“Hay aire y sol, hay nubes. Allá arriba un cielo azul (…) Hay esperanza, en suma. Hay esperanza para nosotros, contra nuestro pesar.”
– Juan Rulfo, novelista y cuentista mexicano (1917-1986).
De la vida he aprendido que el tiempo es lo más relativo que existe. Se puede pensar en términos de horas y minutos, llevar una agenda diaria y realizar complejas planificaciones laborales o personales; sin embargo, la experiencia del paso del tiempo es tan subjetiva como el amor (a propósito del inicio de mes) porque cada persona la vive de diferente forma. Así, nos encontramos en el día 1 del segundo mes de 2021 que se percibe más como la continuación de una historia sin fin (en términos de pandemia), pues nada ha cambiado mucho desde aquel día 16 de marzo del año 2020 en el que nos confinaron a todos en nuestras casas y la vida quedó en pausa (relativa también).
El cambio de año siempre nos hace creer que algo cambiará. Nos brinda una extraña sensación de “nueva oportunidad” la cual materializamos al momento de realizar el ritual de comer 12 uvas en la nochevieja y mentalizamos nuestros deseos con la firme intención de hacerlos realidad. Es ahí donde surge la esperanza en nuestros corazones y parece que el mes de febrero, pese a todos los pronósticos y en medio del momento más crítico de la pandemia, al menos tendremos un respiro con tintes esperanzadores.
El vocablo esperanza se deriva de esperar, del latín sperare (tener esperanza) y esta de spes, esperanza. El verbo sperare se relaciona con la raíz *spe (expandirse, tener éxito). Encontramos la palabra en la obra de Charles Dickens, Grandes Esperanzas, la cual narra la historia de un huérfano y el camino que debe recorrer hasta convertirse en un caballero. En alguno de sus párrafos podemos leer: “Era uno de aquellos días de marzo en que el sol brilla esplendoroso y el viento es frío, de manera que a la luz del sol parece ser verano e invierno en la sombra”. Y ocurre que estamos muy cercanos a la luz del sol; de hecho, mañana (día 2) en la religión católica se celebra la fiesta de la Candelaria (o Fiesta de las Velas), la cual ocurre exactamente 40 días después de Navidad y se refiere al momento de la presentación de Jesús en el templo y la purificación de la Virgen después del parto, es decir, Cristo (la luz del mundo) viene a iluminar a todos como la vela o las candelas (de ahí se deriva su nombre). En la tradición celta, se celebra el Festival de Imbolc (en el ombligo), una fiesta de luz que nos trae días cada vez más largos y la esperanza de la primavera, por lo que es asociado con el ritual de la fertilidad.
Así que sentir esperanza no se trata solo de “esperar” a que algo favorable ocurra, sino que está ligada a rituales que obedecen al ciclo natural de la vida y a un tiempo en que la humanidad se regía por la posición de los astros, los tiempos de siembra y cosecha, la duración del día y la noche, del frío y el calor, a la lluvia y a la sequía.
En el contexto actual en que vivimos, a nivel mundial pareciera como si ante la muerte y la incertidumbre, la esperanza perdiera vigencia y relevancia porque no sabemos lo que nos depara el futuro (de hecho, nunca lo sabemos) y porque cuesta trabajo “esperar” lo mejor; sin embargo, es justo el momento para conectar con la luz, porque de forma natural la vida se abre camino, tal como dicta la frase que elegí como inicio de esta colaboración.
Dicen por ahí que la esperanza muere al último y es verdad, esa vocecita en nuestro interior que nos impulsa a “esperar” un poco más, a intentarlo de nuevo, a probar una manera diferente, es un motivo suficiente para seguir adelante. Dice la letra de una canción: “Saber que se puede, querer que se pueda. Quitarse los miedos, sacarlos afuera. Pintarse la cara, color esperanza, tentar al futuro con el corazón”. Aunque suene a frases de automotivación y hoy resulte muy difícil creer que existe esperanza, hay que estar seguros de que la vida se defiende justo a través de ella o, al menos, eso creía Cortázar también.
Busquemos esperanza en #laspequeñascosas.
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