Lo que vimos el pasado domingo 22 de abril seguramente lo veremos la noche del 1 de julio: varios candidatos van a declararse ganadores. Es una reacción natural. Todos sabemos, incluso los candidatos y sus equipos, que no todos pudieron haber triunfado en el debate. Pero es comprensible que todos clamen la victoria; ni modo que alguno diga: «oh, qué mal me he desempeñado, he perdido el debate, disculpen ustedes, apreciados ciudadanos, no los vuelvo a molestar.»
Es posible que tengamos una idea equivocada de lo que debe ser un debate. Me imagino el coliseo romano repleto, los gladiadores saliendo a la arena, listos para despedazarse. Sólo uno de ellos triunfará, los demás morirán. Así concibo a los seguidores de los distintos candidatos: un público ávido de sangre, presto a ver cómo su gladiador destruye a los demás. Un debate entre candidatos a la presidencia de una república no es ni debe ser eso. Un debate debe exponer a los candidatos ante la inteligencia de los electores: es una prueba para los candidatos, pero también –y sobre todo– es un ejercicio de la razón para los electores. Un elector debería dejar fuera sus amores y odios hacia los candidatos, al menos durante el debate. Porque si no es así, entonces no es un ejercicio para la inteligencia ciudadana, sino un acarreo complaciente, indulgente, condescendiente; un acarreo en el sentido sutil del término: no de multitudes transportadas en autobuses a una plaza, sino de acarreados que vitorean detrás de una pantalla.
El ciudadano debe someter a su candidato al escrutinio de la inteligencia. El ciudadano no puede cegarse y creer a pie juntillas que su candidato no tiene defectos, que es maravilloso y que nadie puede vencerlo. Todos los candidatos tienen puntos fuertes y lados débiles. Si de verdad un candidato va a merecer nuestro voto, es porque de verdad ha pasado los filtros que nuestro intelecto le ha impuesto. El debate no es para los candidatos per se, sino para los electores. Si no comprendemos eso, seguiremos siendo ese público idiotizado y salvaje que asiste al coliseo romano buscando satisfacer su concupiscencia en una orgía de sangre.
¿Quién ganó el debate? Nadie ganó el debate, porque un debate no es como un partido de futbol, en el que una escuadra vence y se lleva los tres puntos, mientras que el perdedor se queda en cero. Más que la consecución de la victoria, el debate tiene que ver con los objetivos que los candidatos se plantean en sus estrategias. ¿De qué sirve ganar un debate si se pierde la elección? ¿En qué afecta la derrota en un debate, si se gana la elección?
Si nos atenemos a los objetivos, yo pienso que Anaya, AMLO y El Bronco los consiguieron, y en ese sentido el debate fue para ellos exitoso.
Antes del debate, poca gente conocía a El Bronco; el domingo millones lo escucharon, y ahora México lo conoce. Seguramente ese era su objetivo, pues antes del debate, El Bronco era conocido sólo en Nuevo León y en el norte, pero prácticamente desconocido en el sur del país. Su desempeño no fue fino, sino vulgar, brutal; pero una persona que se hace llamar “El Bronco” no va a llegar a un debate y comportarse con la exquisitez y elegancia de Kate Middelton. No está en su naturaleza. Sus métodos fueron rudos, pero efectivos. Pienso que debe sentirse satisfecho.
¿Cuál era el objetivo de AMLO? Él sabe que no es bueno debatiendo, y por eso rehúye a esta clase de ejercicios. Si sobrevivía al debate sin ofuscarse ni perder la serenidad, aún sabiendo que sería atacado por todos, y sin que después perdiera una importante cantidad de puntos en la intención de voto; con eso estaba del otro lado. Y lo logró. Es más, algunas encuestas lo marcan como vencedor en el debate, y en ninguna de las encuestas en las que lleva ventaja se reportó una pérdida preocupante de puntos, por lo menos hasta ahora. Podemos decir que, a pesar de que su desempeño no fue brillante (por mucho que alguien sea fan, no puede cegarse), cumplió su objetivo. Y en ese sentido debe sentirse satisfecho.
