Barcas ¿a la deriva?

¿Está cancelado nuestro futuro o existen opciones esperanzadoras dentro del caos? ¿De qué modo nos invita García Barnés a reflexionar sobre ello?

9 de noviembre, 2022

Leer un libro equivale a dialogar con  alguien que ve la vida desde otra perspectiva. Ya sea la actual o la histórica, de modo de enriquecer nuestra visión de las cosas.

He estado leyendo Futurofobia, el libro más reciente del español Héctor García Barnés. La primera vez que tuve conocimiento de su publicación quise leerlo, cuestión que se facilita mediante la versión electrónica, para quienes no residimos en las grandes metrópolis. Desde los epígrafes iniciales nos atrapa hablando de dos términos que campean a lo largo del ensayo: Apocalipsis y nostalgia.  De inmediato nos introduce de manera ágil y clara a esos conceptos que hoy se hallan tan de moda y que a ratos son utilizados más como lugares comunes que otra cosa: distopía, metaverso y alguna otra que escapa a este primer abordaje.  Nos lleva de la mano a ver el momento actual que todos estamos viviendo, tras el enclaustramiento sanitario provocado por la pandemia.  A ratos este mundo se antoja desalentador.

En la primera parte de la obra se llama nuestra atención respecto a algo que vivimos, muy probablemente sin acaso percatarnos de ello: dado que sentimos que el futuro nos ha sido arrebatado, volvemos con nostalgia al pasado, nos aferramos a él como a una tabla de salvación para no perecer en el agitado oleaje de la realidad. El autor ha nacido en los años ochenta del siglo pasado, pero aun así se toma la delicadeza de tener en cuenta a los nacidos a mediados de ese siglo, quienes hemos tenido que aprender a apropiarnos de la tecnología, puesto que no nacimos con el chip integrado, como las generaciones  del cambio de milenio.

El autor parte de su España natal, que fue golpeada por cambios políticos, económicos y de inseguridad, desde Franco para acá.  Su óptica es, sin embargo, aplicable a cualquier otro rincón del mundo: El pesimismo de las actuales generaciones nos lleva a percepciones y decisiones fatalistas, desde el supuesto de que, si algo cambia, es para peor.  A partir de ello atisbé una luz, en este caso para mi amado México, comenzando así a entender por qué gran parte de la ciudadanía se aferra a aceptar, hasta con alivio, patrones de gobierno obsoletos que habrán de llevarnos de la mano en medio de este caos de inicios de siglo.  La libertad es vista como el riesgo innecesario de resultar dañados en el vuelo, invitándonos entonces a anhelar la seguridad de la jaula, donde nada puede ocurrirnos, así perdamos la capacidad de extender las alas para volar con libertad.

“Rebajar las expectativas se impuso como un imperativo moral” afirma el autor. Hace hincapié en que a esta actitud de pseudoparálisis se acompaña el temor de perderlo todo, como ya ha venido sucediendo con salud, vidas y oportunidades laborales, entre otras cosas. Pudiera afirmarse, de modo temerario, que hemos optado por el pesimismo, actitud mental que finalmente no habrá de decepcionarnos. La esperanza ha sido cancelada como tesis de ilusos que tarde o temprano  habrán de estrellarse contra el duro suelo de la realidad. La ilusión, simplemente, no tiene cabida en esta corriente de pensamiento.

Es interesante cómo la “futurofobia” mueve las fichas en el ajedrez político en Oriente y Occidente. Partiendo de la tesis de que el mundo está condenado a su extinción, surgen las figuras de los salvadores que prometen sacarnos de las tinieblas de la noche hacia ese mundo luminoso que todos anhelamos. Grandes aliados de estos propósitos populistas son los medios de difusión masiva, muy en particular las redes sociales, a las cuales se puede acceder desde el teléfono móvil más básico a cualquier hora del día.  Esperemos descubrir qué sorpresas nos tiene Elon  Musk con su compra de Twitter, pero de momento esta red ha servido para ideologizar y polarizar a los mexicanos, como ningún otro medio lo había conseguido.

Un elemento que acompaña a este pesimismo, según la tesis del autor, es el cinismo.  Habla de un hedonismo cínico, que lleva a emprender acciones de diversa índole, así sean alejadas de los cánones ciudadanos éticos, y que a ratos se traduce en una risa irónica frente a los proyectos ilusos de quienes se niegan a aceptar este estado de cosas.  De momento viene a mi mente la sonrisa hasta sardónica de algún político cuando se le ha cuestionado acerca de tópicos que debe hallar incómodos, y evita responder de esta forma no verbal. 

Nadie podría negar que la emergencia sanitaria con su cuota de desgaste orgánico y muerte, muy de la mano del encierro obligatorio, haya cobrado su cuota entre quienes seguimos aquí, capoteando los temores, las incertidumbres y los pensamientos sombríos de cada día.  Este estado de ánimo ha sido un caldo de cultivo para muchas expresiones, como es el caso de las películas y series fatalistas.  Su éxito radica justo en eso, en reafirmarnos que el mundo va de mal en peor, y que somos afortunados de que los zombis no nos estén contaminando su naturaleza pútrida cuando salimos a la tienda de la esquina.  Muy en lo particular entendí mucho de esa tendencia de los espectadores, cuando yo querría descansar viendo historias optimistas con finales esperanzadores.

El punto clave de Futurofobia es que invita a cuestionarnos como lectores, qué es lo que queremos para nuestra propia vida: Si estamos dispuestos a dejarnos llevar por la marea-contramarea del pesimismo, o si somos capaces de aprender a surcar las olas.  Si aceptamos ser invadidos por la epidemia maligna del pesimismo, o si somos capaces de plantarnos en tierra firme y comenzar a forjar una vida auténtica que, además de  mi persona, pueda ser útil para quienes me rodean.

Un libro nos abre los ojos; nos permite bregar de un modo distinto.  Lanzar al mar las redes en la confianza de obtener una buena pesca.

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