Mucho se discute en estos días sobre la propuesta gubernamental de hacer una Nueva Escuela Mexicana. Aunque, como ya estamos acostumbrados entre usos y costumbres de la 4T, esta iniciativa está mal hecha y, además, “con las patas” -lo que la hace un bodrio-. El fondo del asunto sí es pertinente y conviene aprovechar la ocasión para discutirlo con toda seriedad: ¿Necesitamos una nueva escuela en México?
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Desde hace décadas se discute, entre maestros, expertos en pedagogía y filósofos sobre la necesidad de realizar una transformación profunda del sistema educativo mexicano. Con ello me refiero a las diversas partes involucradas en la formación integral de niños y jóvenes: contenidos formativos y métodos pedagógicos, calidad del profesorado y pertinencia de su propia formación, medios y prácticas de evaluación (tanto para alumnos como para profesores), diseño de los espacios educativos (aulas, escuelas, infraestructura), los procedimientos y prácticas administrativas y de control y el papel de las autoridades gubernamentales, así como el involucramiento de los padres de familia, el sindicato de maestros y de otros actores que deberían estar involucrados en la formación de las personas para la sociedad. Esto es: se requiere abordar el tema con una visión y un tipo de pensamiento sistémicos, lo que implica que una transformación educativa como la que se requiere no se puede limitar a cambiar los libros de texto o los planes y programas de estudio. Conviene recordar aquel proverbio africano: “Para educar a un niño, se requiere de una aldea entera”. Y la divisa clásica de la Paideia griega, que hacía de la educación la más importante de las tareas políticas, para formar al mejor tipo de ser humano posible.
Los problemas de nuestro sistema educativo son muchos, añejos y multivariados. Desde los vicios históricos en el SNTE, en que se prioriza el control político del magisterio sobre cualquier otro propósito y que lleva a decir que en México los maestros están organizados para votar y no para educar, hasta la corrupción en el manejo del presupuesto educativo que beneficia a mucha gente menos a los estudiantes.
De singular relevancia son los malos resultados que en las últimas ¡décadas! se observan en la calidad académica de la mayoría de estudiantes que salen ¡de preparatoria! en términos de comprensión de lectura y manejo del lenguaje, competencias y habilidades de pensamiento matemático o conocimientos e intereses científicos, que son las competencias fundamentales que se miden en la prueba PISA (Programa para la Evaluación Internacional de Alumnos de la OCDE), donde en todas las evaluaciones realizadas (hasta 2018, porque desde entonces no medimos por ser un vicio neoliberal y una intromisión imperialista) los jóvenes mexicanos quedaban rankeados entre los últimos lugares de las naciones participantes en la evaluación.
Esto en el universo de la llamada sociedad (o economía) del conocimiento, en que el desarrollo de la vida, ya no digamos del éxito en el mundo laboral, depende cada vez más de la aplicación de habilidades de pensamiento lógico-matemático e interacción con la esfera científico-tecnológica. Y ya no hablemos de la relevancia de la enseñanza-aprendizaje del idioma inglés (al menos), terreno en que millones de niños y jóvenes mexicanos se quedan prácticamente en cero por no recibir ni la mínima formación al respecto.
Habría que añadir malos resultados también en materia de cultura general, conocimientos sobre la historia de México y, especialmente –aunque no se mide– el pobre desarrollo que constatamos en un alto porcentaje de alumnos en una serie de competencias básicas que resultan fundamentales para la vida, tanto personal como social: autoestima, inteligencia emocional, liderazgo (iniciativa, proactividad), creatividad, sociabilidad, solución de problemas y manejo de conflictos, etc. En particular, este tipo de competencias, llamadas blandas, resultan ser factor crítico de éxito para el buen desempeño de una persona a lo largo de su vida y que son importantísimas para el desarrollo de una sociedad armónica, solidaria, libre, justa y en paz.
