Beethoven murió el lunes 26 de marzo de 1827 en Viena, capital del Imperio y de la música. Unos días después, el jueves 29, se llevaron a cabo las exequias públicas. Probablemente este sepelio sea uno de los más grandes para una figura de las artes.
Para que nos demos una idea, la ciudad de Viena tenía alrededor de 250,000 habitantes. Según los diarios de aquellos días, se calcula que asistieron entre 15 mil y 30 mil personas a la procesión. Eso significa que entre el 6% y el 12% de los vieneses acudieron a despedir al maestro. Es una cifra impresionante, aún para los estándares actuales, lo que nos da idea de cuán presente y conocido era este compositor en una Viena en la que no existía internet ni medios masivos.
El arte trasciende. Trasciende la vanagloria, la riqueza, el poder. Trasciende el momento. El Eclesiastés una y otra vez sentencia que «todo es vanidad», pero yo me atrevería a decir que el gran arte no es vanidad. El gran arte de algún modo también redime a la humanidad: la hace valer la pena; hace que tengamos esperanza en ella.
El gran arte, decía, trasciende el momento. Si nos preguntamos quién era el vienés más rico o el vienés más poderoso ese 1827, nos quedaríamos en silencio. No importa quién, porque no es trascendente. El vienés más rico y más poderoso en 1827 ha quedado en el olvido; y en términos prácticos –qué terrible decirlo– es como si nunca hubiera existido. Pero Beethoven es inmortal.
Hay varias anécdotas que nos muestran el carácter indómito de Beethoven. Veamos una:
El mismo genio refiere que visitó a Goethe (otro grande de la cultura alemana) en Carlsbad. Corría el año de 1812. Los dos artistas, que adoraban la naturaleza y en ese momento paseaban por un sendero en un bosque cercano, vieron que se aproximaban unos carruajes: eran miembros de la familia imperial.
«Los reyes y los príncipes pueden nombrar profesores y consejeros privados –escribe Beethoven–, conceder títulos y condecoraciones, pero no pueden hacer grandes hombres ni inteligencias que descuellen sobre las masas vulgares. Cuando hombres como Goethe y yo se encuentran, aquellos ilustres personajes pueden ver muy bien a quién consideramos grande. Ayer, camino a casa –continúa–, encontramos a toda la familia imperial. Los vimos a los lejos. Goethe soltó mi brazo para hacerse a un lado del camino. A pesar de lo que le dije fue imposible hacerle dar un paso más. Me calé el sombrero hasta los ojos, me abroché el abrigo y seguí andando con los brazos cruzados, cruzándome con el denso tropel. La emperatriz fue la primera en saludarme y luego el archiduque Rodolfo se quitó el sombrero ante mí. Todo el séquito me reconoció. Fue un verdadero placer contemplar el paso de la corte ante Goethe, que permanecía fuera del camino con el sombrero en la mano e inclinado ceremoniosamente. Después le reconvine con severidad y le enfrenté sin compasión con todos sus pecados.»
Esta anécdota es impresionante. Tal vez alguien piense que se trata de un desplante nada cortés del compositor, y puede que exista algo de verdad en tal apreciación, pero las palabras de Beethoven son inquietantemente exactas. ¿Quién era la emperatriz? Tal vez algún versado en Historia sabe que la emperatriz era María Luisa de Austria-Este. Un austríaco común sabe que en aquellos tiempos reinaba el emperador Francisco I. Pero eso no importa. El peso político del emperador lo hace un personaje importante de la historia austríaca, pero nada más; la emperatriz ha quedado en olvido, ha pasado desapercibida, como si nunca hubiese existido. Pero Beethoven, insisto, es inmortal.
El jueves 29 de marzo de 1827, a las tres de la tarde, los vieneses salieron de sus casas, interrumpieron sus rutinas y marcharon al lado del ataúd que salía de la casa de Beethoven, el cual iba sobre los brazos de ocho personas: los ocho músicos más destacados de la ciudad, entre ellos Hummel; y Schubert, si bien este último, dada su debilidad –moriría un año después–, sólo sostenía una antorcha.
Dicen que las últimas palabras de Beethoven antes de morir fueron en italiano: applaudite, amici: la commedia è finita. Pero también hay relatos que señalan que sus últimas palabras fueron: finalmente escucharé en el paraíso; y eso –créanme–, conmovería al más duro.
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