Querida Tora:
El otro día, la sensación en la vecindad fueron dos de los ninis. Siempre se habla de ellos¸ pero nunca se los había visto como bajaron ese día: bañados quién sabe dónde, porque en la azotea no hay ni un baño; con el pelo corto y más o menos peinados; y con ropa bastante aceptable. ¿Qué les pasó?, se preguntaban todos. Y la respuesta fue asombrosa: Habían conseguido un trabajo.
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Nadie los creyó, ni siquiera yo. Y como no me gusta quedarme con la duda, me fui detrás de ellos. Me condujeron a una iglesia cercana, y allí se enfrentaron a su trabajo: se iban a encargar de la zona donde están los nichos para las urnas para guardar las cenizas de los difuntos; tenían que mantenerla limpia y agradable, y ayudar a las personas que iban a depositar alguna urna o a rezar por alguien. Y aunque no lo creas, realizaron su trabajo bastante bien, al grado de que muy pronto les confiaron las llaves de esa zona para que la abrieran a algunos deudos que llegaban siempre tarde porque sus actividades no les permitían llegar a horas asequibles.
¿Pero qué crees? Poco después de esto empezaron a vestirse mejor, a comer regularmente y hasta se compraron colchones para dormir. Los vecinos estaban contentos, pensando que se estaban civilizando. Yo también lo llegué a pensar, hasta que me di cuenta de que algunas veces salían a altas horas de la noche. Pensé que iban a dar una vuelta, o a satisfacer algunas necesidades fisiológicas imperativas que les daba pena admitir. Pero luego observé que regresaban muy contentos, y que se encerraban en su cuchitril y se ponían a contar dinero y a repartírselo. Eso me dio muy mala espina. ¿Qué estaban haciendo por las noches?
Necesitaba enterarme, y me dediqué a seguirlos. A veces sí iban a satisfacer algunas necesidades líquidas en algún antro de mala muerte. Pero un día vi que llegaban a la iglesia; se aseguraban de que no había nadie que los viera, abrían la puerta de la zona de nichos y llamaban a unas personas que estaban en la otra cuadra, esperando, y que llevaban en brazos algún nicho pequeño y barato y caras de haber pasado unos días muy malos. Todo esto espoleó mi curiosidad, y me metí detrás de ellos. Luego, cerraron cuidadosamente la puerta.
Entonces los que habían estado esperando rezaban algo, o besaban la urna que llevaban; y la mayoría lloraban. Entonces los ninis abrían uno de los nichos, sacaban una urna, vaciaban las cenizas que contenía en una bolsa y ponían las cenizas que traían los dolientes en la urna vacía; luego la ponían en el nicho, lo cerraban y decían a los afligidos asistentes:
-Ya está su difuntito en el seno de la iglesia, y aquí quedará por siempre. Váyanse tranquilos y descansen en paz, como ellos (y ahogaban la risa) No exactamente como ellos, pero en paz. Aquí quedarán por los siglos de los siglos. Pueden venir a verlos todas las veces que quieran, pero siempre a estas horas, porque en el día hay mucha gente y no se puede rezar a gusto. Eso sí: avísenos cuando quieran venir, para estar aquí. Ahora, váyanse sin hacer ruido.
Y aquella gente les pagaba y desfilaba en silencio, conteniendo el llanto y los gemidos, y se dispersaban en diferentes direcciones. Entonces, los ninis cerraban y se llevaban la bolsa con las cenizas que habían sacado del nicho. Creo que al principio las llevaron a su cuarto en la azotea; pero se les empezaron a amontonar, y prefirieron ir a tirarlas a un terreno baldío cerca de la iglesia, temiendo que algún día las descubrieran los padrecitos de la iglesia; pero pronto se convencieron de que entre las ratas, los gatos y los perros callejeros las harían desaparecer antes del amanecer.
Les fue muy bien con aquel negocito, y ya estaban pensando en comprarse un coche. Pero el sacristán de la iglesia acertó a pasar por el baldío en un momento en que dos perros se disputaban un pedazo de un nicho de los corrientes que habían olvidado los ninis, y empezó a sospechar.
No tardó mucho en darse cuenta de lo que estaba pasando, y menos aún en comunicárselo al párroco. Así, la siguiente vez que los ninis llegaron de noche a la zona de nichos los estaban esperando el párroco, dos o tres sacerdotes, el sacristán, un policía y varias de esas viejas que se pasan el día en la iglesia sin hacer nada. Los ninis echaron a correr, los dolientes también; pero fueron perseguidos hasta que los echaron de la colonia. Y las más bravas, como siempre, eran las viejas que no tenían nada que hacer.
Yo me quedé por ahí, a ver qué pasaba. Pero sólo pude oír que el policía le preguntó al párroco si iba a denunciarlos. Y el párroco respondió que no, que el daño estaba hecho y que no iban a poder remediarlo en favor de los fieles que habían comprado los nichos; que era mejor dejar las cosas como estaban, pues lo importante no es dónde están las cenizas, sino las oraciones que los deudos elevaran por los difuntos.
Los ninis regresaron a la azotea, a robar comida a quien se dejara y a molestar a las chamacas con sus piropos malintencionados.
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