Llega a término el desempeño de Ángela Merkel como canciller en Alemania, tras 16 años al frente de una nación muy poderosa dentro de la Unión Europea. La historia de Merkel parece sacada de un libro de ficción. Fisicoquímica de profesión, llegó a cumplir un papel fundamental en las políticas económicas mundiales: sobria, inteligente, serena, dueña de una gran visión. Supo capitalizar los recursos propios y de su país para el engrandecimiento nacional. En diferentes momentos de su función pública se puso en evidencia que ella no buscaba protagonismos. Recuerdo en alguna entrevista, no estoy segura si fue para la BBC, le hicieron la observación de que portaba un traje que ya había utilizado con anterioridad; contestó que, por supuesto, utilizaba su ropa más de una vez, que no había razón para no hacerlo y que, además –haciendo gala de un excelente sentido del humor— mencionó que ese color le sentaba muy bien.
Los países democráticos europeos nos han dado muestra de lo que debe ser un representante elegido por voto popular: un ciudadano más que comprometido a velar por el interés común; alguien que echa mano del poder político que la ciudadanía deposita en sus manos, con el propósito de favorecer el trabajo armónico, tanto entre ciudadanos como entre dependencias, para el óptimo desarrollo de la nación.
Como mexicana me inquietan y me avergüenzan dos realidades de la política de mi país. En todos los partidos, y durante más de un siglo, el poder político es casi equivalente al poder económico. Facilita o abiertamente permite que quien lo ejerce disponga a su arbitrio de recursos económicos o de relaciones a favor de intereses particulares de unos cuantos. Y, para oscurecer más el panorama, se percibe en el ambiente político un hambre crónica de poder, de modo tal que, en la mente de muchos aspirantes a ocupar cargos públicos, se contempla un proyecto de beneficio personal, por delante de la misión que debería cumplir. Como expresaba mi señor padre al hablar de ciertos personajes: “comen como pelones de hospicio”.
Aunque muchos quisieran arrancarse las venas con sangre española –al menos eso dicen–, no se puede. Somos mestizos y en esta combinación intercontinental llevamos rasgos únicos. Unos maravillosos, otros difíciles de entender. Una cosa es cierta: todos procuramos satisfacer ese sentido de pertenencia tan necesario en nuestra vida, razón por la cual buscamos formar comunidad. Desde monasterios religiosos hasta carteles del crimen organizado.
El término antes citado proviene en un principio de la biología. Parte de una noción elemental: en un ambiente líquido, como fue el caldo de cultivo en el que surgió el primer organismo unicelular, cada ser tiene más posibilidades de sobrevivir unido con otros. Así se formaron colonias celulares que más adelante constituyeron los primeros seres pluricelulares. Las células agremiadas, con el tiempo, fueron repartiéndose funciones. Los que quedaban más en contacto con el líquido circundante asumían unas, y las más alejadas de la periferia, otras. Con el avance de la evolución se constituyeron los seres vivos de los tres reinos de la naturaleza, hasta llegar al hombre. Más adelante algo similar ocurrió con la especie humana: pasaron de cazadores recolectores aislados a formar comunidades errantes que después se asentaron. Lo demás es historia.
El concepto moderno de “comunidad” habla de un grupo de individuos que comparten características en común, sean geográficas, económicas, políticas, de conocimiento, raza o religión, entre muchas otras. En estos dos últimos años se ha agregado, de manera notable, el concepto de “comunidad virtual”. Esto es, en línea podemos integrar comunidades que comparten gustos similares, grupos de ayuda o gremios que procuran expandir su personal sentido de identidad. Ello nos ha permitido zafarnos en buena medida del aislamiento que la crisis sanitaria ha impuesto.
La función de los algoritmos es fundamental para hacernos llegar elementos de búsqueda. Estos días he añadido una más a mi colección de anécdotas divertidas. Para un texto que me hallaba trabajando, busqué la definición de “canutillo”, término que finalmente no utilicé. Cada vez que abro mis redes sociales aparece publicidad relacionada con esta palabra: lo último que recibí en días pasados fue un correo cuyo asunto es: “Canutillo checo calibre 3/0”. Me ha llegado tres veces en una semana. A la vez que provoca risa, inquieta. Me remonta a la obra de Don Pedro Ferriz: “Un mundo nos vigila”. El caso es que no se trata esta vez de extraterrestres, sino de intereses más terrestres que una lagartija del desierto.
Conocernos, identificarnos, sentir que formamos parte de un grupo que comparte características comunes. Sentirnos aceptados, acogidos, estimulados a desarrollar aquello que, de otra forma, llevaríamos a cabo en solitario. Las actividades son diversas, y a través de ese estar en una misma sintonía, sentimos que somos parte del mundo. Un recurso muy gratificante en tiempos de zozobra en los que priva una profunda sensación de vulnerabilidad. La imaginación nos juega chanzas, y a ratos nos preguntamos si los siguientes en la lista de Abaddon no seremos nosotros.
El sentido de pertenencia nos permite reforzar nuestra identidad; sentirnos a gusto con quiénes somos y con aquellos que nos rodean. Así se refuerza esta sensación gratificante y nos permite anclarnos a la realidad que vivimos, para cuando llegue el vendaval. Los mexicanos aspiramos a vivir en un país seguro, próspero, en el que reine la armonía. Hallamos múltiples ejemplos de ello, entre los cuales se halla Alemania con su ahora excanciller Angela Merkel. En la medida en que cada uno de nosotros limpie su predio emocional y refuerce la unión, podremos ir integrando un país donde el sentido de comunidad nacional, más que sueño guajiro, se convierta en real cimiento para los proyectos de vida de nuestros hijos.
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