Fifis VS chairos

La sociedad mexicana está polarizada: los que apoyan al nuevo presidente y los que se oponen a él. Los primeros son los más: 53% de...

27 de noviembre, 2018

La sociedad mexicana está polarizada: los que apoyan al nuevo presidente y los que se oponen a él. Los primeros son los más: 53% de los votantes es una cifra suficiente si de democracia se trata. El otro 47% quedó dividido en dos partes desiguales: los que apoyaban a Ricardo Anaya y los que apoyaron a José Antonio Meade. pero, como dijo AMLO desde un principio, ni juntándose todos contra él hubieran ganado.

La victoria es un hecho consumado, incontrovertible y contundente que ha sacudido al status quo, y por esta razón es que todos los que no votaron por López Obrador, ahora sí se unen (demasiado tarde, amigos) para criticarle todo: apenas la palabra está en la lengua del nuevo presidente (tarda un poco, la palabra, quiero decir, pero ahí está), tenemos a todos sus detractores gritando y diciendo que, ahora sí, México se va a acabar. Y la verdad es que no es para tanto (en este artículo intentaré desmitificar dos cuestiones que han sacado ámpula: la Guardia Nacional y los superdelegados). Lo mismo se decía de Trump: cuando ganó la elección, aquel horrible martes de noviembre de 2016, muchos pensaron que la suerte de México estaba sellada y que en cosa de días nuestro país y el mundo se colapsarían. Pero hemos aprendido a vivir con un Trump agresivo y majadero junto a casa, y ni México ni el mundo se han acabado ni se van a acabar. Le hemos perdido el miedo a Trump.

No es que esté comparando al nuevo presidente con el mandatario estadounidense, aunque no es posible negar ciertos paralelismos. Pero eso no significa que sean iguales. Creo que AMLO por mucho supera a su par americano en cualquier rubro que se le mida, si de política se trata. Pero ese no es el punto. Lo que realmente importa es que AMLO es el presidente a partir del 1 de diciembre y que él no ha escondido sus cartas. Antes de tomar posesión, cumplió varias de sus promesas de campaña: canceló el aeropuerto de Texcoco, quitó la pensión a los ex-presidentes, está proyectando la construcción del tren maya, ha puesto en marcha la creación de la Guardia Nacional, ha realizado dos consultas populares y ha modificado la Ley Orgánica de la Administración Pública Federal de un modo que no hubiéramos imaginado, y así, a través de los llamados “súper delegados”, se prepara para poner un hasta aquí a los gobernadores. Cada uno de estos asuntos abona a la polarización y son tomados por ambos bandos como una cosa personal. Y eso que todavía no está en funciones. Todo esto nos muestra su tremendo músculo. A media campaña, totalmente seguro de ganar, comenzó a pedir el voto para los legisladores de Morena, y si usted cree que su victoria fue aplastante, en el Congreso de la Unión fue aún mayor. Ahora está en posición de hacer lo que quiera, como quiera y cuando quiera.

La victoria de AMLO tiene a la sociedad dividida. Hay que admitir que los que no votaron por él, al menos una parte sustancial de ellos, no acaban de entender que el devenir de esta nación tomará otro derrotero. O si lo entienden, no lo aceptan. Auguran caos y tragedia en el futuro inmediato y llegan a despreciar a esa parte del electorado que sí votó por él: los chairos, así los llaman despectivamente, y éstos, lejos de sentirse acomplejados por el mote, en realidad han encontrado en él una fuente de cohesión e identidad: chairos y a mucha honra, porque es un honor estar con Obrador, dicen. Y, por otro lado, el mismo líder rescató del olvido el término fifí para aplicarlo a esa parte del electorado que no lo quiere. No un término tan inocente  ni gracioso como uno pensaría, pues en un discurso dijo que los fifís fueron los que traicionaron y dieron muerte a Madero. Fifí para AMLO significa conservadurismo, hipocresía, frivolidad y traición. Y ha sucedido el mismo fenómeno social que con los chairos: lejos de sentirse ofendidos, los fifís están muy orgullosos de ser llamados así, pues eso, piensan, ello los sitúa en un estrato social superior, les da clase y estilo: no la masa ignorante que tanto desprecian, los morenacos (odio el neologismo), sino la sofisticación de pertenecer a un mundo superior, a los blancos oji-azul, lo cual también es un cliché, pues entre los opositores de AMLO encontramos de todo. La verdad es que tanto los así llamados chairos como los fifís están inmersos en un error monumental, en la total necedad y en una guerra civil virtual en las redes sociales. Han renunciado a la inteligencia y son fácilmente manipulables, y ni siquiera lo saben. Si uno llega a decírselos, bueno, pues uno es el malo de la película. A mí, por ejemplo, los llamados chairos me desprecian porque, para ellos, soy fifí; y los llamados fifís me miran con recelo, porque, según ellos, tengo muchas actitudes chairas o, de plano, piensan que soy un chairo de placar. A mí todo esto me da risa, pero también me da pavor. No es un juego, es una polarización que puede ser muy peligrosa.

