“Diana, por favor, no te metas en broncas con los maestros, no les pongas jetas ¿ok?” Me decía mi mamá antes de empezar cada ciclo escolar, cosa que se le…
"Diana, por favor, no te metas en broncas con los maestros, no les pongas jetas ¿ok?" Me decía mi mamá antes de empezar cada ciclo escolar, cosa que se le quedó como costumbre hasta bien entrada la carrera. Si he de ser completamente honesta, yo no colgaba mi jeta hasta no estar segura de que la merecían, aunque sí, casi siempre sucedía porque mi situación escolar fue diferente. Y no es que yo tenga un problema con las figuras de autoridad, para nada. Creo que las figuras de autoridad tienen un problema conmigo.
No me gusta etiquetar a las personas pero, si hay algo que aprendí en mi vida académica, es que existen diferentes tipos de maestros/as. Nunca falta el bromista, el que se quiere sentir parte de la chaviza, el resentido, el frustrado, el malvado, el misógino, el alburero, el que tiene su consentido, en fin, la lista es interminable. Antes que decidan qué tan ofendidos deben sentirse, quienes sean o hayan sido profesores, cabe aclarar que NO TODOS son así. Hay maestros excelentes, que te inspiran, te escuchan, te dan herramientas, te guían y te impulsan porque saben que tu potencial es más grande que tu voluntad, pero bueno, se trata de escribir sobre algo que me haya tocado vivir.
Todo empezó en 1990; mi hermana tenía seis años y yo estaba recién salida del vientre. Un día mi mamá me llevó en brazos a la escuela de mi hermana y todas sus maestras se acercaron a ver a la nueva bebé. Se deshacían en cumplidos y alabanzas ensayadas, o sea, lo que uno dice de los bebés ajenos cuando no hay ningún rasgo definido más que la cara morada. Con el tiempo me apodaron Solecito 2, mi hermana era Solecito 1.
Cuando yo entré a la escuela, esta vez de manera oficial, no había manera de escapar la asociación con mi hermana. Fui, definitivamente, la única niña de mi generación que desde el primer día de mi vida escolar ya cargaba con el antecedente de mi hermana, y el trato que me daban dependía de la impresión que tuvieran de ella. Para mi suerte mi hermana siempre fue la parlanchina, la desmadrosa, la traviesa, la que "siempre está en todos lados menos en su lugar" y otras cosas parecidas. Claro que vivir bajo su sombra hubiera sido mucho más difícil si hubiera sido la aplicada, la matada, etc.
Con el tiempo "Solecito 2" se fue quedando atrás y en su lugar me hice de apodos propios. Como yo no tenía la energía para hacer el desmadre al que mi hermana los tenía acostumbrados, yo creía que me portaba bien por mero proceso de eliminación. Después entendí que no significaba que me portara bien sólo por no portarme mal. Los maestros y su lógica. Si hablaba, llenaban mis cuadernos con el temido sello de perico; si no hablaba, me tocaba el sello del oso perezoso, por "no participar en clase", entonces algunos de mis apodos se contradecían entre ellos. Yo fui "la callada", "la respondona", "la contreras", "la apática", "la tímida", etc. ¡Por fin! ¿Soy callada o respondona? Había otros que me daban igual y hasta me podían divertir; uno era "la hermana de Anna Luisita" y el otro era "la fierecilla domada", respectivamente.
Para mi último año de primaria me tocó una maestra con la que mi hermana y mi mamá tuvieron roces en su momento, entonces yo iba preparada para lo peor. Esta mujer caía en dos categorías, la bromista y la que se siente de la chaviza, una combinación engañosamente inofensiva. Era un adulto que se sabía todas las canciones que nosotros cantábamos, hablaba como nosotros y hasta parecía que pensaba como nosotros, nos "entendía". En niños de once o doce años provocaba admiración, miedo y un poco de fanatismo; para quienes no la tenían de maestra y sólo la conocían por nuestros relatos, resultaba una figura mítica.
