Ciento setenta años pueden parecer una eternidad, pero en la escala histórica es poco tiempo.
En 1848 nuestra nación fue vencida y humillada por los Estados Unidos. Fue una verdadera injusticia la que sufrieron aquellos mexicanos. Y la sufrieron por su incapacidad, por su desorganización, por su indecisión, por su imperdonable torpeza. No que merecieran ser víctimas de uno de los expolios más grandes de la historia mundial, pero examinando todo lo que pasó y la increíble negligencia con la que actuaron los mexicanos, a veces uno piensa: caray, se lo ganaron a pulso.
Ciento setenta años después, parece que la historia le está cobrando aquella vieja factura a los Estados Unidos. La frontera que compartimos es la más transitada del mundo, y una de las más complicadas. El presidente Trump atribuye casi todos los males que padece su país a los mexicanos: narcotráfico, drogadicción de la población, violencia y crimen en las ciudades, inmigración ilegal, trata, y hasta desempleo, se deben al pérfido vecino mexicano; y el colmo: no sólo México se beneficia ilegalmente a través de las redes del crimen organizado, sino también legalmente a través de un tratado comercial (NAFTA) que, según Trump, es una verdadera calamidad para los Estados Unidos.
Coincidiendo con el arranque de campañas en México, el presidente Trump ha ordenado el despliegue de la Guardia Nacional en la frontera. Se trata de una medida simbólica, poco efectiva en términos militares. Pero él lo ha manejado como la militarización de la frontera. Una militarización fronteriza es un acto muy agresivo, aunque se trate sólo de una medida simbólica. Militarizar una frontera debe considerarse como un acto preparatorio de guerra –y si no me creen, pregunten a los alemanes y a los franceses–. No que vayamos a entrar en guerra con Estados Unidos, qué va; pero sí se trata de un acto que denota un gran desprecio hacia nosotros. Un desprecio injustificado y cínico, dadas las peripecias de nuestras historias.
Estados Unidos abusó de su poderío y emprendió una guerra injusta y desigual contra nosotros. México fue vencido, humillado, fragmentado. Estados Unidos fraccionó nuestro país y nos amputó más de la mitad de nuestro territorio, aún cuando se diga que los 2.4 millones de kilómetros cuadrados que robaron eran tierras olvidadas, desiertas e incluso abandonadas por nuestros gobiernos. El expolio no está justificado y nunca lo estará. Si bien es imposible revertir la historia, la verdad de fondo en este asunto no puede ocultarse: el despojo con violencia es un crimen que podrá prescribir según las leyes, pero que nunca fenece ante la historia.
La única manera que el Devenir ha encontrado para resarcir esta injusticia es la recuperación cultural de los territorios perdidos. El fenómeno ha estado ocurriendo desde 1848, y se ha incrementado en los últimos sesenta años. El sur de los Estados Unidos está destinado a convertirse en una provincia mexicana, culturalmente hablando. Por todos los medios, los gobiernos estadounidenses han intentado detener el flujo de inmigrantes, sin éxito. Claro, no todos son mexicanos, pero sí la mayoría. Para un americano promedio, el fenómeno de la migración mexicana puede aparecer ante sus ojos –de hecho así lo han dicho– como si unos invasores (aquí los llamamos paracaidistas) se hubiesen brincado las cercas de sus casas y, contra toda ley, se hubiesen establecido en sus jardines. O sea, para el americano promedio, los mexicanos son los malos de la historia. Pero si lo vemos con la perspectiva que nos dan las décadas, los lustros y los siglos, la cuestión es al revés: los estadounidenses violaron el territorio y se lo quedaron; ahora que han llegado los mexicanos del futuro –futuro respecto a 1848, es decir, nuestro hoy– a reclamarlo, los estadounidenses se indignan y su presidente decide militarizar la frontera.
