Querida Tora:
Hay que ver cómo pasan las cosas, que empiezas con una idea y terminas con algo diametralmente opuesto. A nosotros también nos pasa en nuestro planeta. Y si no, acuérdate cuando tu mamá me puso una trampa para hacerme aparecer como un idiota, y casi acaba ella en la cárcel. (Para que aprenda. Pero no se lo recuerdes, porque me perjudicas).
Lo que te voy a contar empezó porque un día llegó la Flor a ver al portero en un estado de depresión absoluta, diciendo que no valía como artista y que se había devaluado mucho como mujer. El portero, que será un desgraciado, pero que con ella es un dulce, discurrió armarle una fiesta para que viera que en la vecindad todos la querían mucho. Y pidió (Mejor dicho, ordenó) al King’s que le prepararan un pozole y algunas botanitas para todos los vecinos. Para el chupe, pidió (Mejor dicho, exigió) a los vecinos que cooperaran con las botellas. Y ellos, ni tardos ni perezosos, pusieron mucho más de lo necesario. (Es curioso, pero para eso todos están siempre dispuestos).
Y llegó el sábado, que era la noche de la fiesta. Desde mediodía empezaran a poner las mesas, las sillas y los platos. Y hasta hicieron un arco con plantas y flores, para que la Flor se sentara bajo él, como toda una emperatriz romana de siglos pasados. La comida empezó a llegar como a las siete de la tarde, y ahí fue donde empezó el problema. Los niños más terribles de la vecindad (Encabezados por los del 37, por supuesto) anduvieron toda la tarde mirando lo que hacían los encargados, y luego se retiraron a las ruinas de los lavaderos a cuchichear. Y cuando llegaron las ollas con el pozole fueron a inspeccionarlas todas y a lanzar exclamaciones de asombro ante lo sabroso que se veía, lo cual complació mucho a las cocineras del King’a. Lo que no las complació, porque ni siquiera se dieron cuenta, fue que cada vez que abrían una olla, los niños echaban en ella unos polvos blancos que se disolvían instantáneamente. Lo mismo hicieron con los sopes y demás botanas.
A las nueve ya estaban todos sentados a las mesas. El portero dijo un discurso que le quedó bastante bonito y que hizo llorar a la Flor, quien se veía bastante animada y se lanzó a cantar dos o tres canciones (No más, porque los vecinos ya querían llegarle al pozole). Por fin se sirvió el sabroso platillo, y todos se dedicaron a comer con entusiasmo. Las conversaciones y las risas llenaron el patio, y la Flor se puso a brindar con todos los vecinos. Pero al poco rato, el señor del 42 se levantó corriendo en dirección a los baños. Los guaruras no lo querían dejar entrar porque no traía su credencial, pero la Flor les hizo una seña y se lo permitieron. Todavía no salía el del 42 cuando la del 8 hizo lo mismo, entre quejidos y aspavientos. Luego, la del 58. Y en un momento se llenaron los pocos baños útiles de que dispone la vecindad. Los que tienen baño en sus viviendas corrieron a ellas, y las mesas empezaron a verse medio vacías. Y llegó un momento en el que se vieron vacías del todo, porque todos salieron corriendo. Unos fueron al King’s, pero ese restaurant tiene poca infra-estructura sanitaria, y muchos tuvieron que ir a los terrenos baldíos cercanos. Y en cuestión de media hora, hasta las alcantarillas fueron ocupadas por los vecinos apurados.
Claro que llegó la policía, llamada por los que viven en los alrededores, y se llevó a todos los que consideró que ofendían la moral y las buenas costumbres públicas. Los tuvieron que encerrar a todos en un patio que tenía unas coladeras grandes, porque tampoco sus baños se daban abasto.
Al día siguiente comparecieron el portero con todas sus guaruras, los vecinos que tenían algún familiar detenido y la mismísima Flor, que a esas horas ya era capaz de pararse verticalmente y hablar sin que pareciera que tenía un estropajo en la boca. ¡Y a declarar se ha dicho!
Lo malo es que nadie sabía qué decir. Nadie se explicaba lo que había sucedido, y sólo se oían algunas risitas de los niños que habían llegado con sus familiares. Por fin, los dejaron salir a todos por falta de méritos, aunque algunos todavía seguían teniendo “méritos” frecuentes y abundantes. Pero todos regresaron a la vecindad a salvo. Y la Flor se paró en el centro del patio y les cantó una zarzuela completa para agradecerles el buen rato que le habían hecho pasar. Los únicos que no la disfrutaron fueron los guaruras, ocupados en limpiar los pocos baños que quedaban.
Por eso, nadie se dio cuenta de que los niños se reunieron en un rincón alejado de la azotea, y que apuntaron cuidadosamente el nombre del laxante que habían echado al pozole para poder utilizarlo en alguna otra ocasión.
¿Ves por qué te digo que las cosas empiezan con un objetivo y acaban con otro muy distinto? La Flor se compuso de su depresión, pero los vecinos pasaron unos días sufriendo los efectos del laxante, sin que nadie se preocupara por ellos.
Ojalá nunca nos suceda a nosotros una cosa semejante. (No dejes que tu mamá lea esta carta, no vayas a darle ideas).
Te quiere
Cocatú
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