Todo suena muy bien en papel de no ser que utilizaba su autoridad y su reputación de maestra relajada para pasarse de lista. Eso era lo engañoso de ella, un día te llenaba de halagos y porras, pero al siguiente, cuidado si de pronto decidía que le caía mal tu cara. Envolvía sus ofensas e insultos en sus "bromas" calculadas y las soltaba en momentos estratégicos, ¡ah!, pero no te podías ofender porque te convertías en el que "no aguanta nada". En la generación de mi hermana hizo llorar a varios, pero una de sus frases que, hasta la fecha mi hermana recuerda que le dijo a una de sus compañeras es "te ganaste un cero taaaan redondo como tú, Fulanita". Esa y otras maravillas decía esta señora.
Después de haber pasado mi niñez y adolescencia entre dimes y diretes con docentes y directivos, las cosas se complicaron aún más en la carrera. Obviamente no todo fue malo, encontré maestros con los que fui capaz de llevar buena relación dentro y fuera de la escuela, aunque, como en toda relación, hayamos pasado por momentos de malentendidos y desacuerdos. En la universidad hay mucha más libertad en todo, hasta cierto punto, los límites son subjetivos y es difícil saber qué tan lejos es muy lejos, sobre todo cuando no hay una diferencia de edad tan grande entre profesores y alumnos.
En mi universidad sucedía un fenómeno extraño. Como el gran porcentaje de la población estudiantil era hombres; las mujeres en mi carrera éramos contadas y más todavía en cada aula. No sé qué criterio utilizaban para repartirnos pero por alguna razón, de cinco o seis mujeres que pudiera haber en el semestre, siempre terminaban agrupadas y yo sola. Normalmente no me hubiera importado esto, hasta lo habría agradecido, pero entre el ego de mis compañeros y maestros, el ambiente era raro y pesado; yo terminaba siendo la representante no oficial de mi gremio. Y los maestros sólo esperaban a ver en qué momento me equivocaría.
En este lugar me familiaricé con las nuevas y viejas categorías de profesores: el misógino de toda la vida, el misógino reciente, el machista, el que te quiere meter el pie, el que le echa el perro a lo que se deje, el forever, el galán de balneario, el leyenda, el ganador del Grammy, el envidioso, etc. Pero también me familiaricé con nuevas situaciones. Había un maestro que parecía que nada más con verte sabía de qué pie cojeabas y de ahí no te soltaba. Cambiar de grupo no era una opción porque nadie estaba calificado para dar esa clase más que él, era buscado, el mejor, el "leyenda". Bueno, el abuso psicológico y emocional no es la parte novedosa en esta situación, sino que el bullying venía de una persona a quien admiraba y que, al menos esta vez, no era yo su única víctima.
Justamente este tema surgió el otro día después de que fui a ver Whiplash con mi mamá. Quería que la viera porque siempre pensé que durante mi carrera ni a ella, ni a nadie de mi familia, le caía el veinte de por qué se me hacía tan pesado. Me preguntó escandalizada "¿por qué nunca lo mandaste a la chingada?" Creo que nunca pensé que fuera una opción. No es tan fácil mandar a la chingada a alguien cuando desesperadamente buscas su aprobación. Parece que todavía escucho a mi terapeuta diciéndome "si sigues con lo mismo te voy a mandar al psiquiatra para que te mediquen" cada vez que yo llegaba a hablarle de lo mismo. Sí, terminé en terapia de hipnosis por esta y otras situaciones que se me presentaron al mismo tiempo.
Después de varias experiencias de este tipo hasta llegué a extrañar a la vieja loca de mi primaria. Al menos ella tenía sus motivos para estarme fregando, por más absurdos que fueran. Al poco tiempo de haber iniciado con ella ese ciclo escolar citó a mi mamá. ¿Qué hice esta vez? Las posibilidades eran infinitas, como ya dije, nunca estaba exenta de recibir alguna llamada de atención. Resultó que el único reclamo que tenía que hacer en mi contra fue que nunca me reía de sus chistes. "Señora, Diana nunca se ríe de mis chistes", fueron sus palabras exactas. Con "chistes" ella se refería a los insultos dirigidos a mis compañeros y a mí, claro está. "¿Por qué no sonríes de vez en cuando, para llevar la fiesta en paz?", me sugirió mi mamá. Yo me encogí de hombros y le dije "no es chistosa". Supongo que no se me puede culpar si estas figuras de "autoridad" perdieron credibilidad ante mis ojos y mi respeto nunca lo tuvieron.
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