso Lucero, mi leal verdadero” y que entra a la historia de la literatura nacional como ejemplo de humanidad y sensibilidad:
Pequeño y retinto,
nervioso y fino,
con la mancha blanca en la frente…
Nunca tuve mejor amigo,
nunca he tratado mejor gente.
Después vinieron el Tapatío y el Pinto, el Gallo, el Carey y el Zar que fue la montura en la que don Bernardo salió al encuentro con la muerte; en fin, como dijo el propio don Alfonso, “que Dios escoja los suyos”.
Pero detengámonos aquí de una vez que la relación y la memoria amenazan con ser mucho más largas de lo que el espacio de la lectura recomienda y quedémonos con el sentimiento que compartimos con ellos, nuestros leales verdaderos.
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