Alguien se acerca con el propósito de siempre. Con el único propósito posible, si debo aclarar. Puedo percibir el sutil crujido de los guijarros, producto del peso que ejerce sobre ellos el cuerpo armado y las sandalias de piel, justo desde donde me encuentro. Sobra decir que a través del tiempo he aprendido a hacerlo; los años me han enseñado a permanecer alerta. A observar las cambiantes sombras, las naves que llegan con las blancas olas, a escuchar las respiraciones pausadas, los susurros ahogados intentando pasar desapercibidos. Observando, escuchando, tanto en las frescas mañanas como durante las oscuras noches. Muchos han intentado matarme, pero ninguno lo ha conseguido. Lo intentan una y otra vez porque soy única. Porque soy distinta. Ahí radica el motivo de todo. Y quizás, en mayor medida, de nada.
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Deseo, más veces de las me gustaría reconocer, que pudieran dejarme en paz, olvidarse de mí de una vez por todas. Ojalá pudieran entender que mi único deseo, dado que no parecen comprender mi dolor o desdicha, es vivir. Paz y soledad es, en el fondo, todo lo que deseo. Justo aquí entre las penumbras, en los confines del mundo. Lejos de las miradas furiosas, del miedo y del recelo. Matando el tiempo con acertijos mentales y encargándome de mi comida y bebida, que son normalmente escasas. Observando por las tardes el infinito horizonte.
Lejos de los juicios y las palabras mordaces. Oculta la mayor parte del tiempo, tras las paredes húmedas de esta morada improvisada y distante. Pero eso no los detiene.
En su lugar, acumulo contra mi voluntad cual innecesarios trofeos las pétreas efigies de soldados y guerreros, que posan para la eternidad. Sus decesos son para mí, si acaso, pírricas victorias. Si se me preguntara en algún momento, cosa que no habrá de pasar, la respuesta sería que yo jamás desee nada de esto. Todo fue voluntad de los Dioses, caprichosos como son. El cómo luzco. El cómo me muevo y hablo. La forma que dieron a mis dientes y ojos. A mis cabellos y brazos. En nada de lo anterior recayó mi elección o decisión. Pero nadie puede entenderlo y todos ven, con la limitada visión del prisma que les ha sido otorgado, únicamente lo que desean; observan, equívocamente, el reflejo de algo muy distinto de lo que soy en realidad. A veces un enemigo, otras un monstruo, un trofeo o una curiosidad. En numerosas ocasiones todo en conjunto.
Yendo aún más allá, aun queriéndolo, es probable que tampoco pudiesen.
¿Acaso el hombre ha sido, alguna vez, amable, paciente, generoso con aquello que es distinto? ¿lo son, en su naturaleza salvaje, las bestias que retozan y acechan alrededor del mundo? Nunca. Ninguno de ellos.
La humanidad misma, desde el obsequio de Prometeo (y su terrible castigo) y seguramente también en los milenios por venir, seguirá sintiéndose aterrada por aquello que es diferente, por incongruente y por improbable. Lo distinto le recuerda que el mundo no es como desearía, simple y uniforme, y eso le resulta inquietante. Ininteligible. Confuso. A los hombres y mujeres que son individualmente distintos, las sociedades los aíslan. A los hombres y mujeres que son diferentes en conjunto, es decir que piensan y sienten y visten diferente y oran a otros dioses y hablan otras lenguas les declaran la guerra.
Los destruyen.
Allá en el norte habitan los lacedemonios quienes, por poner un ejemplo, matan a aquellos que son distintos apenas algunos minutos después de nacidos. Sobra decir que no se tientan el corazón al hacerlo. A aquellos que se alejan de lo que para ellos es normal. Deseable. Otros, en distintas polis más al sur, esperan hasta que el tiempo o las circunstancias hagan lo propio. Deciden no mancharse las manos con sangre inocente como los oriundos de Lacedemon y sólo esperan. Podría decir, como hacen muchos, que son más civilizados. Aunque una muerte lenta, una larga agonía jamás ha sido mejor. No para mí, aunque es una cuestión de perspectiva supongo. Una muerte breve, un instante fugaz, un golpe certero, quizás sea mejor.
Además, siempre está ese deseo inextinguible, el instinto de supervivencia que resulta natural y también feroz. Siempre nos ha acompañado y siempre lo hará; luchamos, nos esforzamos, batallamos por obtener una bocanada más de aire, por extender nuestra vida una semana, un día, una hora más, aún enfermos, aún heridos. Todos experimentamos el ansia de vivir, sin importar que tan similares o distintos somos.
¿Para qué? Me pregunto con frecuencia.
¿Y es que, en mi caso, no es suficiente castigo el haber renunciado a una amistad sincera?
