Me dicen los medios, los independientes como los tradicionales, las grandes cadenas como los ciudadanos, que las elecciones en Nicaragua han arrojado un 75% en favor de Daniel Ortega y su mujer. Con toda la oposición exiliada, presa, represaliada o muerta, algo no le ha salido bien al camarada comandante. Me dicen que el abstencionismo ha rondado el 81% y no me extraña, el valiente pueblo nicaragüense no ha mordido el anzuelo y ha sabido resistir, porque en realidad la fuerza electoral del dictador es apenas menor a ese 19% de los votos, es decir, del 19% que sí votó sólo el 75% lo hizo a favor de Ortega y compañía; me rehúso a decir que a favor del FSLN, porque el Frente, aquel heroico que arrebató Managua de las garras de los Somoza, ése es una idea en la historia, una idea para la eternidad.
Junto a mi escritorio hay una foto que deja constancia de uno de los días más felices de mi vida: sonriendo Ernesto Cardenal y yo, estamos una mañana en la Ciudad Universitaria. Él se ha ido, es cierto que lo hizo en edad avanzada, pero también lo es que la dictadura afeó sus últimos años amargándolo con dolores y angustias que el poeta trapense de Solentiname no merecía. Ni Gioconda Belli, ni Sergio Ramírez pueden volver a Nicaragua otra vez porque no es seguro para ellos. Y me pregunto: ¿a dónde vas Daniel? Está cerca de superar la longevidad de la dictadura de Tacho, sus métodos son tan parecidos y, aunque parezca canción revolucionaria, el fantasma de Sandino está despertando en los barrios de Masaya; ¿Quo vadis Daniel? Tu pueblo y los que lo amamos estamos todos, camino de un nuevo encuentro con las palabras que cantan libertad y es a ellas a las que deberías temer, Daniel, porque ellas no alcanzan silencio ni cosechan miedo. No eres el primero que desafía a la palabra, y mira, mira dónde fueron a quedar todos.
Rafael Alberti decía sobre las palabras y la guerra: “qué dolor de papeles que ha de barrer el viento, qué tristeza de tinta que ha de borrar el agua”. Porque, en el fondo, la guerra se hace contra las palabras, contra las razones y los argumentos; los totalitarismos, los autoritarismos y las guerras que son la suma de ambos extremos aun cuando ésta se cause o se dirija desde una democracia. La guerra no es nunca un método ni una estrategia, la guerra se vuelve un fin en sí misma, una especie de monstruo viviente que toma su propia fuerza y que su propia espiral de odio y destrucción con lógica –si es que puede llamarse de esa manera– independiente de los contendientes y de los resultados. Edmund Blunden, el poeta inglés asesinado en las trincheras de la Primera Guerra Mundial, decía que ningún ejército habría ganado la guerra ni podría ganarla, que la guerra había ganado.
Por eso son particularmente dolorosas las muertes de los poetas en los conflictos bélicos, porque si no es a ellos, a quién podríamos dirigirnos en busca de belleza en medio de la destrucción, a quién implorarle las palabras que nos hablen de la memoria antes de la sangre y el fuego, a quién pedirle que sueñe la esperanza del mundo que vendrá cuando se levanten las ciudades desde las ruinas de los bombardeos y los campos barridos de napalm puedan de nuevo dar frutos.
La insurrección franquista se llevó a Miguel Hernández y a Federico García Lorca, a Antonio Machado, eso sin contar a los muchos que tuvieron que morir fuera de su patria; las dictaduras latinoamericanas se ensañaron con los poetas, mataron de tristeza a Neruda y de bala a Victor Jara; la Primera Guerra mundial se llevó a Edward Thomas, A Rupert Brooke, a Isaac Rosenberg, a Wilfred Owen, a Francis Ledwige, a Julian Grenfell, a Charles Sorley y a T. E. Hulme; el estalinismo, en una sola noche alucinante asesinó a las más diáfanas plumas en lengua yiddish de la Unión Soviética; Markish, Hofstein, Fefer, Kvitko, Bergelson, Zuskin, Talmy, Vatenberg y Emilia Teumin; pero si algún gran enemigo tiene la palabra es sin duda el fascismo, el propio fenómeno nazi es un enorme silencio para oprimir la palabra, desde la pequeña cronista Anne Frank, hasta Franz Hessel, Max Jacob, Janusz Korczak, Arno Nadel, Irene Nemirovsky, Gruno Schulz asesinado a tiros en plena calle, David Vogel, todos ellos muertos en campos de exterminio o en salas de tortura o fusilados a media calle, ellos más los que no pudieron con los estigmas de la violencia y la segregación se suicidaron por las huellas implacables de sus verdugos, como Walter Benjamin, Primo Levi, Ernst Weiss y Stefan Zweig.
Ningún poeta canta la grandeza de la guerra ni la belleza del combate; al contrario, cantan lo que se ha perdido: las tardes de sol y esperanza y el retorno de la amada; los valores por los que vale la pena apostarlo y aún perderlo todo: la libertad y la justicia, por ejemplo, pero no los campos sembrados de muertos infértiles; los poetas no cantan la destrucción sino la vida, por eso resplandece el libro de Remarque, Sin novedad en el frente, como el alegato contra el belicismo y el derecho de los hombres a vivir y morir en paz.
Acaso sea que tanto la guerra de España contra el fascismo y la rebelión, así como la defensa de la cultura occidental frente al totalitarismo encarnado en los Nazis; las revoluciones latinoamericanas contra sus férreas y violentas dictaduras; y las guerras contra el colonialismo europeo enfrentaban valores y formas de visualizar el honor y por eso, a la distancia centenaria y casi centenaria, aprendimos a leer su épica y a visualizar su enormidad heroica, perdemos de vista que en el fondo todo conflicto armado es una vergüenza enorme, una pérdida absoluta y la negación de nuestra razón como especie civilizada.
Volvamos al lamento de Alberti frente a la crueldad y el desamparo de la guerra, a su visión del mundo vuelto al revés dejando mostrar sus más horrendas costuras, a Alberti decir, como todos los poetas que no vieron el final de los conflictos que los volvieron víctimas: “Siento esta noche heridas de muerte las palabras”.
@cesarbc70
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