El cielo sí se abre

La edad es una gran injusticia, pero la vida es así, ya decía Óscar Wilde con su inefable humor negro, que la vida no es justa, lo cual es muy bueno para muchos de nosotros. Quienes establecimos...

18 de agosto, 2021

La edad es una gran injusticia, pero la vida es así, ya decía Óscar Wilde con su inefable humor negro, que la vida no es justa, lo cual es muy bueno para muchos de nosotros. Quienes establecimos en la juventud lazos de amistad con personas mayores no teníamos en mente que las probabilidades apuntaban a que los perderíamos de manera irremediable algún día, lo mismo sucede con nuestros maestros, con aquellos que el paso del tiempo y de los hechos los convierten en válvulas de nuestra moral –como decía Alfonso Reyes– y parte de nuestro modo de entender el mundo. Así se va estructurando nuestro pensamiento y por eso también resulta odiosa la idea de que un padre pierda a su hijo.

Apenas ayer supimos de la partida de Fernando Curiel Defossé; entre el fárrago de las actividades, las prisas y las preocupaciones, la noticia me llegó en forma de un aviso en los servicios noticiosos del mi teléfono, la manera más cruel y anónima de enterarse; luego vinieron los mensajes de los amigos que tuvimos el privilegio, dulce y enorme, de conocerlo. En medio del café donde me encontraba, en un parque que estaba lleno de gente y de súbito se quedó vacío, en una ciudad ruidosa que enmudeció de pronto. Fernando, el amigo cortés, el maestro deferente y atento, el crítico, el escritor, se había ido y no nos habíamos despedido, no nos habíamos vuelto a ver desde poco antes de la pandemia. Me sentí solo, muy solo, como se sienten los que han perdido la llave de una antigua habitación donde se guardan recuerdos muy queridos y a la que, desde ese momento, no podrán entrar sino forzando la cerradura.

La Capilla Alfonsina, de la que dice su director, don Javier Garciadiego, es el lugar más bonito de la Ciudad de México, se me ha ido convirtiendo del escenario de vida y encuentro que fue en mis días de formación y de diálogo en torno a la obra y vida de don Alfonso en lo que el poeta israelí Yehuda Amijai llamó un puerto en las orillas de la eternidad. Desde ahí veo partir a mis amigos y maestros, a los que me enseñaron, sin merecerlo y a veces sin honrarlo, el culto por las palabras. Primero Antonio Castañeda, fino y enorme poeta; luego Emmanuel Carballo, sin cuya presencia las letras mexicanas del siglo XX habrían sido distintas; después Alicia Reyes, dejando un vacío en el corazón que nada ni nadie podrá llenar nunca, con ella Minerva Margarita Villarreal, a quien el reconocimiento le llegó a tiempo pero cuya poesía con toda su belleza era apenas una función de su belleza interior y ayer, Fernando. Los veo, desde mi corazón los veo en sus veleros que abren surcos en el agua plácida del océano sin fin, se alejan hacia el milenio de olvido al que todos estamos destinados pero lo hacen muy lento porque mi memoria aún los retiene agitando un pañuelo blanco, señal de mi despedida. Menguada y diezmada la tribu de los fieles alfonsinos, mis amigos y mis maestros.

A Fernando lo conocí ahí, en la Capilla, se mostró atento y deferente con mi trabajo, apenas comenzaba a transformar mi admiración por Reyes en objeto de estudio, leía mis ensayos y apuntaba correcciones, me hacía preguntas y me ayudó a publicar el primero. Curiel, con su libro El cielo no se abre, fue pionero en el análisis de los diarios de Alfonso Reyes y rompió con la inercia silenciosa de aquel primer diario parcial que se editó en Guanajuato hace muchos años. Premio Villaurrutia y Revueltas, el aplauso le resbalaba igual que la crítica; elegante, sereno y pulcro, verlo era experimentar ese bienestar al que aspiran todos quienes se acercan a la cultura. Y se fue, así en silencio, con la serenidad de quien supo hacer bien su tarea y que sin pensar en la eternidad pudo sonreír al embarcar sabiendo que muchos lo recordamos.

Me sentí entonces, mirando la partida del amigo desde una pantalla de cristal en la palma de mi mano que ya nada sería como antes, que vivir es caminar a una especie de orfandad y que parte de la tragedia que vivimos es que muy pronto, mucho más de lo que hubiéramos imaginado, se nos está llenando la existencia de fantasmas, que muy pronto, como decía Marguerite Duras, fue demasiado tarde.

A Fernando le gustaba reír, no era amigo de discursos largos pero sí de discusiones delicadas; le atraían los hechos históricos y los convertía en anécdotas de esas que se pueden guardar en el bolsillo; le gustaba reír, he dicho, pero no cultivaba la carcajada, así también eran sus letras y también por eso, entre otras cosas, lo queríamos tanto sus amigos.

Me veo así, desde el puente de mando de la Capilla Alfonsina, así imaginaba el viejo don Alfonso al mezzanine donde escribía y desde donde, “Oh Captain, my Captain” de Whitman, zarpó para siempre; veo ahí a Garciadiego con la mano firme y suave en el timón de la memoria de la obra de Reyes, a Héctor Perea, a Alberto Enriquez Perea, a Antonio Ramos, a muchos que nos despedimos de Fernando, nos miramos de reojo porque todos traemos en el bolsillo del chaleco, un “Sol de Monterrey” y un boleto donde no consta fecha ni orden, pero sí la disposición de embarque.

Hasta la vista, Fernando Curiel Defossé, con la frase de los clásicos que amabas, que la tierra te sea leve, que tu navegar plácido y gozoso y que algún día, con todos los amigos, volvamos a brindar en Ítaca por la salud del viejo don Alfonso.

César Benedicto Callejas

Escritor. Abogado.

@cesarbc70

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