Ricardo Anaya fue quien mostró mayor agilidad mental, más presteza al responder y mejores capacidades para debatir. ¿Se acuerda usted cuando hizo pedazos a Beltrones en 2016? Anaya, digan lo que digan, es una persona muy hábil que no conoce el significado de la palabra “no”. Que si se apoderó del PAN, que si extirpó de él a sus enemigos, que si su espíritu es dictatorial… lo que sea: parece que no hay obstáculo que este joven candidato no pueda superar. Un fan de López Obrador, por mucho amor que le tenga, no podría decir que el sujeto de su devoción es más ágil intelectualmente que Anaya. Tampoco lo podría decir un fan de Meade. ¿Qué buscaba Anaya? Mostrarse como una opción más fuerte y enérgica que Meade y presentarse como aquel que puede vencer a AMLO. A mi juicio lo logró. El Reforma publicó una encuesta en la que lo coloca como ganador del debate; y no fue la única. Claro que los simpatizantes de AMLO de inmediato objetaron dicha encuesta, aduciendo que estaba “cuchareada”, cuando el mismo Reforma publicó una encuesta la semana pasada en la que ponía a AMLO adelante en la intención de voto con 22 puntos de ventaja respecto a su más cercano contrincante; esta otra encuesta fue retuiteada y celebrada por todos los miembros de MORENA. Creo que el PAN y Anaya también deben sentirse satisfechos.
José Antonio Meade, que no es priísta, actuó como si lo fuera. Lo que tuvo que hacer Meade desde que fue designado por EPN como el candidato, era desmarcarse, desligarse, deslindarse del PRI y emprender un discurso enérgico, agresivo, en contra de la corrupción –enérgico, que no estridente, pues la estridencia no está en la personalidad de Meade–. Si el odio contra el actual gobierno se debe en gran medida a la corrupción, mostrarse débil contra ella es un suicidio electoral. Meade no ha logrado desprenderse del PRI ni del gobierno. No lo logró la noche del primer debate, y por lo que se ve, si no cambia ya, no lo va a lograr nunca. Quizá sea el candidato con mejores credenciales, tanto académicas como de experiencia en el servicio público, pero la mancha del PRI es como la sangre que no podía Lady Macbeth lavarse de las manos. Lo que va a liquidar a Meade es su cercanía a Peña, el hecho de que fue un funcionario clave de este gobierno, que, recordemos, es uno de los más vilipendiados de nuestra historia. Creo que Meade y su equipo deben sentirse preocupados. Les sería más útil una crítica interna que sea constructiva y un replanteamiento inteligente de la estrategia, que la autocomplacencia y el triunfalismo corporativo con que se conducen y que tanto choca y fastidia a millones de mexicanos.
Creo que Margarita Zavala fue la más débil. Pensé que sería un hueso más duro de roer. Ya sabemos que es mujer, si eso todo mundo lo puede detectar; pero ella sigue empeñada en basar su campaña en que es mujer, como si el electorado no lo supiera. Creo que fue más tibia que Meade –que fue bastante tibio–, y si a eso agregamos sus titubeos y su apocamiento a la hora de hablar, creo que el balance para ella es negativo. No atacó al PAN, porque habría sido como atacar al gobierno de Calderón, y eso equivale a darse un balazo en el propio pie. Pero tampoco atacó con contundencia al PRI. Vaya, ni siquiera a AMLO. Si pensaba que lograría convencer a muchos panistas para votar por ella, creo que para nada le resultó la estrategia. Es más, si un panista estaba indeciso entre votar por Anaya o votar por ella, creo que después del debate ya no tendrá duda. Tal vez debería pensar seriamente en la posibilidad de regresar y sumarse al PAN.
El debate es un ejercicio democrático fundamental. Sé que mucha gente está harta, molesta y decepcionada de lo que pasa en México con la corrupción del gobierno y la violencia; y no les falta razón. Pero hay que ver, estudiar y analizar a todos los candidatos, de una manera racional, activa, democrática e inteligente. Este primer debate ha sido un gran foro que nos ha permitido hacer un primer análisis. La capacidad de discernimiento nos hace menos manipulables. No se vale votar sin razonar.
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