 

En «Una historia de la Guerra Civil que no va a gustar a nadie», Juan Eslava describe los temores del presidente Azaña, que ya anticipa el horror que está por desatarse: «[en un lado] el odio destilado lentamente durante años en el corazón de los desposeídos; [en otro lado] el odio de los soberbios, poco dispuestos a soportar la insolencia de los humildes.» Unos renglones después pone una cita del aristócrata y sibarita español José Luis de Vilallonga: «Todavía recuerdo el día en que, un poco antes de la guerra, mi abuela dijo de pronto: ‘Siento un infinito desprecio hacia los pobres.’ Y como todo el mundo se quedó con la boca abierta, explicó: ‘Sí, porque ¿cuántos son ellos? Millones. Y los ricos ¿cuántos somos? Muy pocos. Pero aquí estamos desde hace siglos sin que a nadie se le ocurra hacernos nada.’» No estoy diciendo que estemos como en la España de los años 30, pero sí hay que reconocer la polarización, entender que los dos grandes sectores en que se ha dividido la sociedad (pro AMLO, contra AMLO) se desprecian profundamente, y eso puede ser peligroso. Así que, número uno, hay que bajarle tres rayitas al volumen y serenarnos. Esto debe cesar ya. No hay que esperar a que los demás lo hagan: se empieza con uno mismo. Si usted se considera fifí y desprecia a los chairos, tómese unos minutos frente al espejo, respire profundamente y diga: “yo no desprecio a nadie: amor y paz”. Y si usted es un chairo que odia a los fifís, pues también sitúese frente al espejo, respire profundo y diga: “yo no odio a nadie: amor y paz”. Si no nos serenamos ya, créame usted que se puede armar la de San Quintín.

Existen varios asuntos que tienen sumamente preocupados a los opositores del nuevo presidente, y cuanto mayor la preocupación, cuanto mayor la estridencia y la descalificación. Me referiré hoy sólo a dos cuestiones que, de llevarse a cabo, dicen los opositores de AMLO, serían el acta de defunción de México: la Guardia Nacional, porque implicaría la militarización de México; y los súper delegados, que serían un poder paralelo a los gobiernos estatales, con lo cual se rompería el federalismo. Adiós México. ¿Será? Veamos.

Yo pienso que la Guardia Nacional no es la militarización de México. Los presidentes disponen de facultades para planear una estrategia anti-crimen y ejecutarla. Todos los presidentes lo hacen y además son comandantes supremos de las fuerzas armadas, con lo cual se garantiza que el mando sea civil. Calderón fue quien sacó a los militares de sus cuarteles y los envió a pelear contra los narcos. La estrategia ha sido un desastre, y todo mundo, menos él, lo reconoce. En esa misma línea siguió Peña Nieto, con resultados igual de malos. Es un hecho que la policía federal no es suficiente. Peña planteó una Gendarmería, que nunca acabó de funcionar. Así las cosas, los últimos dos sexenios se han caracterizado por un repunte en la delincuencia organizada a grados tales que la gobernabilidad en muchas regiones del país es inexistente. El nuevo presidente tiene el derecho de plantear una nueva estrategia, y lo está haciendo. No se puede confiar en las policías estatales, menos en las municipales. La policía federal por sí sola no es suficiente. El ejército y la marina hoy por hoy actúan al margen de la ley. Por eso AMLO propone varias reformas constitucionales para dar cabida a una Guardia Nacional, que no es otra cosa que la unión de fuerzas de la policía militar, la policía naval y la policía federal, bajo un solo mando y una estrategia. La Guardia Nacional no existe a la fecha, porque no se han hecho las reformas constitucionales, pero en cosa de meses la tendremos funcionando. No se trata de militarizar al país. México está en medio de la más grave crisis de inseguridad de los últimos cien años. ¿Para qué queremos a nuestras fuerzas armadas? Es hoy cuando las necesitamos con urgencia. Démosle el marco legal idóneo y veamos cómo funcionan. Muchos apuestan a que este plan fracase. Yo apuesto a que sea un éxito. Ojalá así sea, ojalá el nuevo presidente tenga razón y pueda devolver la calma al país.

