El presidente López Obrador tendrá oportunidad de presentar tres ternas para ministro de la Suprema Corte durante su sexenio. De estas tres ya lleva una: el 20 de diciembre del año pasado entró en funciones Juan Luis González Alcántara Carrancá, que sustituyó a José Ramón Cossío. En unos cuantos días más, la ministra Margarita Beatriz Luna Ramos terminará su período, por lo cual el presidente ha presentado ya una nueva terna conformada por tres mujeres: Loretta Ortiz Ahlf, Celia Maya y Yasmín Esquivel (las dos primeras están repitiendo nominación, pues estuvieron en la terna que AMLO presentó en diciembre). En 2021 tendrá el presidente que nombrar una tercera terna para cubrir al ministro José Fernando Franco González-Salas.
Si no sucede la falta total de algún ministro de los que terminan sus períodos después del 30 de septiembre de 2024 (último día de AMLO en el cargo), estas serán las tres ocasiones en que el presidente podrá proponer personas a la Suprema Corte.
Se ha dicho que con la nominación de Loretta Ortiz Ahlf, Celia Maya y Yasmín Esquivel, el presidente pone en riesgo la independencia del poder judicial. En el caso de las dos primeras, porque son militantes de Morena; en el caso de Esquivel, porque es cónyuge del ingeniero José María Riobóo, amigo del presidente. A Ortiz Ahlf también se le objeta que sea esposa de José Agustín Ortiz Pinchetti, otro amigo muy cercano de AMLO. Si cualquiera de estas tres personas llegara a ocupar el cargo de ministro, piensan algunos, la independencia y autonomía del poder judicial estarían en grave peligro y de facto López Obrador tendría control sobre la Corte. Si consideramos que ya tiene control sobre el poder legislativo y sobre el ejército, que controle al poder judicial lo colocará virtualmente en la posición de dictador.
Que el presidente proponga para la Corte a personas afines a él en modo alguno pone en riesgo la división de poderes. Pensar que sí significa desconocer en qué consiste la división de poderes.
El poder del Estado es uno, las funciones son tres: la función legislativa, encomendada en el plano federal al Congreso de la Unión, consiste en la creación de normas de carácter general que reciben el nombre de leyes; la función ejecutiva, confiada a la persona del presidente de la república, consiste en la aplicación, en la esfera administrativa, de las normas de carácter general que emita el legislativo, lo que propiamente es la función de gobierno; la función judicial consiste en dirimir controversias a través de la aplicación de las leyes –dicción del derecho: iuris dictio–, y está confiada a varios órganos: la Suprema Corte de Justicia, el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, los Tribunales Colegiados y Unitarios de Circuito, los Juzgados de Distrito y el Consejo de la Judicatura. Este es el esquema general de la división de poderes –habría que considerar también a los organismos constitucionales autónomos, que no pertenecen a ninguno de los tres poderes, pero realizan alguna o algunas de las tres funciones–. Todo gira en torno a la ley, y por eso se habla del Estado de Derecho: creación de normas de carácter general, aplicación de dichas normas en la esfera administrativa, y aplicación de dichas normas en la resolución de controversias.
Ahora bien, cada una de estas tres funciones es connatural y propia de cada uno de los tres poderes de la Unión. Sin embargo, el sistema es flexible. Muchos piensan que la división de poderes consiste en que cada uno de ellos esté encerrado en sí mismo y en que no exista ninguna injerencia ni influencia de ninguno de ellos sobre los otros. Esto, además de imposible, es falso. Es más, si bien cada uno de los poderes tiene una función propia y connatural, ello no es óbice para que dentro de las facultades de cada uno existan funciones que les sean ajenas. Así, el poder legislativo también tiene facultades administrativas y jurisdiccionales; el poder ejecutivo está investido de facultades legislativas y jurisdiccionales; y el poder judicial tiene facultades legislativas y ejecutivas. El sistema es, pues, flexible. Cuando el legislativo convalida un nombramiento, no está legislando, sino está realizando un acto de naturaleza administrativa; lo mismo si el legislativo, a través de la cámara de senadores, se erige en jurado de sentencia para juzgar al presidente, está realizando un acto de naturaleza jurisdiccional. El ejecutivo, al ejercer la facultad reglamentaria, está creando normas de carácter general, o sea, está realizando una función de naturaleza legislativa; cuando una secretaría de Estado, tras un procedimiento contra un particular –el cobro de un impuesto, la imposición de una multa, la cancelación de una concesión, la clausura de un establecimiento–, aplica una sanción, está realizando un acto más de naturaleza jurisdiccional. Finalmente, cuando el poder judicial crea jurisprudencia, ésta se convierte en norma de carácter general, con lo cual la creación de jurisprudencia es un acto que si bien nace de la resolución de controversias, acaba teniendo una naturaleza legislativa; asimismo, cuando la Corte nombra a su presidente, no está ni legislando ni dirimiendo una controversia, sino que está realizando un acto de naturaleza administrativa; el Consejo de la Judicatura tiene funciones esencialmente administrativas.