¿A los brazos del ansiado amante, al deseo insatisfecho en mi seno y al instante sublime (y divino) del acto sexual?
¿Al amor incondicional?
¿A las miradas aprobatorias, a las sonrisas afables, a las cofradías involuntarias?
¿A vivir en el campo, rodeada de amigos y vecinos, que saludan al pasar?
¿Al aroma de la hierba mojada durante las tormentas que trae el verano?
¿A observar una puesta del sol junto al Egeo, mientras jugueteo con la arena que se introduce entre los dedos de mis pies?
¿A visitar casas sencillas y maravillosos templos?
¿No es acaso suficiente el saber que tantas cosas jamás podrán ser?
Pero hoy, justo hoy, no siento el deseo de vivir o de luchar. Una melancolía que pareciera imposible me ha invadido. Soy distinta. Soy única y lo sé. Lo ha sabido durante demasiado tiempo. Y este ha sido mi hogar y este ha sido mi mundo. No he necesitado nunca nada más.
De cuando en cuando, como hoy, algún otro llega hasta aquí tras atravesar el agitado océano, buscando el encuentro fatal que le brinde la gloria. La aprobación y el aplauso de varios, de muchos. Un ritual y una ceremonia que tiene valor y sentido sólo para aquellos que viven allá, lejos, pensando más en los otros que en sí mismos.
Así como ellos no pueden comprenderme, mi pecado es el mismo en sentido opuesto: lo que observo en los otros es equívoco, incomprensible, puesto que no encuentro razón alguna en sus elogios fingidos, sus odios disimulados, sus charlas exageradas sobre intercambios en tierras lejanas; como tampoco comprendo su férrea necedad por la guerra y el conflicto. Aun y cuando lucen todos similares, motivo suficiente para estar agradecidos, insisten en separarse, segmentarse y generan caprichosas métricas para asignarse a sí mismos dentro de azarosos conjuntos: aristoi, perioikoi, heliotes, duoloi, xenoi. No parecen comprender lo mucho que los acerca y hermana. Al menos, no como yo lo hago. A mis oídos llegó alguna vez la palabra que utilizan para nombrarme, que también está equivocada; además de terrible, significa también sombría. Y sobre todo triste.
Mientras los pasos continúan acercándose, chapoteando sin querer entre esos diminutos lagos que se forman en el umbral, soy repentinamente consciente de que si este campeón falla, luego vendrá otro y tras él, otro más. Esa interminable procesión de posibilidades, de aciertos y errores, no habrá de terminar jamás.
Quizás, después de todo, sea este un momento propicio para darle una conclusión apropiada a una historia (la mía) que es más una tragedia que un drama. Quizás demasiados años han pasado (quizás cientos, quizás miles) y yo no lo sé. No podría saberlo. El tiempo pasa distinto aquí, pasa distinto en mí. Quizás este héroe sea, al final, todos los héroes y este intento sea donde confluyen (y aciertan) todos los intentos.
Quizás todo lo que requiero es aparentar que duermo. Cerrar los ojos. Y los pasos se escuchan cada vez con mayor claridad y yo vuelvo a pensar en todo aquello que no es y que no podrá ser. En todos aquellos que han sido distintos a lo largo del tiempo, como una maldición. Pienso en aquello a lo que habrán de enfrentarse. Pienso en su furia y su tristeza, pienso en su soledad y no puedo evitar compadecerlos.
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¿Qué será de ellos sin garras (como las mías) y sin colmillos (como los míos)? ¿Sin una piel dura y una mirada fatal? ¿Podrán soportar con resignación y entereza la otredad a la que están destinados? ¿Podrán acaso endurecer su corazón para lidiar con todos aquellos que jamás los comprenderán, que los verán de un modo distinto a como en realidad son? ¿Cómo podrán sobrevivir, si no? Y pienso en los Dioses que los hicieron así; diferentes, vulnerables, trágicos. En la voluntariosa Fortuna y el severo Destino.
Escucho a lo lejos el tranquilizante sonido del oleaje. Y acomodo mi cuerpo en el húmedo suelo de lisas rocas, deslavadas por el agua y la sal. Y me alisto para dormir, plácidamente, sin temor ni angustia, como nunca lo he hecho. Y cierro los ojos y pasa el tiempo y eventualmente los pasos que han venido avanzando desde hace un buen rato, a trompicones y en penumbras, se detienen muy cerca de mí. No importa lo que narren los versos en los años venideros. Sepan que fui yo, Medusa, quien se dejó matar.
Gracias a la Sociedad Nuevoleonesa de Historia, Geografía y Estadística, AC por otorgarme los Reconocimientos al Mérito de la Producción Editorial y a la Difusión Histórica y Cultural
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