Los llamados “súper delegados” no implican, a mi juicio, el fin del federalismo. Ni serán virreyes que gobiernen en nombre del presidente. Hoy por hoy, todas las secretarías tienen delegaciones en los estados. La forma federal consiste en la distribución de competencias entre los poderes centrales y los miembros de la unión. Esa distribución de facultades está en la Constitución. No hay una supremacía del derecho federal sobre los derechos locales, como antes se pensaba; simplemente son ámbitos de competencia diferentes, cada uno con sus propias autoridades y órganos legislativos y judiciales. En materia del fuero común, por ejemplo, la máxima autoridad es la local, por encima del presidente de la república o del congreso federal. Los gobernadores pueden estar tranquilos y confiar en que ellos serán la máxima autoridad ejecutiva en sus estados, en lo concerniente a la materia local, y ni Dios padre podrá controvertir este hecho. Pero en materia federal, ningún gobernador se manda solo. No entender esto significa no entender la forma federal. Los llamados súper delegados (el nombre técnico es coordinadores) no usurpan ni invaden competencia de los ejecutivos estatales. Las funciones de los coordinadores, que responden directamente al presidente, tienen que ver con dos cosas: la seguridad y los programas sociales. Los gobernadores no han sido diligentes y, con el perdón de usted –disculpe mi latín virgiliano, yo nunca digo palabrotas ni las escribo– se han dedicado a echar la hueva desde siempre: esperan que la federación les resuelva todo, y eso no debe seguir. Los gobernadores sólo quieren recibir recursos, pero no quieren ser fiscalizados. Eso ha provocado monstruosos casos de corrupción en todos los estados, especialmente con los gobernadores del PRI, y para muestra he ahí los dos Duarte, los dos Moreira y Borge. ¿Qué esperaban los gobernadores? ¿Que la federación les siguiera dando recursos sin fiscalizarlos? Pues eso se acabó. Los gobernadores ya no podrán hacer a sus anchas lo que quieran con el dinero que les da la federación, y menos si se trata de programas sociales. Los coordinadores serán los encargados de administrar los programas federales de asistencia social de la Secretaría del Bienestar. ¿Rompe eso el pacto federal? No, porque se trata de programas sociales de la federación. Y si un gobernador cree que sí, puede iniciar una controversia constitucional, que para eso está el artículo 105. Lo mismo se puede decir en materia de seguridad. Las fuerzas federales serán coordinadas por los delegados del presidente, y se aplicará una estrategia homogénea bajo un mando único para combatir a la delincuencia organizada y el narcotráfico, asuntos que corresponden al ámbito federal. Eso, por lo menos en el papel, tiene mucho más sentido que el desorden y la des-coordinación que tenemos hoy con las policías. Ya era tiempo de que alguien pusiera en cintura a los gobernadores, que han sido, nadie lo negará, una de las más infames fuentes de corrupción.

Los anteriores gobiernos tuvieron cada cual oportunidad para hacer de este país uno mejor. No pudieron; fracasaron. Después de dieciocho años de democracia, las cosas están peor que al principio, y la tendencia es que si no hay un giro radical en el timón, las cosas van a ponerse peor. Demos al nuevo presidente el beneficio de la duda y deseémosle suerte, al menos en estas dos cuestiones que acabo de comentar. La mayor parte de la población votó por AMLO, y lo sigue apoyando. ¿Con qué derecho nos oponemos al sentir popular? Yo, por ejemplo, no estoy de acuerdo con él en algunos planteamientos, pero de ahí a que yo me sienta con el derecho de imponer mi voluntad sobre el 53% de los votantes, habría un paso indebido que revelaría un muy mal entendimiento de la democracia y un desprecio tácito hacia quienes no opinan como yo. Eso no significa que quienes disentimos no podamos o no debamos criticar. Pero hay dos tipos de crítica: la estridente, que es más producto del miedo, el prejuicio y el odio, y que no sirve para nada; y la crítica fundamentada, razonada, informada, que es la que sí contribuye al mejoramiento del país. Y, claro, del otro lado también podemos hablar del apoyo estridente y del apoyo razonado. Tanto aplaudir como focas a todo lo que haga y diga el presidente, como criticar furibundamente todo lo que él haga y plantee, suponen la renuncia de la razón. Quien así se conduce no está ejerciendo su inteligencia y es presa muy fácil de la manipulación. Dejemos de fomentar la polarización social y empecemos a perderle el miedo al nuevo presidente.

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