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Narcisismo y poder

El narcisismo es un trastorno de la personalidad en el cual una persona tiene un excesivo sentido de superioridad, de modo que el mundo tiene que girar en torno a ella misma.

1 de marzo, 2024

En las últimas semanas hemos visto al presidente de la República mostrando su añejo trastorno narcisista pero con un nivel de exacerbación que resulta seriamente preocupante en un jefe de Estado por el poder que concentra y la influencia que sigue teniendo en millones de personas. Ya los episodios se suceden uno tras otro. Menciono los dos muy recientes que me parecen más relevantes. 

Primero, la larga entrevista que concedió a la periodista rusa Inna Afinogenova, en la que el presidente se da vuelo contando su versión caricaturesca de la historia de México para ubicar a su gobierno como un hito de nuestra historia patria para llevar a plenitud las heroicas luchas libertarias del pueblo mexicano. Después procedió a dar cuenta puntual de los logros extraordinarios de su sexenio: Nunca el país había estado tan bien en tantos aspectos: Vivimos una época dorada de nuestra historia. Gracias a su liderazgo, en México la corrupción es cosa del pasado: ya desapareció, al menos en los altos niveles de la administración pública; la estrategia de “abrazos, no balazos” ha sido un éxito para resolver nuestro grave problema de seguridad pública -heredado del periodo neoliberal-: los avances son significativos; todos los mexicanos tienen pleno acceso a la salud y, aunque aún no estamos como en Dinamarca, para allá vamos; se vive plena democracia y un auge de libertades civiles como no se había vivido nunca antes; la economía crece, los empresarios están felices y se ha logrado un considerable abatimiento de la pobreza, en una situación laboral casi de pleno empleo y un crecimiento del poder adquisitivo de los salarios sin precedente en los últimos 50 años. Ante la admiración y el consentimiento increíblemente acrítico de la periodista, AMLO presumió lo que ha sido sin duda el mejor gobierno de nuestra historia reciente; que ha hecho realidad eso que él ha llamado “el humanismo mexicano” y que recoge lo mejor del espíritu ruso expresado en la literatura de Dostoievski y Tolstoi, tanto como de las elevadas aspiraciones de Jesús de Nazareth. Esto dijo el presidente en la entrevista, grosso modo. Así ve, o dice ver, al país y a su gobierno: ambos de las maravillas

El segundo episodio, ya muy comentado en diversos medios, es su reacción ante el artículo del NYT en torno a la investigación suspendida (más por razones políticas que por falta de materia) sobre el financiamiento del narco a su campaña de 2018. El presidente se sintió ofendido en extremo, difamado, y perdió toda compostura cuando en su Mañanera mostró el teléfono de Natalie Kitroeff, corresponsal en jefe de ese periódico en México. Su reacción, tan primaria, lo dejó en ridículo ante la prensa global (sobre todo estadounidense). No obstante, el presidente siguió echándole gasolina a la hoguera que él mismo encendió con su imprudencia cuando, al día siguiente, cuestionado por otra periodista (de Univisión) sobre el incidente, sostuvo que no le importaba lo que estableciera la ley de Protección de Datos Personales, porque por encima de la ley está “el sublime principio de la libertad” (sic), su propio derecho (a estar por encima del Derecho) y su investidura presidencial. “Y si la compañera está preocupada [por esto], ¡que cambie de teléfono [o de número]!”.

Ambos episodios denotan un perfil de lo que algunos psiquiatras han llamado narcisismo perverso, por su capacidad de mentir, manipular y destruir a otras personas en su propio beneficio.  Veamos. El narcisismo es un trastorno de la personalidad en el cual una persona tiene un excesivo sentido de superioridad, de modo que el mundo tiene que girar en torno a ella misma. Son arrogantes y egoístas a nivel patológico. El narcisista se ubica a sí mismo por encima de los demás, a quienes desprecia, pero utiliza, manipula y quiere permanentemente a su servicio. Para el narcisista, se puede decir que el mundo exterior no existe propiamente fuera de sí mismo, por lo que resulta incapaz de distinguir entre el yo y el no-yo. Por esto no puede establecer relaciones empáticas con nadie. Estas personas requieren ser el centro de atención de todos los demás y quienes no consienten admirarlas y servirlas se convierten de inmediato en sus enemigos (al extremo de derivar en brotes paranoides, dividiendo su entorno entre leales a él y enemigos, que lo persiguen y agreden). Suelen ser ambiciosas, autoritarias (incluso despóticas) y mentirosas para controlar a los otros, a quienes necesitan pero desprecian. Son crueles y no sienten remordimiento alguno al dañar a alguna persona ni sienten compasión ante las desgracias ajenas. Para alimentar su ego y dar soporte a su noción de superioridad, con frecuencia crean fantasías en las que terminan creyendo y perdiendo el sentido de la realidad. Como estas personas tienen una personalidad dominante y canalizan su energía psíquica a su objetivo de estar por encima de las otras personas, no es extraño que lleguen a ocupar posiciones de poder social en la política o en la economía, ámbitos donde sus éxitos relativos (algunos de los cuales pueden ser reales) tienen costos humanos, organizacionales y sociales  significativos. Desde luego pueden ser también altamente peligrosos y destructivos por su propensión a operar fuera de la realidad objetiva. 

