Rafael Alberti, decía sobre las palabras y la guerra, “qué dolor de papeles que ha de barrer el viento, qué tristeza de tinta que ha de borrar el agua”, porque en el fondo la guerra –sin importar la forma de gobierna que sea– se hace contra las palabras y contra las razones y argumentos. La guerra no es nunca un método ni una estrategia. Ésta se vuelve un fin en sí mismo, una especie de monstruo viviente que toma su propia fuerza y espiral de odio y destrucción con lógica –si es que puede llamarse de esa manera– independientemente de los contendientes y de los resultados. Edmund Blunden, el poeta inglés asesinado en las trincheras de la Primera Guerra Mundial, decía que ningún ejército habría ganado la guerra ni podría ganarla, sino que más bien, la guerra había ganado.
Por eso son particularmente dolorosas las muertes de los poetas en los conflictos bélicos. Porque si no es a ellos, ¿a quién podríamos dirigirnos en busca de la belleza en medio de la destrucción?, ¿a quién implorarle las palabras que nos hablen de la memoria antes de la sangre y el fuego?, ¿a quién pedirle que sueñe la esperanza del mundo que vendrá cuando se levanten las ciudades desde las ruinas de los bombardeos y los campos barridos por el napalm puedan de nuevo dar frutos?
La insurrección franquista se llevó a Miguel Hernández, a Federico García Lorca y a Antonio Machado; sin contar a los muchos que tuvieron que morir fuera de su patria. Por su parte, las dictaduras latinoamericanas se ensañaron con los poetas: mataron de tristeza a Neruda y de bala a Victor Jara. La Primera Guerra mundial se llevó a Edward Thomas, a Rupert Brooke, a Isaac Rosenberg, a Wilfred Owen, a Francis Ledwige, a Julian Grenfell, a Charles Sorley y a T. E. Hulme. El estalinismo, en una sola noche alucinante asesinó a las más diáfanas plumas en lengua yiddish de la Unión Soviética como Markish, Hofstein, Fefer, Kvitko, Bergelson, Zuskin, Talmy, Vatenberg y Emilia Teumin.
Si algún gran enemigo tiene la palabra es sin duda el fascismo. El propio fenómeno nazi fue un enorme silencio para oprimir la palabra, desde la pequeña cronista Anne Frank, hasta Frans hessel, Max Jacob, Janusz Korczak, Arno Nadel, Irene Nemirovsky, Gruno Schulz –asesinado a tiros en plena calle– David Vogel, todos ellos muertos en campos de exterminio o en salas de tortura o fusilados a media calle. Ellos más los que no pudieron con los estigmas de la violencia y la segregación y que se suicidaron por las huellas implacables de sus verdugos, como Walter Benjamin, Primo Levi, Ernst Weiss y Stefan Zweig.
Ningún poeta canta la grandeza de la guerra ni la belleza del combate, sino por el contrario, cantan lo que se ha perdido: las tardes de sol y esperanza y el retorno de la amada; los valores por los que vale la pena apostarlo y aún perderlo todo: la libertad y la justicia, por ejemplo, pero no los campos sembrados de muertos infértiles. Los poetas no cantan la destrucción sino la vida. Por eso resplandece el libro de Remarque, Sin novedad en el frente, como el alegato contra el belicismo y el derecho de los hombres a vivir y morir en paz.
Acaso sea que la guerra de España contra el fascismo y la rebelión, así como la defensa de la cultura occidental frente al totalitarismo encarnado en los Nazis; las revoluciones latinoamericanas contra sus férreas y violentas dictaduras, las guerras contra el colonialismo europeo; todas ellas enfrentaban valores y formas de visualizar el honor y por eso aprendimos a leer su épica y a visualizar su enormidad heroica, perdiendo de vista que en el fondo todo conflicto armado es una vergüenza enorme, una pérdida absoluta y una negación de nuestra razón como especie civilizada.
Volvamos al lamento de Alberti frente a la crueldad y el desamparo de la guerra, a su visión del mundo vuelto al revés, dejando mostrar sus más horrendas costuras, como todos los poetas que no vieron el final de los conflictos y que los volvieron víctimas: “Siento esta noche heridas de muerte las palabras”.
@cesarbc70
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