El dolor de Sontag

En un mundo plagado de imágenes me impacto contra un libro prodigioso: Frente al dolor de los demás de Susan Sontag. Me sumerjo de pronto en la manera en que las sociedades modernas hacemos frente al terror...

1 de septiembre, 2021

En un mundo plagado de imágenes me impacto contra un libro prodigioso: Frente al dolor de los demás de Susan Sontag. Me sumerjo de pronto en la manera en que las sociedades modernas hacemos frente al terror que se disipa y se afirma a través de fotografías constantes que nos golpean y, al mismo tiempo, nos hacen insensibles. Me encuentro con un razonamiento que, sin quererlo ni comerlo, me remite a dos realidades lejanas: nuestro propio tiempo mexicano y el del Gueto de Varsovia.

Sontag afirma que frente al dolor de los demás, una imagen –una fotografía–, lo hace más real; el dolor se hace presente cuando la fotografía rehace su existencia frente a nosotros e incluso, con cierta calidad de imágenes, éstas se vuelven iconos de la pena y el sufrimiento –la foto del combatiente republicano cayendo frente a la cámara de Capa, por ejemplo–. En este tiempo atormentado en el que somos bombardeados por imágenes, en que la propia idea de la visión digitalizada ha devaluado lo que antes era motivo de conservación, estar presente ante el dolor ajeno es la única manera de hacerlo real. Pero es la imagen del niño con las manos en alto, en el Gueto de Varsovia, la que reclama mi memoria y me visita entre pensamientos. Obsesionado por esa imagen, Dan Porat investigó hasta donde pudo la identidad de los personajes de la fotografía, ubicó el lugar preciso, al nazi que apunta al chico, el rostro de quienes acompañaban al niño, pero pese a que algunos han tratado de reivindicar su personalidad, de él no pudo averiguar nada; eso lo convirtió en el símbolo del dolor y el miedo de todos los niños frente a la guerra. Presenciar así el sufrimiento es hacerlo real y permanente.

Sin embargo, dice también Sontag, que la imagen repetida hasta el hastío deja de hacer real el sufrimiento para hacerlo ficticio. Pasamos, en un momento que no pude ser determinado con precisión, de la existencia a la fantasía, del dolor al montaje. Pensemos en la manera en que se vivió el espectáculo de las guerras del Golfo: teledirigidas y producidas en horarios estelares. La escritora norteamericana recuerda a una amiga en Sarajevo que vio por televisión cómo los ejércitos serbios se acercaban a la ciudad, pero que como estaban todavía a 300 km y había visto noticias al respecto todo el día, al saberlo simplemente cambió de canal como si estuviera en París o en Berlín; porque al final del día, el dolor se había vuelto espectáculo.

Hace unos años, viendo la televisión con mi familia, apareció en pantalla la dantesca escena de unos cadáveres de ejecutados abandonados en una playa; mi hija entonces de nueve años me preguntó “¿Qué pasa?”. Queriendo proteger lo que consideraba la inocencia de una niña, le respondí que eran “unos señores dormidos”, a lo que la nena contesta: “Papá, ¡pero si están muertos!”. Hemos llegado al punto en que asesinamos a la moraleja; Borges decía, siguiendo a Kipling, que el autor puede elegir la anécdota, pero no la moraleja; ni el argentino ni el inglés tenían idea de que llegaríamos al punto en que la moraleja devendría superflua, ofensiva y hasta ridícula, que no nos quedaría sino el instante del dolor congelado en la imagen del aficionado para hacer real un sufrimiento que de otro modo, se perdería para siempre, como sucedió por siglos en que el mundo también fue habitable.

¿Cómo recuperar la sensibilidad?, ¿es que perdimos la inocencia frente a la imagen para siempre? El hecho es que ni la autocensura y menos la censura pública pueden refrenar el hambre y el mercado de la imagen; pero si intentamos a través de la educación, de la seriedad en los medios y del oficio de los gobernantes, tal vez podamos llegar al equilibrio, no en la afluencia de imágenes, sino en la visión crítica con que las abordamos, en la mirada inocente de nuestros hijos y sobre todo, en la cualidad más lesionada por esta lluvia de dolor ajeno, la capacidad de entender y asumir el dolor ajeno, si no como propio, sí como sujetos en posibilidad de sufrir violencia. Ya lo decía Maimónides: de todo encontraréis entre los hombres, menos compasión.

@cesarbc70

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