Hace algunos años, en una reunión del G-20 en México, la presidente de Argentina, Cristina Fernández, se encontró en un pasillo al Premier del Reino Unido, lo abordó y le entregó un documento en el que los argentinos reclamaban la propiedad y posesión de las Islas Malvinas amparados en cuarenta resoluciones de la ONU. Y lo increpó. Claro que el Premier Cameron se siguió de frente y las Falkland Islands siguen –y por lo visto seguirán– bajo dominio británico. La ley del más fuerte. A mí me pareció que Cristina Fernández tenía toda la razón y la fortaleza moral para increpar el Primer Ministro, y así se lo hice ver a unas personas con las que en ese momento yo conversaba. Una de ellas me dijo que no, que es como si ahora mismo México quisiera recuperar el territorio que cedió –México no cedió nada; fue forzado– a Estados Unidos; de ser así, dijo esa persona, no habría seguridad jurídica y sería sólo la ley del más fuerte, es decir, la violencia y fuerza brutas, lo que imperara. Pues es exactamente eso: la ley del más fuerte, con toda su violencia y fuerza bruta, lo que impera. Pero todo tiene un costo, repliqué: las Malvinas quedan a unos 350 kilómetros de la costa patagónica, lo cual implica un problema logístico insoluble para los argentinos; nosotros estamos junto-con-pegado: una frontera compartida de más de 3 mil kilómetros y millones de personas de origen mexicano –casi 40 millones– viviendo al otro lado; y 130 millones de mexicanos de este lado. ¡Houston: you have a problema! La Historia les está pasando factura: una guerra cultural que nunca podrán ganar.
George Friedman escribió hace unos años estas líneas:
“El movimiento masivo de inmigración en la frontera no puede ser revertido. El predominio de mexicanos –tanto de mexicanos que son ciudadanos americanos y mexicanos que no lo son– será permanente. Los territorios de México ocupados por los Estados Unidos en la década de 1840, serán de nuevo mexicanos, cultural, social y, en gran medida, también políticamente.” (En The Next Hundred Years)
El asunto mexicano es el problema más grande que los americanos habrán de enfrentar en toda su historia, por encima de la Guerra Civil y las Guerras Mundiales, aunque aún no lo sepan. Es un asunto en el que irremediablemente habrán de perder.
Friedman pronosticó el gran conflicto México-USA para ocurrir en la segunda mitad de este siglo; y pronosticó también la derrota de nuestros vecinos: los territorios perdidos volverán a ser mexicanos, desde un punto de vista cultural; pero a fin de cuentas mexicanos. Friedman ha vaticinado la pronta creación de una Comisión de Asuntos Mexicanos en Estados Unidos en el Congreso Mexicano; también prevé que los mexicanos en Estados Unidos elegirán diputados –y hasta senadores– para ser representados ante el Congreso Mexicano (¿se imagina usted al diputado Zavala en el Palacio Legislativo de San Lázaro, representando a los mexicanos del distrito equis de Texas?), que los candidatos a la presidencia en México harán campaña en Estados Unidos y que la última palabra en los asuntos de la zona fronteriza a ambos lados y en lo relativo a la relación bilateral, no la tendrá ni el Congreso americano ni el presidente de Estados Unidos: esas decisiones se tomarán in Mexico City. Al parecer, Donald Trump ha desencadenado este conflicto unas décadas antes de lo previsto.
A todo esto, ¿sabe usted cuánto pagó Estados Unidos como indemnización a México? 15 millones de dólares de aquel entonces, que actualizados a hoy equivalen a unos 450 millones de dólares. Para ser más claros: el poder de compra de 15 millones de dólares en 1848 equivale al poder de compra de 450 millones de dólares de hoy. Para que se dé usted una idea, la Terminal 2 del Aeropuerto de la Ciudad de México costó 840 millones de dólares –o sea, salió más cara–, el Pasó Exprés de la carretera de Cuernavaca –con todo y el socavón– costó 121 millones de dólares (con el dinero que nos dieron los gringos a cambio de más de la mitad de nuestro territorio, actualizado a hoy, podríamos construir 3.7 Pasos Exprés, espero que sin socavones, o podríamos edificar unas cuatro Estelas de Luz). ¿Y sabe usted qué pasó con todo ese dinero? Lo de siempre: acabó en el bolsillo de los políticos.
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