La verdadera socialización implica el desarrollo de múltiples habilidades de las cuales quizá la más importante es la empatía, pero no entendida de manera ingenua y simplona, sino profunda y consciente.
La gran pregunta: ¿cómo conciliar las restricciones sanitarias con nuestra necesidad de cercanía y contacto con los demás?
Si hay algo que compartimos, no solo con el resto de los humanos, sino con infinidad de especies, y en especial con todos los mamíferos, es nuestro aspecto emocional. Hay muchas maneras de enlistar las emociones, pero luego de revisar diversas clasificaciones considero que las siete emociones primarias, los ladrillos con que se construyen los matices sensoriales de nuestra experiencia existencial son alegría, sorpresa, miedo, ira, desagrado, tristeza y desprecio.
Mediante las emociones identificamos desafíos, peligros y placeres. Es gracias a ellas que podemos interpretar la realidad exterior, construir sentimientos, vínculos y, en última instancia, es a partir de nuestras emociones como desarrollamos –o no– la empatía, el fundamento de todo vínculo significativo, tanto entre humanos, como entre humanos y otras especies.
Los neurocientíficos han descubierto que mediante las neuronas espejo somos capaces de percibir y hacer nuestras las emociones y sensaciones ajenas. Sobre éstas, su descubridor, Giacomo Rizzolatti, comenta:
“Somos criaturas sociales. Nuestra supervivencia depende de entender las acciones, intenciones y emociones de los demás. Las neuronas espejo nos permiten entender la mente de los demás, no sólo a través de un razonamiento conceptual sino mediante la simulación directa. Sintiendo, no pensando1”.
Mientras nuestra química corporal –dopamina, cortisol, adrenalina, endorfinas, etc.– es la manifestación física de nuestras emociones, las neuronas espejo lo son de la empatía. Se activan naturalmente a partir de las expresiones faciales, el contacto visual, los ademanes, los movimientos del cuerpo en general, es decir, a través del contacto con el “otro” y difícilmente pueden alimentarse y tonificarase de forma adecuada cuando solo se ejercitan a través de una pantalla.
Gracias a las emociones, y a los sentimientos que construimos a partir de ellas, somos capaces de comprendernos a nosotros mismos y relacionarnos con el mundo, pero es gracias a la empatía que somos capaces de identificarnos con el dolor del otro, con sus sueños, con sus alegrías, con sus carencias y fortalezas. Y, puesto que es el puente que nos conecta con el resto de los humanos, es a partir de la empatía como seremos capaces de resolver los desafíos que la crisis actual pone ante nostros.
La verdadera socialización implica el desarrollo de múltiples habilidades de las cuales quizá la más importante es justamente la empatía, pero no entendida de manera ingenua y simplona, sino profunda y consciente: la capacidad de entender discursos ajenos, de ponerse en los zapatos del otro, la capacidad de relacionarse con el que piensa diferente, la capacidad de comunicación, de articular discursos coherentes para arropar las ideas propias y poder contrastarlas con las ajenas, la capacidad de compartir espacio, afinidades y diferencias en un entrono de respeto y aceptación, la sensibilidad para ceder prebendas y ventajas obtenidas sin pedirlas por nuestra condición socio-económica de nacimiento para brindar oportunidades de desarrollo y prosperidad a aquellos en posición más vulnerable. Todo esto y más implica la verdadera empatía.
Habitamos un mundo psico-socio-cultural. Del mismo modo que poseemos una realidad interna desde donde interpretamos los diversos estímulos que recibimos de la existencia, esa experiencia interna se proyecta hacia afuera mediante la interacción que llevamos a cabo con otros miembros de la comunidad. Es entonces que nuestro mundo interno y particular se funde con el mundo externo y colectivo y tienen lugar una serie interminable de interacciones interpersonales que configuran, de forma indisociable, las dinámicas de la realidad total.
Si bien la pandemia por covid-19 está marcada por un riesgo sanitario real de contagio, eso no evita que la manera en que los humanos construimos nuestra experiencia de estar vivos y el modo más eficaz con que alimentamos y discernimos nuestro diapasón emocional y sentimental es a partir de la interacción con los demás.
Resulta por lo tanto inquietante el hecho de que la naturaleza haya decidido que este ente patógeno se traslade de una víctima a otra casi exclusivamente a través las secreciones humanas expelidas al hablar, respirar y compartir espacio vital. Esto conduce a una sorprendente conclusión: para protegernos del contagio debemos aislarnos de los demás seres humanos, en contradicción con nuestra necesidad social-gregaria de contacto y pertenencia, una de las características esenciales de nuestra especie.
La pandemia nos exige un desafío paradójico. Por un lado debemos renunciar al contacto con el otro para no enfermar de covid, mientras que por el otro, al renunciar a una de nuestras necesidades existenciales básicas y aislarnos de los demás terminaremos por enfermar de maneras tan graves o peores que la covid-19 misma.
Hemos dejado de asistir de manera regular a las oficinas, a evitar en lo posible el transporte público y las aglomeraciones, a erradicar temporalmente de nuestra vida los eventos públicos, los cines, los teatros, los gimnasios, a visitar con desconfianza restaurantes, supermercados y centros comerciales. Nos hemos forzado al uso de mascarillas, caretas, geles desinfectantes y demás barreras materiales de prevención. Se han cerrado las escuelas, suspendido los deportes de conjunto, reducido las convencias familiares y de amigos a su mínima expresión. Incluso el saludo ha dejado de entrañar un apretón de manos, un beso o un abrazo, para convertise en un gesto impersonal y distante, detrás de un cubrebocas. Hemos exacerbado el uso de plataformas digitales, como decíamos la semana pasada.
