Autor: Antonio Manuel Peña García Catedrático del Área de Ingeniería Eléctrica, Universidad de Granada
La clausura de los Juegos Olímpicos de París 2024 apaga el más icónico de los símbolos: la llama olímpica. Nada menos que símbolo de la entrega del fuego a los mortales que tan caro salió a Prometeo. El ejemplar castigo con el que el titán pagó su osadía debió dejar algún remordimiento a los dioses cuando miles de años después siguen permitiendo que encendamos la llama con los rayos del mismísimo Sol.
Desde Berlín 1936, el fuego viaja de mano en mano hasta encender otro símbolo de la mayor relevancia, el pebetero, que en estos últimos juegos ha sorprendido al mundo. El pebetero de París ha sido la primera llama de la historia sin combustión y ha mostrado que el espíritu olímpico no lo porta el fuego, ni el calor que desprende, ni su pureza, sino la luz que emite.
La diferencia entre fuego, calor y luz
El pebetero de las olimpiadas de París no ardía. Es el primero en la historia que no lo hace. Sin embargo, ha logrado una excelente simulación de fuego con luz y nubes.
Para que haya fuego tienen que haber combustión. El fuego es una mezcla de gases en la que se está produciendo una reacción química, la combustión. En ella, los átomos cambian de pareja y se recombinan, lo que conlleva una reorganización de sus electrones, que liberan la energía sobrante en forma de radiación electromagnética. En las combustiones más cotidianas (metano, butano, etc), esta radiación es luz que excita nuestro sistema visual, e infrarrojo que nos calienta. Según el gas que estemos quemando, la reacción tendrá lugar a una temperatura u otra, los electrones se reorganizarán de una forma u otra, y la llama tendrá un color u otro.
En las combustiones, además de luz y calor, se forman compuestos como agua y CO₂ .
Así que el pebetero de París es el primero de la historia en el que no se produce combustión.
El globo y la luz
El diseñador Mathieu Lenhanneur se quedó con la esencia del mensaje: lo importante no era el fuego, sino la luz.
Ni infrarrojo, ni calor, ni esas llamas cuyo baile fascina al ser humano desde que el mundo es mundo. El pebetero de París, en forma de bellísimo globo, se ha iluminado con luz visible de 40 proyectores LED que juntos emiten la friolera de 4 millones de lúmenes.
El lumen, ese numerito que consultamos en la cajetilla cuando compramos una bombilla, es la unidad del flujo luminoso, es decir, la potencia de la luz visible. Y tiene la particularidad de no ser una fría unidad física como el bruto de su primo, el vatio. El lumen es una unidad humanizada, adaptada a las particularidades de quienes tenemos la mala costumbre de vivir bajo la luz.
Iluminar con agua
Los proyectores del pebetero no emiten luz en cualquier dirección, sino hacia una nube de diminutas gotas de agua nebulizadas. Como ésas que instalan en las terrazas de los bares para refrescarnos y aguarnos la cerveza. Y son las gotas las que esparcen la luz para que percibamos el mensaje olímpico. A ras de tierra durante el día y suspendido de un enorme globo durante la noche.
Luz y agua son viejos conocidos que con frecuencia se ponen de acuerdo para mostrarnos un arcoíris cuando nos interponemos entre una cortina de gotas (lluvia, manguera en un jardín…) y el Sol, formando un ángulo de unos 42°C . Todo es cuestión de encontrar la posición adecuada.
Por qué no produce arcoíris
¿Podría la luz olímpica producir el clásico arcoíris multicolor? No, si la luz de los proyectores no tiene la misma composición de colores (composición espectral en lenguaje físico) que la luz solar. Los colores del arcoíris son fruto de la dispersión. Las gotas de agua “separan” las luces que suman la luz natural.
En cualquier caso, el pebetero olímpico ha hecho honor al sobrenombre de la Ciudad de la Luz. Por cierto, París no se llama así porque suela regalar días despejados bajo un Sol radiante, sino porque, según cuentan, fue la primera en tener un alumbrado urbano moderno.
París fue la ciudad que acogió la electrificación del alumbrado de manera más sublime: los pintores bohemios del último tercio del XIX pronto quedaron divididos entre nostálgicos de la calidez de la combustión de gas y los partidarios de la aséptica luminosidad eléctrica. Alguno de ellos incluso se especializó en plasmar la iluminación parisina, como Édouard Cortès que recogió escenas inolvidables bajo las luces de las farolas.
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