Notre-Dame en llamas: la caída de un símbolo cultural

El simbolismo de un templo en llamas es tremendo. ¿Quién no recuerda la escena final del film The name of the rose (El nombre de...

16 de abril, 2019

El simbolismo de un templo en llamas es tremendo. ¿Quién no recuerda la escena final del film The name of the rose (El nombre de la rosa)? Un templo en llamas simboliza el final de una era. La novela de Umberto Ecco que sirvió de base a este film, Il nome della rosa, no se refiere únicamente a la solución de un misterio –asesinatos de monjes en una abadía–, sino al final de la escolástica y el arribo del nominalismo, y con ello el advenimiento del mundo moderno. La caída de la abadía, causada por el incendio de un monje fanático y ciego –el venerable Jorge de Burgos–, que prefiere que se pierda todo el saber de la gran biblioteca con tal de que la sagrada doctrina quede incólume, es precisamente eso. La imagen es terrible y está llena de fuerza, como la imagen que vimos de Notre-Dame en llamas, en pleno inicio de la semana santa.

Para los que valoramos la cultura y las artes como lo más preciado de la civilización, la destrucción parcial de Notre-Dame es un acontecimiento asaz lamentable. Todo lo que la civilización occidental es está sustentado en cuatro pilares: la tradición judeo-cristiana, el pensamiento filosófico griego, la latinidad y la fusión de los mundos germánico y mediterráneo. Cada región y cada nación tiene sus particularidades, claro está, y las hay en las que algún elemento predomina sobre los otros, pero la sustancia de la civilización occidental es esa. Notre-Dame es la imagen perfecta de estos elementos culturales, no porque sea el único templo gótico –hay muchos en Europa, si bien Notre-Dame es uno de los más espléndidos–, sino porque está en París: Notre-Dame es el corazón de Francia, Francia es el corazón de Europa y Europa es el corazón de occidente. No se incendió cualquier templo de la cristiandad: se incendió Nuestra Señora de París.

Afortunadamente no todo se perdió. La pronta acción de los bomberos evitó un desastre mayor. La estructura principal del templo, así como la fachada, incluidas sus torres, quedaron a salvo, lo mismo que las reliquias y casi todos los vitrales. Se harán labores de reconstrucción y Francia pondrá en acción a sus mejores especialistas. En breve tendremos restaurada a Nuestra Señora de París.

Pero volvamos a la imagen de una catedral ardiendo. Sé que es políticamente incorrecto mencionarlo, pero Europa occidental está profundamente herida. No lo digo yo; lo dicen muchos intelectuales de gran prestigio, como el historiador escocés Niall Ferguson: Europa podría ser una civilización en etapa terminal. Tan políticamente incorrecto es decirlo, que el escritor francés Michel Houellebecq ha tenido muchos problemas y ha sido salvajemente criticado. En su novela Soumission, plantea que Francia sería la primera república islámica de Europa occidental. Claro, mucha gente, horrorizada, se le fue a la yugular y lo calificó de anti-francés. Pero Houellebecq expresa desde la literatura lo que Ferguson explica en sus libros de historia. En Civilization, Ferguson señala que si la tasa de crecimiento de la población musulmana en el Reino Unido se mantiene al ritmo del 6.7% (ese fue el promedio entre 2004 y 2008), los musulmanes serían el 8% del total de la población en 2020, el 15% en 2030, el 28% en 2040 y más del 50% en 2050. El caso de Francia es mucho más grave. Tal es la magnitud del problema que los académicos ya han acuñado un término que resulta muy incómodo: en un futuro cercano ya no se hablara de Europa, sino de Eurabia. Es más, el especialista en geopolítica George Friedman explica en The next hundred years lo que él llama el número crítico: 2,1 es el número de hijos que cada mujer debe tener para que la población mundial sea estable. Un número mayor da por resultado un crecimiento de la población; un número menor nos lleva a la disminución de la población. En Europa occidental la tasa de hijos por mujer es muy baja: en España es apenas de 1,3. En Italia y en Alemania es de 1,4. Francia y el Reino Unido rondan el 1,8. Los números son tan bajos, que la tendencia podría ser irreversible: varios países europeos han llegado al punto de no retorno. Los que están teniendo hijos en Europa son los inmigrantes, especialmente musulmanes, y a unas tasas increíblemente altas. Es muy duro decirlo, pero la cristiandad occidental europea se está condenando ella misma a la extinción cultural. En unas cuantas décadas, quizá cuarenta o cincuenta años, Europa habrá perdido del todo su identidad cristiana, y por lo tanto uno de los pilares que la sustentan se habrá quebrado, con la consecuente caída de la civilización. Ya no más Europa, sino Eurabia. Por eso el poder inefable de la imagen de Notre-Dame en llamas. Nuestra Señora es mucho más que una catedral: es la imagen de Europa misma, el icono por antonomasia de occidente.

A principios de año me reuní con unos españoles e italianos. En una cena platicamos de temas como Cataluña, la inmigración, el gobierno populista de derecha en Italia, el Brexit, etcétera. La charla nos condujo al debilitamiento de la Unión Europea y al sentimiento de muchos europeos en el sentido de que la aventura unionista ha fracasado. Y ahí formulé algunos comentarios como los que diría Ferguson en Cambridge, Friedman en Cornell o Houellebecq en sus novelas. La reacción fue intensa: Francia nunca será una república islámica, Europa occidental jamás dejará de existir. Un catalán y un español se engancharon en el tema de Cataluña: el primero decía que no únicamente habría independencia, sino que además la monarquía española caería, el segundo decía que no. Es muy probable que antes de que acabe este siglo, ni España ni Cataluña existan… al menos como las conocemos. Y no lo digo yo. Lo dicen los números, las estadísticas, datos objetivos no susceptibles de opinión.

Hay una palabra en la novela Nuestra Señora de París, de Victor Hugo, que, dado el contexto, resulta fundamental. El mismo autor confiesa que toda la novela está basada en esa palabra:

«Cuando hace algunos años el autor de este libro visitaba o, mejor aún, cuando rebuscaba por la catedral de Nuestra Señora, encontró en un rincón oscuro de una de sus torres, y grabada a mano en la pared, esta palabra: ANATKH.»

Es la palabra griega para fatalidad. Fatalidad en el sentido de lo inevitable.

Dicen algunos que la diversidad enriquece la cultura, y yo creo que sí. Habrá quienes no estén de acuerdo con esta afirmación. La inmigración no necesariamente debería ser un problema. No lo fue para los Estados Unidos, país de inmigrantes, aunque ahora lo sea. Europa está experimentando un problema de inmigración más agudo que el de Estados Unidos. Cuando la población que entra a un país absorbe su cultura y adquiere sus valores, la diversidad ciertamente enriquece. Pero ese no es, ni puede ser, ni será el caso de las comunidades musulmanas en Europa occidental. Las comunidades musulmanas conservan su identidad y recelan del país anfitrión, llámese Francia o Reino Unido. No comulgan en absoluto con sus valores y no sienten que tengan nada en común con el anfitrión. La inmigración en esos términos es potencialmente desestabilizadora: casi una invasión. Y claro, la reacción del anfitrión es igualmente peligrosa: el resurgimiento del populismo nacionalista.

 

Quizá sea inevitable la caída de la civilización occidental en Europa. Ojalá que todos los que la pronostican estén equivocados. Me consuela saber que la torre de Notre-Dame en la que Victor Hugo encontró la inscripción en griego (ANATKH) no se vino abajo. Nuestra Señora de París sigue en pie.

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