Hoy me he decantado por una reflexión que lleva ya un rato burlando a mi conciencia y que por algún motivo me llena de nostalgia. Debo de decirlo como es: la importancia del fenómeno generado en torno a la ética y a la crítica literaria.
Lejos de cualquier duda, ya sea que se le considere dentro de un contexto clásico o en la literatura contemporánea, encuentro una gran riqueza discursiva en este ejercicio de exploración y reconocimiento literario resguardado por la misma coherencia intelectual del hombre que discurre ante distintos tipos de texto.
Desde Dionisio de Halicarnaso (historiador, crítico literario y profesor de retórica griego), hasta la palpitante era digital, la profesión del crítico literario ha vivido bajo la sombra del temido juego del prestigio y desprestigio. En sus manos está, de acuerdo a su capacidad intelectual y acervo cultural, un proceso de valoración subjetiva, pues revive la obra literaria que plantea desgranar bajo condiciones metodológicas determinadas. Niega la objetividad ya que en cualquier circunstancia dicho crítico literario deja impresa su huella dentro de la reflexión con su estilo único y sucumbe a sus juicios personales que deberá fundamentar acertadamente.
El conflicto en torno a él se suscita en una primera instancia por sesgos o tendencias personales. El mal crítico, en cuanto al “sometimiento” total de sus valores éticos por valores de poder, será como el mono que se refleja en un espejo.
Quizá no hay críticos absolutamente libres, siempre estarán sujetos a intereses que los tiente y convierta, depende de la situación, en “mercenarios de la pluma”, como leí alguna vez; sin embargo, tengo en mi sentir la conducta de críticos íntegros y de los que no tengo recelo alguno, al contrario, admiración. La idea es que el crítico mantenga su propia libertad.
El oficio se agita en este mundo globalizado con misiones editoriales que cumplir y dejándose manipular para complacer intereses ajenos. Nos vemos, entonces, ante una caída libre ya que la credibilidad del crítico ha ido venciéndose, y mucho peso tiene la reinante era digital en la que “cualquiera se bautiza como crítico literario”.
La desprofesionalización se ha puesto de moda y le tiende una trampa al reconocimiento logrado por grandes pensadores a lo largo de la historia cuya función literaria estaba por encima de intereses comerciales. En los más recientes años, la mercadología globalizada reclama la promoción a costa de dejar al crítico comprometido y en un estado de histeria comprimida pues debe satisfacer intereses a pesar del conflicto. Cierto es que con el uso de la web 2.0 todos, y cada uno, se convierten en críticos literarios ya que las posibilidades para hacerlo, o decir que se hace, están abiertas y han dejado la credibilidad ética del oficio a la deriva.
Sí, un crítico cultural puede tener conflicto de intereses, ya sean personales, económicos o profesionales, que pueden influir en su juicio y objetividad al evaluar. Su imparcialidad puede verse comprometida. Sin embargo, abogo por un tema de consciencia y mientras en ella fluya la estoica confianza y credibilidad que ha generado o quiera generar el crítico con su público, así como para mantener la integridad en su oficio, ésta debe ser transparente. Al crítico le corresponde dejar claro ante quien lo lea la relación que guarde con la obra o con el autor para quien realiza la crítica. Puede incluso considerar abstenerse. Si no fuera el caso y a pesar de su compromiso, siempre deberá imperar uno mayor: la imparcialidad. Por otro lado, coincido con quien asiste a los códigos de ética que definen a la profesión y de esta forma pueda evaluar su postura. Todo lo anterior profundamente vinculado con una función responsable.
Es necesario replantearse el oficio, analizar debilidades y fortalezas. El papel del crítico literario es de gran valor. Se debe reinventar en su encargo. Su proceder ético debe regresar a las simientes con un compromiso genuino. De otra manera será el hecatombe de lo que, otra hora, ocupara un lugar privilegiado en el pensar y reflexionar de una sociedad y cuya función es, como una sólida cadena, sujetar al escritor con su lector.
Le atañe al mismo crítico voltear a verse lejos de anegarse dada la constante invasión de su terreno por dichos “mercenarios de la pluma” sin preparación ni convicciones. Debe, en fin, forjar un ambiente en el que converjan futuras generaciones de críticos literarios con un gran compromiso, conocimientos en la literatura universal y, por supuesto, todo ello abrazado por los más recios principios éticos.
Así, como frente al espejo, el crítico será crítico frente a la obra y no el mono que sólo mira y se contempla.
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