Para evitar que uno de los poderes se imponga arbitrariamente sobre otro, constituciones como la de Estados Unidos, México, Alemania, Argentina, Brasil, España, Francia, etcétera, han creado un sistema de pesos y contrapesos, y esto es el punto más fino y sutil de la división de poderes. Así, el presidente puede vetar una ley creada por el legislativo (veto power), y a su vez, si el veto del presidente fuere injustificado, el legislativo lo puede sobrepujar (overriding veto). El presidente tiene influencia sobre el judicial porque tiene la posibilidad de proponer personas para el cargo de ministros de la Suprema Corte, y así, de acuerdo a los constitucionalistas estadounidenses, el presidente puede imprimir un cierto sello al máximo tribunal, pues propondrá personas que compartan sus ideas políticas y que le sean afines. Nadie debería sorprenderse por esto. Y así, al menos en Estados Unidos, se han presentado ciclos en los que predominan justicias liberales (la Corte Suprema de Estados Unidos no tiene ministros, sino justicia: justices), y ciclos en los que dominan justicias conservadores. Es ilógico pensar que el presidente proponga a una persona que le sea totalmente adversa y que comulgue con ideas políticas contrarias. Por otro lado, el legislativo ejerce cierto peso sobre el judicial al asignarle presupuesto y mediante el posible juicio político que pudiera incoar en contra de un ministro; y también ejerce peso el legislativo sobre el ejecutivo, además del contra-veto, aprobando ciertos nombramientos que propone el presidente, como es el caso de los ministros de la Suprema Corte o el Fiscal General. Finalmente, el poder judicial tiene la facultad de dejar sin efecto cualquier acto del ejecutivo, del legislativo y del propio judicial, que sea inconstitucional; la Suprema Corte es también un Tribunal Constitucional.
Volviendo al punto: la terna que propone el presidente para suplir a la saliente ministra Luna Ramos no pone en riesgo la estabilidad de nuestra división de poderes ni de nuestro sistema de pesos y contrapesos. Se puede objetar la relación conyugal que existe entre dos de las mujeres propuestas con personas que son muy cercanas del presidente. De hecho, se ha comentado que si Peña Nieto hubiera propuesto a la esposa de Hinojosa Cantú (Grupo HIGA) para la Suprema Corte, ello habría sido un escándalo mayor y le habría valido al presidente las más ásperas críticas de los morenistas, empezando por López Obrador. Y es verdad. Hubiera sido una propuesta desaseada. El Ingeniero Riobóo es asesor del presidente y es uno de los principales promotores del aeropuerto en la base militar de Santa Lucía. Además, su grupo constructor realizó obra pública para los gobiernos de López Obrador y Marcelo Ebrard –actual canciller– cuando fueron jefes de gobierno de la Ciudad de México, y en el caso del tabasqueño, mediante la adjudicación directa –es decir, sin licitación–. Así que, podría existir un conflicto de intereses, si bien esto no autoriza a nadie a demeritar o desestimar la trayectoria jurídica de Yasmín Esquivel, que por derecho propio es valiosa.
Al caso de Loretta Ortiz no le encuentro ninguna objeción: de acuerdo, es esposa de José Agustín Ortiz Pinchetti, pero eso no la descalifica; es más, sería discriminatorio marginarla por esta razón, porque ser esposa de Pinchetti es irrelevante: Loretta Ortiz ha sido una académica muy destacada durante ya varias décadas. Cuando fui profesor de tiempo completo en el Departamento de Derecho de la Universidad Iberoamericana, ella fue mi jefa directa y trabajé directamente para ella, así que pude constatar de primera mano su valía y sus capacidades. De llegar al cargo, Ortiz Ahlf sería una ministra muy competente. De acuerdo, es militante de Morena, pero eso no es impedimento constitucional para ocupar el cargo de ministro. ¿Alguien cree que ninguno de los once ministros tiene ideas y simpatías políticas? El ser humano es un animal político. Es más, quien diga que no tiene postura ni credo político, déjeme decirle que de suyo esa es una postura y un credo político.
El caso de Celia Maya es similar al de Ortiz Ahlf: Maya es militante de Morena. Por lo demás, Maya tiene también una trayectoria jurídica que nadie debería desestimar.
Durante el sexenio, el presidente López Obrador habrá propuesto al menos tres ministros de los once que integran la Suprema Corte –y digo al menos, porque podría darse el caso de la falta total de un ministro antes de que acabe su período–. Suponer que así tendrá el control absoluto del poder judicial es francamente naïf. Los otros ocho ministros son personas propuestas por Fox, Calderón y Peña Nieto. Es más, cinco de los once ministros fueron propuestos por Calderón, así que, si aplicáramos la lógica que ahora los opositores de López Obrador aducen, podría decirse –reducción al absurdo– que la Suprema Corte es calderonista. Desde luego yo no suscribiría semejante conclusión.
Si Ricardo Anaya fuera el presidente, seguramente habría propuesto a otras personas, y es perfectamente normal: hubiera propuesto a personas cercanas, de su confianza, afines a él y a sus ideas. Lo mismo si Meade hubiese ganado. ¿Qué esperábamos? ¿Que AMLO incluyera en sus ternas a Osorio Chong, a Claudia Ruiz Massieu o Diego Fernández de Cevallos? Por supuesto que no.
Siempre habrá quien se oponga a todo. Decían que los morenistas eran por antonomasia quienes todo objetaban, pero ahora veo que no. En este país llevar la contra es parte de la idiosincrasia. Aunque López Obrador propusiera a Ulpiano, Gayo y Papiniano, sus opositores pegarían el grito en el cielo.
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