Es ingenuo suponer que este tipo de dinámicas sostenidas durante varios meses no alterarán nuestra forma de relacionarnos con los demás y por ende, en tanto que los seres humanos somos eminentemente sociales, a transformar nuestra experiencia de vida quizá para siempre. Sin embargo algo nos ancla al pasado histórico de nuestra especie: la necesidad de vincularnos, de crear relaciones genuinas, afectivas y profundas con nuestros pares.
Ante el peligro real de contagio, la manera en que entendemos el contacto con “el otro” está en riesgo. Es aquí donde la empatía opera como herramienta invaluable, no solo para transitar la Era Covid de forma digna y decorosa, sino para construir un futuro esperanzador para los tiempos post-pandémicos, ahora mismo en formación.
Quizá este desafío monumental al que nos enfrentamos servirá para valorar de una manera distinta nuestra condición y necesidad existencial de contacto, para replantearnos la importancia de ese “otro” sin el cual la vida, por más satisfactores materiales que se tengan, carecería de significado.
Ningún conocimiento, posesión, proyecto o interacción tiene demasiado sentido si su fin último no está relacionado con potenciar el vínculo entre seres humanos. Sin despreciar la búsqueda legítima de un beneficio económico o material de cualquier especie, quien diseña o pretende vender un producto, crea una obra de arte, pretende compartir o adquirir un conocimiento, busca en última instancia contactar con un “otro” que valide con su interés su propia actividad y todo este sistema carece de sentido si el contacto entre humanos se elimina o se limita hasta niveles insanos.
Los meses de pandemia transcurren y con ello los planteamientos iniciales se modifican también. A estas alturas todos experimentamos en carne propia cambios sustanciales en nuestra forma de vivir y de relacionarnos tanto con nostros mismos, como con los demás.
Por un lado casi todos conocemos gente cercana que ha enfermado, incluso algunos que han fallecido a causa del virus, lo que nos hace entender la peligrosidad real de la pandemia; por el otro, reconocemos la necesidad de retomar la vida, de resignificar las pérdidas que hayamos tenido, reencontrarnos con nuestros vínculos personales y sociales y reconstruir nuestros propósitos, proyectos y sueños de futuro.
La gran pregunta, entonces, es ¿cómo conciliar las restricciones sanitarias con nuestra necesidad de cercanía y contacto con los demás? No hay respuestas fáciles a este dilema. Lo cierto es que las acciones que tomemos hoy configurarán la realidad post-pandémica: ¿qué mundo nos espera si, luego de este desafío monumental, terminamos por asumir al “otro” como una amenaza?
Por eso es tiempo de replantearnos el concepto de salud, que, a mi juicio, no equivale tan solo a no enfermar de covid, sino a conseguir un equilibrio entre bienestar físico, emocional, psicológico, personal y relacional.
Aun cuando suene duro, no queda sino reconocer que nada que merezca la pena en la vida puede lograrse sin costos, peligros y riesgos. Vivir mata, dice el refrán popular. Y quizá no haya precio más alto que renunciar a una vida plena.
Aquí viene la importancia de llevar a cabo una introspección consciente y responsable que nos permita cuidarnos del contagio sin rechazar al otro; jerarquizar, medir y en su caso tomar las acciones y riesgos que, de no hacerlo, nos resultaría existencialmente más caro.
Es verdad, no podemos asumir riesgos innecesarios e imprudentes, pero tampoco podemos sacrificar una existencia plena por causa de la covid-19. El gran desafío consiste en conseguir ese equilibrio que nos permita recuperar la vida dentro de las limitaciones que exige cuidarnos del contagio. No hay soluciones fáciles, pero tiempos extraordinarios requieren decisiones, responsabilidad y acciones extraordinarias.
Es central diferenciar las auténticas posibilidades de riesgo y contagio con el hecho de ver “al otro” como una amenaza. Ese “otro” que nos rodea, que viaja a nuestro lado en el transporte público, que camina por la misma acera que nosotros, que está en la mesa de al lado en el restaurante, vive el mismo dilema y experimenta la misma vulnerabilidad y frustración que nosotros. Ese “otro” también tiene familia que quiere preservar y tiene tanto miedo a enfermar, morir o contagiar a los suyos como lo tenemos cualquiera.
La “convivencia consciente” implica tomar las medidas apropiadas para reducir al máximo el riesgo de contagio, pero también cuidar de nosotros, de los nuestros y de los demás de formas diversas y activas, que van desde alimentarnos sana y apropiadamente, hasta respetar las medidas preventivas y los códigos de distanciamiento social sin agredir o discriminar y graduándolas en función de las circunstancias de tal modo que no eliminemos de nuestra vida el contacto con los demás.
Si tomamos este reto con seriedad, la Era Covid, aun sabiendo los enormes precios que nos está haciendo pagar en todos los aspectos, puede convertirse también en un potente periodo de maduración colectiva.
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1 Rizzolatti, G., Fogassi, L., Gallese, V. (2001). “Neurophisiological mechanisms underlying the understanding and imitation of action”. Nature Rewiews Neuroscience, 2, Pág. 661
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