La palabra es un juguete

Tras bambalinas, como se dice en el mundo del teatro, es el lugar donde se cocinan las obras del ingenio humano. No está el respetable para saberlo, pero los colaboradores que gracias a la generosidad de este...

11 de mayo, 2021

Tras bambalinas, como se dice en el mundo del teatro, es el lugar donde se cocinan las obras del ingenio humano. No está el respetable para saberlo, pero los colaboradores que gracias a la generosidad de este espacio vertimos nuestras palabras de manera habitual –la tan fina la metáfora que tenía preparada con los ríos de tinta ya no sirve de mucho–, tenemos una “sala de conversación” (que sería la forma de llamar en español al consabido chat que tal vez algún día, si el uso y la práctica lo autorizan, tenga carta de naturalización en el diccionario). En esa sala virtual se cocinan las pláticas, se comparten ideas y puntos de vista y, desde luego, también palabras. Es algo así como el cajón del sastre donde tiramos los retazos y los hilos, donde se dejan las agujas; algo como el gran fogón donde alguno tira una cebolla y otro más un tocino para generar este guiso colectivo que, esperamos, siempre satisfaga el hambre de información y nuestra necesidad de cocinarla. En ella, como en todos los casos en que las redacciones de mínimos mensajes se ven sometidos a la tiranía de la inteligencia artificial –que a veces no es tan lista– en el formato de corrector ortográfico, sufrimos sus ataques y algunos de ellos resultan hilarantes. Hace poco nos sucedió y la plática fue derivando del inocente error ortográfico a los diccionarios ficticios, juguetones y a veces chocarreros con que algunas buenas y magníficas plumas han tendido trucos y transformado las palabras.

Diccionarios de esos hay varios, pero entonces y ahora me refiero a algunos de mis preferidos: el de Coll, editado en España hace ya décadas y que ahora resulta una rareza editorial; el Diccionario del Diablo, escrito por Ambroce Bierce, el escritor norteamericano al que Carlos Fuentes convirtió en mito cuando lo bautizó como el “Gringo Viejo” y al Diccionario de lugares comunes de Flaubert. Como se aprecia, en todos lados se cuecen habas y a los escritores de todo el mundo les da por jugar con sus instrumentos de trabajo. Alfonso Reyes dedicó algunas páginas a sus jitanjáforas, poemas sin sentido basados solo en la sonoridad de los vocablos y escribió alguno sobre una palabra a la que tuvo que desnaturalizar para llenarla de todo contenido posible en El canto del Jalibut… “por la orillita del mar flordelicado los negros cantan jalibut”.

Si bien es cierto que en ningún caso y por ningún motivo la palabra “ocupar” es sinónimo de “necesitar” y nadie en realidad jamás “ocupa tomar un taxi”, sino “necesita tomar un taxi”, o que el principio activo del verbo presidir es presidente –dícese del que preside – y nunca presidenta, como tampoco se puede decir atacanta o ignoranta, aunque el lenguaje incluyente merezca reflexión aparte; también es verdad que las palabras nos ocultan juegos y bromas que, de hecho, nunca son inocentes sino siempre van dirigidos a zaherir errores y defectos propios, ajenos y colectivos. El ingenio con las palabras es ejercicio conocido de algunas plumas, como la invitación de George Bernard Shaw a su amigo, el Primer Ministro Winston Churchiill, convocándolo a la primer función de su nueva obra de teatro y conminando a llevar a un amigo “si lo tiene…”, y la respuesta del estadista excusándose por no poder asistir en esa ocasión pero ofreciendo ir a la segunda “si la hay…”; Camilo José Cela diputado a Cortes en España que roncaba plácidamente en su curul sin mayor culpa porque decía que no estaba dormido sino durmiendo pues no es lo mismo “estar jodido que estar jodiendo”, más ruda la respuesta de Salvador Novo a alguna provocación de Luis Spota, 21 años más joven el segundo y que me parece que no sabía con quién se estaba metiendo y que recibió un acre epigrama… “que en el apellido paterno lleva el oficio materno”. En fin, como dice mi mujer, sabia mujer, madre de mis hijos y a la que le dedico estas palabras en un sentido 10 de mayo, a veces, solo a veces, “entre broma y broma, la verdad se asoma”. 

Porque nuestros tiempos parecieran no estar para bromas, pero qué va, al contrario, si no ejercemos el humor, si no nos aventuramos a encontrar dobles  y triples significados a la realidad, ya el encierro nos hubiera dejado más locos –estultos decía Erasmo de Rotterdam–. Así que revisando y reanudando lecturas doy con definiciones como estas de Coll: “administraidor”, el que maneja los bienes ajenos quedándose con buena parte de ellos y que más o menos nos hace pensar en los que debiendo dar mantenimiento a una columna se lo gastan en otra cosa, por ejemplo; o “virgilante”, aquella que está despierta o vela para no perder su virginidad en un descuido pero que, en cambio, se le escapan los perversos y pervertidos que empujan ballenas con las manos con el macabro propósito de hacerlas caer; si para todo hay, como “calmaleón”, voz destinada a calmar a las fieras y que bien visto se puede aplicar a la multiforme y policrómática charla de cada mañana destinada a disimular nuestros problemas.

Bierce, después de todo, atribuye al Diablo las voces de su diccionario, va más a fondo, no tortura la forma de las palabras pero sí su significado ,y por ejemplo, como si tuviera máquina del tiempo y nos hubiera visitado en la semana dice que un “conservador” es alguien que está enamorado de los males existentes a diferencia del liberal que quiere sustituirlos por otros nuevos. Incluso define “logro” como la muerte del esfuerzo y el inicio del desencanto. Pero basta ya, que me fatigo de redefinir este mundo que nos tocó en suerte que requiere más hechos que palabras y me vuelvo a mi viejo amigo Joan Manuel Serrat, que sigue insistiendo con aquello de que “puestos a escoger prefiero… las voces de la calle que las del diccionario y un lunar de tu cara que la pinacoteca nacional”.

Derrepronto me llaman a comer, que tengas buena fortuna, amigo lector.

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