Uno de los grandes fenómenos perceptivos que caracterizan al siglo XXI es la llamada “normalización”. Esto aplica en muchos sentidos y constituye escenario de fondo para manifestaciones culturales alrededor del mundo. Equivale a lo que en medicina se conoce como tolerancia medicamentosa; esto es un fármaco utilizado por largo tiempo que requerirá de dosis cada vez mayores para obtener la respuesta deseada. Esta tolerancia se encuentra relacionada a casos de adicción en veteranos de guerra norteamericanos; ellos sufren secuelas que generan dolor crónico que, con el tiempo, va demandando mayores cantidades de analgésicos narcóticos, lo que dispara la adicción.
Volviendo a nuestras sociedades postmodernas, la normalización se halla detrás de muchos fenómenos humanos. Uno de ellos tiene que ver con lo que se conoce como “micromachismos” o microviolencia doméstica: dentro de la familia el clima de violencia es habitual, va desde las descalificaciones al cónyuge o a los hijos, habitualmente por parte del padre, hasta grados mayores, como puede ser la agresión física o el abuso sexual. En ese ambiente tóxico, los integrantes de la familia se van acostumbrando al trato, de modo que el día que escala en intensidad, no reaccionan como lo haría alguien que está fuera de dicho ambiente. Algo similar sucede con la violencia en sitios públicos: en México cada día amanecemos con un escenario variable pero elevado, de muertos en enfrentamientos; secuestrados, violentados o desaparecidos, así como de fosas clandestinas con restos humanos. El número excesivo de evidencias de violencia ha generado en nosotros una insensibilidad. ¡Vaya! Llega a impactarnos más que el gato del vecino muera atropellado al cruzar la calle frente a nuestra vivienda. A ese grado llega la mal llamada “normalización” de la violencia.
En otros rubros, aparte de los ya mencionados, también se presenta el fenómeno. Observamos el modo como la política crea culpables o inocentes, conforme a intereses ajenos a la elemental justicia. Vemos la forma hasta absurda como desaparecen recursos económicos o materiales, u observamos cómo se manejan los perfiles de los candidatos a un cargo público. La normalización de la corrupción ha sido mucha, por largo tiempo, sólo cambiando el color de las camisetas de los equipos. Provoca poco o nulo impacto en nosotros, aun cuando se trata de dineros provenientes de los impuestos que pagamos al gobierno.
En otros sentidos no tan lamentables, la normalización ha generado una percepción más benévola del mundo que nos rodea. Hemos abandonado los clichés maniqueos; las cosas no son siempre en blanco y negro, y vamos descubriendo que la vida está construida por personajes de carne y hueso, con grandes aciertos, pero con fallas, y que el más terrible criminal sobre la faz de la tierra tiene, empero, sus facetas nobles. Lo anterior dibuja hombres y mujeres tan humanos como nosotros mismos, lo que nos permite aceptarnos y aspirar a ser mejores personas. En comparación con los protagonistas de las telenovelas clásicas, que despiertan peinados y sin arrugas en la ropa, la tendencia actual dentro de las artes es a presentar individuos con sentimientos encontrados, que a ratos odian y a ratos se desbordan de amor; personajes que no siempre tienen buena cara, que roncan o que traen los zapatos sucios, como cualquiera de nosotros.
Dentro de la nomenclatura de las redes sociales el verbo “etiquetar” se refiere a redirigir determinada publicación a ciertas personas. En el siglo pasado una acepción novedosa de la palabra “etiquetar” era señalar a una persona por aquellas condiciones que la caracterizaban, y que la ponían en desventaja frente a la gran mayoría. Una etiqueta de “estúpido” o de “feo” colocaba a quien la portaba en franca inferioridad ante el resto, dando pie a la discriminación. Hubo diversos psicólogos norteamericanos que iniciaron con este concepto de etiquetar; no estoy en la certeza si el primero fue L. Ronald Hubbard, en su libro sobre dianética, publicado en 1950. Hasta ahí alcanza mi radar.
Ese maniqueísmo en la vida y en el arte, conducía a la polarización. En una telenovela comercial los personajes eran siempre guapos, peinados, planchados, maquillados. Conducían un vehículo del año y vivían en una residencia de super lujo, con servidumbre de uniforme y chofer de librea. Jamás se colaban arrugas, lonjas o dentaduras defectuosas. Ahora tenemos la opción de descubrir personajes no tan perfectos, que rompen esos esquemas maniqueos, lo que nos permite aproximarnos a conocerlos, entenderlos y aprender algo de ellos.
La sociedad está integrada por seres humanos que en lo esencial son similares, pero en las facetas de su personalidad van desarrollando diversas capacidades y limitaciones; gustos y rechazos. Es válido que cada uno tenga sus propias cualidades personales, y está en total derecho de manifestarlas, en la medida en que hacerlo no perjudique los intereses de terceros. Hemos pasado de estar regidos por principios radicales a tener la libertad de decidir de forma individual nuestro camino. Ello, a su vez, nos obliga a asumir una mayor responsabilidad por los actos propios. Ejercer el libre albedrío para manifestar conductas que atenten contra otros, no está permitido dentro de un sistema social sano.
Acabo de ver una hermosa cinta intitulada “La bicicleta verde”, de la directora Haifaa al-Mansour. La historia se desarrolla en Arabia Saudita: una preadolescente musulmana tiene el enorme deseo de poseer una bicicleta, algo que atenta contra los principios tradicionales de su comunidad. De un modo por demás original y simpático se las va ingeniando con miras a lograr su objetivo. Esta chiquilla llamada Wadjda nos invita a creer que es válido romper esquemas, y que para hacerlo lo que hace falta es determinación. Es un ejemplo del arte dibujando al ser humano en su propia dualidad, como un gran soñador capaz de lograr lo que se propone.
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