El pasado sábado 7 de octubre de 2023 un grupo de combatientes de la organización terrorista Hamás traspasó la frontera de Israel por aire, mar y tierra y asesinó a cuando menos mil doscientas personas además de capturar decenas de rehenes.
Cuando consiguió salir de su estupefacción, el gobierno israelí respondió declarando la guerra a Hamás y ordenando bombardeos masivos sobre Gaza que han causado la muerte a un número indeterminado de personas, la gran mayoría, civiles.
Desde luego que no se trata de un acontecimiento aislado que emerge de la nada, sino un eslabón más de la larguísima cadena de enfrentamientos y conflictos entre las naciones de la zona, pero en especial entre israelíes y palestinos.
Ni soy un especialista ni pretendo hacer una análisis de lo ocurrido y de lo que podría venir. Mi propósito es reflexionar un poco acerca de lo que implica la proporcionalidad en la reacción del agraviado, que se corresponda con el daño recibido.
A mi juicio, lo deseable sería que Israel se centrara en encontrar, juzgar y castigar a los autores concretos de la matanza, pero ni los tiempos políticos ni el estado de ánimo de una nación agraviada está en sincronía con la serenidad necesaria para enfocar baterías, tomarse el tiempo y hacer justicia plena. Para no ir más lejos, Benjamín Netanyahu, primer ministro israelí, en su primer discurso de la nación no sólo anunció que estaban en guerra con la organización Hamás, sino que, en vez de justicia, lo que buscarían sería “venganza”. Acorde con esta tendencia, desde hace unas horas presume haber eliminado al ministro de economía de Gaza y a otro alto mando de Hamás, no identificado aún.
Cuando se habla de enorme número de civiles injustamente asesinados y, en este caso, otros tantos secuestrados, es natural empatizar con el agraviado; sin embargo, esto no debería disuadirnos de reflexionar acerca de la linea que divide una reacción comprensible y razonable ante la dimensión del ataque, con una respuesta desproporcionada y excesiva, que afecte sobre todo a población civil inocente.
Pero, ¿dónde, cómo y bajo qué criterios es posible trazar esa frontera? No hay duda de que, si lo dejan, Israel buscará “borrar de la faz de la Tierra” a la organización que provocó el ataqué, mismo objetivo que se ha trazado Hamás con respecto a Israel.
No puede negarse el derecho de una nación a defenderse tanto de otra que la agreda en sus territorio, ciudadanos y bienes, como de agresores independientes, pero no implica que este derecho no deba tener límites. Es muy propio de culturas como la judía y la musulmana el principio rector de la ley del Talión: ojo por ojo, diente por diente. Pero ¿qué significa eso en un caso ante una organización como Hamás, que carece de Estado, de territorio y donde la reparación del daño habrá de ejecutarse contra civiles tan inocentes como los agredidos en primera instancia?
En este momento el gobierno israelí tiene el respaldo internacional y la legitimidad para plantearse una reacción. Pero ¿cómo esperar una “respuesta proporcionada” cuando, como ya se dijo, el primer ministro clama por vengarse? ¿Dónde deben fijarse los límites de tal modo que la justicia se imponga a la venganza y el derecho humanitario a la barbarie?
Por lo pronto Israel decidió poner en asedio a Gaza completa restringiendo a millones de civiles del suministro de agua, electricidad y alimentos. Y esto sin detener los bombardeos a edificios, al perecer, de forma aleatoria. ¿Por cuánto tiempo? ¿Para lograr qué? No queda claro.
No existen respuestas fáciles. Por un lado resulta casi imposible no empatizar con la población civil lastimada de ambos bandos, y por el otro es innegable el carácter de terrorista de la organización que comenzó con el ataque sobre civiles, sin que esta carnicería elimine del todo lo que haya de legítimo en la exigencia palestina de autodeterminarse como Estado.
Este episodio una muestra palpable de la complejidad de nuestro tiempo, donde las fronteras entre buenos y malos, justo e injusto son más bien difusas. De un modo u otro, este capítulo del conflicto centenario que existe entre ambos grupos humanos habrá de concluirse, pero vendrán más en el futuro, hasta que por fin emerja la necesidad verdadera de poner una solución, sino definitiva, sí profunda. Lo trágico de este problema es que cuando se está inmerso en un conflicto con un nivel de complejidad como este, no existen soluciones mágicas, simples o inmediatas. Se requiere, como punto de partida, que todos los involucrados tengan una disposición genuina a resolver el problema, a estar dispuestos a llegar a acuerdos, a reconocer la legitimidad del otro y a renunciar a parte de los objetivos propios y ceder en parte de las exigencias ajenas, y sobre todo, una disposición profunda a respetar y honrar lo acordado. No parece que nada de esto esté cerca de ocurrir en el corto plazo, así que no es difícil anticipar que correrá mucha agua bajo los puentes de la historia antes de que estas monstruosidades continúen ocurriendo cada cierto tiempo, con el riesgo de que cada vez sean más brutales, violentas e injustas.
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