Problemas complejos exigen soluciones complejas. Lo deseable sería transformar nuestra reacción ante expresiones inadecuadas ajenas considerando dos vertientes de comportamiento: por un lado la tolerancia y la aceptación, y por el otro, el propósito de vivir comprometidos con una ejemplaridad consciente.
Decíamos la semana anterior que defender la igualdad como valor dominante es uno de los grandes avances de la historia humana. Sin embargo, de manera un tanto paradójica, la igualdad profunda se manifiesta desde la diferencia, la diversidad, la aceptación plena del otro, y, sobre todo, desde la empatía de sabernos parte de una misma especie que tiene en común la búsqueda del bienestar y de la realización.
La “cultura de la cancelación” busca suprimir conductas e ideas que se consideran opresivas e insultantes y, aunque en principio puede parecer una postura razonable, en el fondo opera precisamente en contra de la igualdad que busca defender.
La solución a problemas complejos suele ser compleja también, y esta vez no es la excepción. Tendríamos que empezar por asumir una postura más crítica tanto hacia la “cancelación” en sí, como hacia nuestra manera personal de estar en el mundo.
Hacia la “cancelación” quizá lo deseable sería transformar nuestra reacción ante expresiones inadecuadas considerando dos vertientes de comportamiento: por un lado la tolerancia y la aceptación hacia el otro, partiendo generosa, pero no ingenuamente, de la base de que quien se expresa públicamente, obra de buena fe. Y por el otro, el propósito generalizado –incluyéndonos a nosotros mismos– de vivir comprometidos con una ejemplaridad consciente.
Convertirse en “ejemplo” para los demás en principio suena anticuado y reaccionario, pero si nos detenemos un momento nos daremos cuenta de que en cierta medida todos, con nuestras acciones y omisiones, con nuestros hábitos y conductas, somos referentes para alguien, del mismo modo que en un sin fin de ocasiones el ejemplos ajeno ha servido para moldearnos.
Desde que nacemos tomamos las acciones y omisiones de la gente a nuestro alrededor como herramientas para entender el mundo que nos rodea y como materia prima para construir nuestra propia identidad. Dichos “referentes” pueden estar en cualquier lado: desde una celebridad o un artista que nos atrae o nos repele por algo, así como también un amigo, un familiar o a cualquier otra persona con que entremos en interacción. Todos ellos generan en nosotros una influencia significativa, ya sea para imitarlos o para diferenciarnos de ellos. Y, del mismo modo que el ejemplo ajeno es central en nuestra formación, aun sin pretenderlo –y mucho más con la creciente exposición a que estamos sometidos por conducto de las redes sociales–, somos ejemplo para otros. Ya que esto ocurrirá inexorablemente, ¿no sería preferible proyectar una imagen que se parezca a ése que nos gustaría ser, en vez de transmitir una serie de comportamientos e ideas incongruentes y contradictorias?
Al respecto de ese modo horizontal y consciente de convertirnos en “modelos ejemplares” Javier Gomá Lanzón afirma en su libro Ejemplaridad pública: “solo podrá ser una ejemplaridad persuasiva, no autoritaria, que, involucrando todas las dimensiones de la persona, incluida la privada, promueva una reforma de su estilo de vida y que, finalmente, pueda llegar a ser la fuente y el origen de nuevas costumbres cívicas, articuladoras de la vida social1”.
Ser conscientemente ejemplar suena anacrónico y grandilocuente, porque en primera instancia queda la impresión de que se busca imponer un comportamiento moral específico por encima de todos los demás, como si se tratara de una verdad única, pero nada más lejos de mi intención.
La ejemplaridad, como la comprendo, tiene que ver con la manera en que decidimos estar en el mundo y cómo nos proyectamos hacia los demás, estemos o no conscientes de ello. Tiene que ver con la intención y la actitud mucho más que en los contenidos o actos específicos. Tiene que ver con las decisiones éticas y conductuales que tomamos y en la forma concreta en que las llevamos a cabo, teniendo como característica central la congruencia. En una palabra, tiene que ver con nuestra Integridad personal.
Se puede defender cualquier ideología e integrar cualquier partido político, se puede formar parte de cualquier escuela religiosa o de ninguna, puede uno acogerse a cualquier doctrina ética, podemos desarrollar cualquier clase de hábitos, pero sea como sea que decidamos construirnos, el núcleo de esa manifestación abierta y pública de quienes somos se sostendrá en el hecho de que lo que pensamos, decimos y hacemos formen un todo consistente e íntegro que nos muestren como un individuos congruentes.
Si de verdad actuamos de manera congruente, es mucho más fácil que cuando nos dirigimos a los demás nuestros desaciertos e imprudencias sean cada vez más evidentes para nosotros mismos, lo que nos ayudaría a evitarlas. Por ejemplo, si conseguimos darnos cuenta que discriminamos a alguien por su preferencia sexual, mientras internamente estamos convencidos de nuestra visión igualitaria, dicha acción nos resultará chocante, lo que nos ayudará a implementar un cambio genuino. Pero esto difícilmente ocurrirá si nuestra observación de la falta llega como consecuencia de una tormenta de descalificaciones escandalosas y sumarias.
La conducta cívica y un ambiente propicio para la convivencia nace de, sin renunciar a la personalidad propia, mantener comportamientos, acuerdos tácitos o explícitos, modales y costumbres que posibiliten la cohabitación, el acuerdo y la aceptación mutua. Por eso, el primer paso de la ejemplaridad, en especial para aquella o aquel que se asume como igualitario, consiste en manifestar tolerancia y aceptación para con quien no piensa igual, aunque sin renunciar a la crítica directa pero constructiva, entendiendo que en la inmensa mayoría de los casos, quien se manifiesta desde valores discordantes con la moral deseable, lo hace desde la internalización de cosmovisiones menos incluyentes. Solo a partir del diálogo, el debate y el intercambio abierto y propositivo se conseguirá moverlo hacia una visión más incluyente y tolerante. Cualquier otro comportamiento en un “igualitario” sería incongruente. Y solo con este cambio, minúsculo en apariencia, la “cultura de la cancelación” quedaría prácticamente disuelta.
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1 Gomá Lanzón, Javier, Ejemplaridad Pública, Primera Edición, España, Penguin Random House – Taurus, 2014, P. 26
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