El sistema político mexicano se ha polarizado: en un extremo están los convencidos de una causa para los problemas del país, y en el opuesto, quienes creen justo lo contrario. Así, nos enfrascamos en pleitos interminables, tanto en lo virtual como en lo real. Siempre la culpa de lo que sucede queda del otro lado de la raya que hemos marcado entre ambas posturas.
Tal vez por haber sido hija única por 10 años o por mi temperamento más hacia la contemplación que a la interacción con mis pares, conservo muchos recuerdos muy precisos de asuntos intrascendentes. Recuerdo lugares, personas, anécdotas. Y así es como viene a mi memoria una plática entre dos madres de familia en la lejana población de Nuevo Casas Grandes (Chihuahua), cuando la zona arqueológica de Paquimé comenzaba a estudiarse. Mi padre fue ingeniero civil. Nos llevó a la construcción del tramo ferroviario que cruzaba por la sierra. Todo ello lo anoto para encuadrar por qué en aquel pueblecito donde no conocíamos a nadie me tocó estar cerca de las familias de los obreros de la construcción. Volviendo a lo que escuché, la madre de un adolescente que se portaba mal, atribuía a “las malas compañías” el comportamiento del jovenzuelo. Yo no tenía un marco ideológico para preguntarme específicamente cómo se portaba mal, pero sí me quedó muy claro –a mis siete años— que las malas compañías provocaban malos comportamientos en otros.
Ahora que repaso esos destellos de pensamiento tan básicos, descubro que en buena medida así nos manejamos en nuestro amado país: buscando a qué o a quién endilgarle la responsabilidad de los propios actos. Freud llama a estos procesos de pensamiento “proyección de la culpa”, uno de los mecanismos de defensa –una falacia– que nos salva de tener que cargar con la culpa.
Para no ir tan lejos, incluso los textos de historia se han venido escribiendo, hasta la semana pasada, para no ir más lejos, atribuyendo siempre a “otros” lo que salió mal y colgándose para sí todas las medallitas al pecho.
Cuando nos decidimos a contar una historia, está en nosotros el espíritu del historiador, quien se hace las grandes preguntas que armarán su narrativa. El historiador se documentará en diversas fuentes para sostener lo que va contando: libros documentales; mapas; hemerotecas; semblanzas de personajes. Así vaya a contar un evento por demás sencillo, si se carga al lado del historiador, irá en pos de la verdad. Tal vez él se cuele en la historia como un personaje testigo, pero el cuerpo de la historia como tal, habrá de conservarse. En el caso contrario, cuando hablamos de ficción, el escritor contestará también unas preguntas que irán hilando la trama, pero tiene mucha más libertad para crear sus personajes, escenarios, temporalidad y trama. A fin de cuentas, una buena historia, ya sea cuento o novela, va a llevar incluido un cuestionamiento social que se expondrá al lector, dentro de una historia en la que los personajes van siendo impulsados por la narrativa del creador.
Dejando de lado estas minucias literarias, volvemos al asunto de la responsabilidad. Los problemas de nuestro país ocurren porque el presidente… porque los legisladores… porque los partidos políticos… porque los pleitos vecinales… porque el perro de la esquina… Invariablemente encontraremos a quien atribuir la causalidad, eximiéndonos a nosotros mismos de cualquier responsabilidad. Los problemas se vuelven la comidilla en las mesas de café; en las columnas periodísticas; en las redes sociales: “Todos menos yo y mis afines, son culpables de lo que sucede”.
De las cosas que más he lamentado en estos últimos sexenios es la eliminación de Civismo como materia escolar. Aunque fuera aburridísimo aprenderse al menos los primeros treinta artículos de la Constitución (lo que en secundaria fue mi “coco”), sí me ayudó a entender que todo derecho va aparejado con una responsabilidad; que los mexicanos tenemos los mismos derechos por el solo hecho de haber nacido aquí, y que a cada uno de nosotros nos corresponde trabajar nuestra pequeña parcela en pro de un México mejor; que en lo relativo a los problemas de los hijos, habrá que ponernos a revisar por qué ese muchacho de trece o catorce prefiere las “malas compañías”. Y entender que el proceso entre unos y otros no es unidireccional, o sea, no es tan simple como pensar que las malas compañías influyen al muchacho, sin correspondencia de su parte. Es entender por qué ese chico recurre a los amigos, por qué se aleja de casa, qué hay o qué no hay en casa, que lo lleva a salir, ya sea huyendo, ya buscando lo que aquí no tiene.
El juego de la polarización es perverso y ocioso. Consume energías de los contendientes de uno y otro lado; mina la autoestima. Y finalmente no propicia resultados constructivos para nadie. Es más bien una lucha de poder llevada al extremo, hasta que unos u otros perecen.
El filósofo francés René Descartes, para referirse a la ley, exalta lo que él llama “bellas cadenas de razonamientos sencillos y fáciles de entender”, para sugerir cómo debía aplicarse el orden dentro de una sociedad. Cuando enseñamos al niño que, de acuerdo con cómo actúe, habrá consecuencias agradables o desagradables para él mismo, se habrá sembrado el germen de la civilidad. De manera ideal este mismo principio debe expandirse y funcionar en los distintos niveles del quehacer humano. Con el grado de descomposición social que hemos alcanzado, por acción o por omisión, pasarán decenios antes de ver un cambio tangible. Si empezamos hoy en vez de mañana, tardará menos. ¿No creen?
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