Querida Tora:
El otro día, la vecindad despertó con una novedad: el portero estaba enfermo. Era la primera vez que ocurría. Por lo menos, nadie recordaba que hubiera estado enfermo nunca. ¿De qué? Los vecinos corrieron a preguntar a los guaruras. Y cada uno dio una contestación diferente: gripa, reuma, diabetes, lepra, una uña enterrada… Total, que no se sabía nada.
La inquietud cundió por toda la vecindad. ¿Quién iba a gobernarlos? ¿Quién iba a ejecutar las obras que estaban pendientes (el agujero del patio, los lavaderos, etc.)? Los más afectados parecían los ninis, que estaban verdaderamente angustiados por la falta de dinero. Y empezaron a ir, individualmente o en grupos, a interesarse por la salud del portero y a desearle una pronta recuperación.
¿Pero qué crees? No les permitieron entrar a la portería, porque “el señor se sentía mal y no era prudente agobiarlo con visitas”. Pero los vecinos no se iban, y se amontonaron ante la portería. Entonces un guarura salió a decir que no estaba ahí, que se lo habían llevado al Seguro Vecinal, para que estuviera más cerca de las medicinas. Eso no hizo sino aumentar la alarma, y allá corrieron todos, a preguntar a la enfermera. Esta los atendió por una ventana, con la persiana echada para que no vieran lo que sucedía dentro, y les dijo que estaba bien, que no se preocuparan.
Total, que los vecinos volvieron a sus casas. Pero esa noche, ya bastante tarde, los despertó la entrega de unos bultos grandes, que llevaron directamente al Seguro. Todos se preguntaban qué contenían esos bultos, y por qué el secreto con que los habían entregado. Los guaruras salieron a decir que no era secreto, sino que la compañía transportista se había visto detenida por el terrible tránsito, y no habían podido llegar antes, y que los bultos no contenían nada malo ni peligroso. Pero cuando les preguntaron qué contenían, se hicieron los tontos (no les fue muy difícil), y corrieron a encerrarse en la portería. Solo quedaron dos, para impedir que alguien quisiera meterse por la fuerza.
Peor fue cuando, ya en la madrugada, se oyeron unos gritos espantosos saliendo del Seguro. Todos corrieron allí, sin faltar ni siquiera los bebés, y armaron un escándalo que logró cubrir los gritos. Y cada quién tenía una teoría diferente, desde que lo habían operado del cerebro sin anestesia, hasta que le habían cortado algún órgano esencial para la vida. La enfermera salió esta vez al pasillo y, con la cara pálida y las manos exangües, dijo que sí, que habían tenido que hacerle una intervención al portero, pero que era una cosa de poca monta. Poca monta… ¿Y los gritos? La mujer se escurrió, sin contestar, dejando que los vecinos imaginaran cosas aún peores.
Por fin, el del 51 empezó a aporrear la puerta: quería ver al portero para saber si estaba vivo, y exigía que les dieran un parte sobre su salud. Los demás lo apoyaron con gritos y patadas a la puerta. Pero la enfermera no salía. Los vecinos arreciaron en sus protestas, aduciendo su derecho a saber cuál era el estado de salud de quien los gobernaba. Lo mismo. Y ya estaban hablando de ir a buscar a la policía para que les permitieran entrar al Seguro, cuando empezaron de nuevo los gritos. Al momento, todos los guaruras se presentaron en el lugar y entraron a la enfermería, entre tumultos, gritos y pellizcos de las viejas, que eran las más enojadas. ¿Pero qué crees? Yo me metí con ellos. Me pisaron la cola, pero me aguanté sin maullar y logré llegar hasta la cama del enfermo. ¿Y sabes por qué gritaba? Porque le iban a poner una inyección, y es tan collón que lo tuvieron que sujetar entre todos; y como ni así podían con él, alguien le dio un golpe en la cabeza para que se estuviera quieto y lo pudieran inyectar.
¿Y sabes lo que contenían los famosos bultos? Pañales para adulto. Porque lo que tiene el portero es una incontinencia anal severa (vulgo: diarrea) por comer demasiado picante. Pero a él le parece vergonzoso estar enfermo de eso, y ha prohibido terminantemente que se mencione siquiera la palabra en la vecindad. Así que se estuvo tres días encerrado en el Seguro, dando alaridos cada vez que lo iban a inyectar y recibiendo otros paquetes de pañales que, aquí entre nos, los tuvieron que pagar los vecinos “porque las finanzas de la vecindad estaban en muy mal estado”, según dijo uno de los guaruras (el más guapito; y por eso le creyeron todas las viejas, que eran las más escandalosas)
Pero a los vecinos solo les dijeron lo de la cooperación, y los tuvieron todo el tiempo en la incertidumbre. De modo que cuando al fin lo vieron salir del Seguro, hasta le aplaudieron al condenado, sin saber que los había vuelto a estafar, porque los pañales costaron mucho menos de lo que el guarura les dijo, y esa diferencia se la dio a la Flor para que lo acompañara toda la semana siguiente (sobre todo por las noches, en que se sentía muy solo).
Siguió casi un mes de “convalecencia”, durante el cual no se le podía consultar nada, y apenas se le podía ver de lejos (siempre acompañado por la Flor). Y durante ese tiempo, todas las viejas le llevaban que unos chilaquilitos, que un guisadito que unos taquitos, que un refresquito, y hasta la manutención de la Flor le salió gratis. Ventajas de tener un puesto así, ¿no te parece?
El portero ya está bien. Y los pañales que le sobraron los vendió a muy buen precio a una farmacia cercana, pero no lo comunicó siquiera a los vecinos. Pero ya sabes cómo es. ¿Para qué te digo más?
Te quiere,
Cocatú
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