En 2013, el Congreso de la Unión aprobó una reforma educativa impulsada por el Presidente Peña Nieto, con el apoyo de las fuerzas políticas del país representadas en los principales partidos: PAN, PRD y PRI (Morena estaba recién fundado y no tenía ninguna presencia en el Congreso). Aquella reforma sí atendía algunos elementos fundamentales para el mejoramiento del sistema educativo nacional pero, aunque en ella se advertía que era apenas un primer paso en la dirección correcta, realmente quedó muy corta: en esencia, implicaba cambios dirigidos al fortalecimiento de la calidad del magisterio, con prácticas más rigurosas de evaluación y capacitación docente; mejoraba prácticas de gestión escolar; le quitaba poder al sindicato de maestros y transparentaba las finanzas en torno a la educación pública. Sin embargo, una buena parte del gremio de maestros, no sin razón, se sintió victimizado y excluido del rol protagónico que debían jugar hacia la transformación de la escuela mexicana: se sintieron como los malvados de la historia, cuando en realidad muchos de ellos hacen esfuerzos heróicos para educar a sus alumnos, a penas con recursos, tanto para ellos mismos como para realizar el proceso educativo.
La reforma educativa de 2013 fue básicamente una reforma administrativa y laboral que, en efecto, era urgente para poder ir más lejos. Pero no hubo después ningún avance en aquello que era tal vez más urgente: una transformación en materia de contenidos formativos y metodologías pedagógicas que permitieran resolver los problemas de fondo señalados anteriormente. Desde entonces ha pasado una década más de niños y jóvenes que acumulan rezagos significativos en su formación, mientras el resto del mundo avanza a velocidad vertiginosa. Los costos de este retraso ya los pagamos en términos de productividad y estructura salarial en una economía que sigue siendo básicamente maquiladora en su sector exportador y que no aporta prácticamente nada en investigación y desarrollo tecnológico ni en agregación de valor para la economía del conocimiento. También los pagamos en términos de la violencia e inseguridad rampantes que vivimos, toda vez que muchísimos jóvenes no encuentran una alternativa mejor para hacer su vida y salir adelante más que en actividades delictivas. Y de seguir sin hacer los cambios profundos requeridos, es previsible que en los próximos años estos costos serán mayores y mucho más notables en materia de no generación de empleos de calidad, falta de crecimiento económico y falta de desarrollo social.
En una consideración positiva, la propuesta de la 4T de crear una “nueva escuela mexicana” es valiosa porque, en principio, tiene la intención de instaurar nuevos contenidos formativos y nuevos métodos de enseñanza. Pero de buenas intenciones está pavimentado el camino al Infierno. Como se ha señalado reiteradamente en abundantes foros, las buenas intenciones enunciadas por los voceros gubernamentales y sus adláteres han resultado en un engendro deforme e improvisado con fallas gravísimas, empezando por la no capacitación a los docentes a quienes se les pide mudar sus métodos de enseñanza de un formato tradicional a uno, supuestamente, de tipo activo en el que el maestro cambia su rol, de enseñante a guía facilitador de los propios descubrimientos de los alumnos.
Por supuesto, este nuevo rol de los maestros no es realizable de la noche a la mañana y lo esperable es que tanto maestros como alumnos se extravíen en el caos que previsiblemente se generará, sumando un año más -al menos- al rezago acumulado que ya se traía más el que se escaló durante los dos años de pandemia.
Por otro lado, y mucho más grave, es que los cambios de contenidos formativos como se puede apreciar en los libros de texto gratuitos, de ninguna manera resuelven las deficiencias previas en materia de matemáticas, lenguaje, comprensión de lectura y saberes científicos y tecnológicos. Tampoco mejora ni la comprensión de la historia ni la inteligencia contextual de los alumnos. En cambio, sí profundizan la polarización ideológica que ya nos aqueja, con el énfasis que dan a las ideas en torno a la pedagogía del oprimido de Paulo Freire, o la lucha de clases del marxismo tradicional.
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En síntesis, México sí necesita una profunda transformación educativa, de contenidos, métodos, espacios, sistemas de evaluación, etc., ni duda cabe. Pero no es la que propone la 4T, ni remotamente. Lo que sí, es que deberíamos aprovechar las airadas discusiones que sobre el tema animan los medios y las redes sociales en estos días, para profundizar en el análisis y, con la amplia participación de la sociedad (maestros, padres de familia, intelectuales, empresarios, autoridades, etc.), empujar y hacer realidad el rediseño que sí nos hace falta.
Twitter: @Adrianrdech
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