Está por salir en Netflix la serie “Somos”, que aborda la masacre ocurrida en Allende (Coahuila) en el 2011 y que alcanzó a tocar algunas familias de la franja fronteriza. Desde el primer momento los hechos se atribuyeron al crimen organizado y durante muchos años nadie osó hablar de lo ocurrido, pese a la evidencia física que dejaron las casas “reventadas” por el cartel al que se adjudicaba la masacre. La producción fílmica cuenta con voces autorizadas como Diego Osorno y Fernanda Melchor (Temporada de huracanes). A la periodista norteamericana Ginger Thompson no la conozco, pero es en base a su reportaje periodístico que se armó la realización de la serie.
El advenimiento de las redes sociales nos ha convertido en una feligresía de lo que algunas voces punteras marcan. Como en una competencia surrealista, abrimos nuestros equipos esperando una noticia sobresaliente, con cierta intención voyerista dentro de nosotros. Cuando leemos notas alarmistas de algún punto del orbe, desplegamos nuestra colección de asombros, expresamos nuestra solidaridad, nos condolemos y condenamos a quienes, de entrada, señalamos como responsables. Me llama poderosamente la atención cómo este ejercicio tan estéril de quejumbre digital parece llevarnos a sentir que en verdad estamos cumpliendo con la humanidad.
Durante el fin de semana tuve oportunidad de participar en un taller virtual organizado por el Seminario Amparán. Estuvo a cargo de la licenciada en Psicología Elizabeth Alfaro Quintero, especialista en acompañamiento psicosocial de familiares de desaparecidos, desde una perspectiva de derechos humanos. Me inscribí porque me llamó la atención la temática, algo nuevo qué aprender acerca del problema. Inicialmente los participantes nos presentamos y de inmediato noté que se hallaba entre nosotros Diana Iris, mamá de Daniel, desaparecido hace más de diez años.
Comenzamos por un ejercicio de interiorización de los sentimientos que surgen en un ser humano al momento de descubrir que su ser querido no regresó a casa después de esa salida al trabajo, a la escuela o a una fiesta. Como madre me identifiqué de inmediato, trayendo a la mente todas las historias que rondan la cabeza esas noches cuando uno de los hijos no llega a la hora indicada o no atiende el teléfono móvil cuando le llamamos. Para mi fortuna, las pocas veces que viví esto con mis hijos, no pasó de ser un rato de inquietud que terminó en poco tiempo, quizás con una llamada de atención, pero nada más. No puedo imaginar qué se sentirá que pasen horas y luego días, y el ser querido no aparezca. Los familiares pasan del pasmo a la movilización, a ampliar el círculo de búsqueda, para tantas veces toparse con un vacío inconcebible y espantoso.
Entramos en muchos detalles acerca de las razones por las cuales se criminaliza a los desaparecidos y a sus familiares; la salida cómoda para atribuir lo sucedido a su forma de conducta, y con un “hubieran puesto atención a su hijo antes, en vez de venir a llorar ahora”.
Tal vez el problema más grave de nuestro país sea la mancuerna corrupción e impunidad. En ocasiones parece que la autoridad, más que agilizar los procedimientos, se ocupa de obstruirlos. El tortuguismo burocrático es un buen ejemplo de ello, tardanza en iniciar una investigación; hacer las cosas al “ahí se va”, ya sea por ignorancia o por descuido, o bien propositivamente, para alterar el debido proceso y que la investigación no progrese. La colusión de las autoridades con los criminales empantana las cosas; detrás de la misma hay intereses turbios o grandes temores, como fue en los casos que abordará la serie en cuestión. Para quienes atestiguamos fueron escenas distópicas, que generaban absoluta impotencia: pasar un día frente a una casa de una colonia residencial, que al siguiente día ha sido vaciada. Los criminales secuestraban o ahuyentaban a sus moradores, y ellos mismos se encargaban de convocar a quienes iban pasando por ahí, para que se llevaran todo el menaje de casa. Varios días después se apreciaba que hasta las molduras, puertas y plafones habían sido retirados. Estas escenas daban cuenta del modo paradójico como algunos aprovechaban la situación y otros evitábamos aproximarnos.
De manera muy clara mencionó la licenciada Alfaro en el taller, que estos crímenes constituyen una violación a los derechos humanos, en un escenario donde, finalmente, todas las historias son iguales. Frente a ello el Estado tiene obligación de intervenir, pero poco lo hace o lo hace con tibieza, como no queriendo mover el agua (acotación mía lo de la tibieza y el agua).
Los más de 85 000 desaparecidos no son un rostro que se anuncia en espectaculares; no son un número de expediente. Detrás de cada hombre, mujer y niño hay una historia, hay sueños, aspiraciones, una familia… Durante el taller tomé clara conciencia para preguntarme: ¿Qué siente la víctima? ¿Qué están experimentando sus familiares en esas horas sin tiempo? ¿Por qué la autoridad se inclina a criminalizar a las víctimas, en lugar de abrir una carpeta de investigación partiendo de la presunción de inocencia?
Diana Iris pertenece al colectivo “Fuerzas unidas por nuestros desaparecidos en Coahuila y en México” (FUNDEC), iniciado en el 2009. Es una iniciativa ciudadana que subsiste gracias al patrocinio de organizaciones independientes que apoyan de diversas maneras. Está formado en su mayoría por mujeres: madres, esposas, hermanas, hijas de desaparecidos, que emprenden labores de dignificación de las víctimas; de búsqueda y seguimiento; de apoyo y difusión, para visualizar este grave problema que lacera nuestro país, como una flagrante violación a los derechos humanos, frente a la cual no podemos esconder la cabeza como avestruces. Se habla de más de 85 000 desaparecidos en territorio nacional. Diana Iris nos recomendó un documental realizado por la Universidad Iberoamericana, alojado en YouTube en septiembre del 2020 bajo el título de “Fuerzas unidas: 10 años en la búsqueda de la justicia”. Nos invita a verlo antes que el de Netflix, para que “Seamos” justo lo que México necesita.
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