En el caso del presidente López Obrador, en los dos casos aquí narrados algunos de estos rasgos de personalidad se manifiestan de manera muy nítida, pero son apenas dos botones de muestra en una larga carrera política en la que muchos de estos comportamientos han estado presentes. Desde sus días en la Chontalpa tabasqueña como cabeza del Instituto Indigenista estatal, donde aprovechó en su beneficio el trabajo que por años habían realizado unas monjas con los campesinos y a quienes después de utilizar despreció e hizo a un lado, hasta su paso por la presidencia del PRD donde hizo algo similar (manipular, utilizar a su favor, despreciar y hacer a un lado) con personajes como Cuauhtémoc Cárdenas, Rosario Robles y otros muchos que lo ayudaron a ascender al poder y le fueron útiles hasta que manifestaron algún juicio propio en algo que a Andrés Manuel le parecía inaceptable -u opuesto al suyo-. Después, ya como jefe de gobierno de la CdMx y después como sempiterno candidato a la Presidencia de la República, se ganó el apelativo de Mesías, Mexicano según la magnífica biografía que escribió George Grayson o Tropical como lo llamó Enrique Krauze en preclaro ensayo publicado en Letras Libres, y empezó a tejer la narrativa  que lo llevó al poder y que aún sostiene, a base de algunas verdades sobre las heridas sociales de México y repleta de medias verdades y francas mentiras sobre la historia reciente del país para acomodarla a su visión maniquea de la realidad que muchos le han creído y con la que mantiene hechizados a buena parte de sus seguidores.  Así, su larga trayectoria política se ha forjado a base de ambiciones de poder, fantasías, mentiras, manipulaciones, desplantes autoritarios, indiferencia frente a la realidad objetiva y desprecio por muchas personas concretas, como núcleo duro de esta figura carismática y seductora para muchos. Desde ahí ha construido esta esplendorosa república de palabras y realizaciones huecas que hoy tan ufanamente presume.

La historia de la humanidad nos ha enseñado que el deseo o la seducción del poder, es a menudo veneno para el alma humana, como bien lo narraba Tolkien en “El Señor de los Anillos”: Portar el anillo de poder nos acerca al maligno Sauron. Nos intensifica la sed de dominar a los otros y arrancarles su libertad para ponerlos a nuestro servicio. Y nos inflama el ego gravemente. El poder nubla el juicio, descompone la capacidad de empatía y afecta la sensatez en el comportamiento deseable de una persona. Por ello, las buenas prácticas de gobernanza establecen y cuidan el funcionamiento de contrapesos institucionales que garanticen el cumplimiento del orden legal, la rendición de cuentas y permitan a la sociedad protegerse de abusos eventuales por parte de los ocupantes de los cargos de poder.

Los antiguos griegos acuñaron un término fundamental para referirse a esta problemática: hybris  (ὕβρις), refiriéndose a esa enfermedad de la psique que afectaba a los poderosos con un comportamiento desmesurado, lleno de arrogancia y excesos, siendo un tipo de locura, que desafiaba los límites del comportamiento racional y desafiaba a los dioses y al orden natural. En la Iliada y en la Odisea, Homero da varios ejemplos de afectación por hybris, en que la desmesura, el exceso de ambición o de confianza en sí mismo (y desconfianza de los demás), la temeridad, la ira o el desprecio a personas allegadas, acarreaba una serie de desgracias, con frecuencia trágicas, para el afectado tanto como para aquellos impactados por los efectos de su insensatez: su pueblo, su ejército o sus seres cercanos. Entonces aparecía Némesis, la diosa de la venganza y la justicia retributiva, encargada de castigar la desmesura y promover la restauración al orden debido a que se había perdido.

Más acá de aquellas narraciones de la mitología helénica, la historia de la civilización y de sus azares políticos está repleta de caballeros afectados por la hybris que no es mera soberbio sino se trastoca en narcisismo perverso y se va desplegando con una estela de estupideces y desgracias que desembocan en tiranías notablemente destructivas. Lo hemos visto en faraones egipcios o césares romanos que se sintieron dioses y exigieron que se les reverenciara como tales, sintiéndose poseedores del poder absoluto, incluidas la vida y la muerte. En Hispanoamérica la ridiculez y nocividad de nuestros tiranos ha sido maravillosamente narrada en obras literarias como “Yo, el Supremo” de Augusto Roa Bastos o “La Fiesta del Chivo” de Mario Vargas Llosa, donde leemos como la demencia en el poder siempre termina mal, lo mismo para el tirano que para su pueblo.

En nuestro México actual afortunadamente no estamos, ni de lejos, en algo parecido a la Roma de Nerón o la República Dominicana de Rafael Leónidas Trujillo. Pero ya hay quien compara a nuestro caudillo más con Antonio López de Santa Ana que con Benito Juárez, quien por cierto, no fue ningún demócrata como la “historia de chocolate” quisiera presentarlo. Como sea, más vale estar atentos y ponernos las pilas para defender a nuestra democracia con todo lo que ella implica: Proteger las instituciones y la división de poderes; la transparencia y la rendición de cuentas; a la prensa libre y, sobre todo, como remedio fundamental contra las manipulaciones de un narcisista perverso: no caer en su juego y ponerle límites. 

X: @Adrianrdech

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