La intuición no responde al azar o a una contingencia momentánea sino al hecho de que, ante una disyuntiva existencial, sea esta grande o pequeña, tendemos a asumir una postura homeostática, es decir, una decisión que favorezca la conservación e incluso la autoafirmación y la materialización de los valores contenidos en ese discurso interior, al que no siempre tenemos acceso desde la consciencia ordinaria.
La pregunta obvia es: ¿qué tiene que ver esta voz interior y misteriosa con la construcción de narrativas?
En principio, por lo más obvio: se trata de una “voz” que sin hablar “nos dice cosas”. Casi nunca con palabras, es verdad, pero no le quita su carácter comunicativo. Un nudo en el estómago antes de formalizar un contrato no articula frases, pero grita un estridente “no firmes”. Aquí entramos en territorios de subjetividad extrema, pero no hay más remedio. Ese “no firmes” del ejemplo, es muy distinto a quien no firma porque lo paraliza el miedo a comprometerse a algo. En este segundo caso quizá sea un miedo cerval al fracaso o al éxito o podría haber infinidad de explicaciones si el individuo en cuestión se sometiera a una terapia psicológica, pero lo cierto es que nada tiene que ver con el impulso de “certeza” súbita y sin que medie razonamiento alguno propio de impulso intuitivo.
Para algunos esta facultad la lleva consigo el alma, ya sea para una sola vida o para una sucesión de ellas. Para otros, la intuición es un cúmulo de conocimiento que emulsiona en nuestro inconsciente cuando lo necesitamos. Para otros más es la llave que conecta el pasado, el presente y el futuro al ser capaz de adelantarse a las consecuencias de un acto.
El punto es que esa “voz”, cuando se le interpreta correctamente, nos dice cosas que en un un alto porcentaje resultan verdaderas y útiles, cuando no fundamentales. Y, puesto que no hay forma, al menos por el momento de saber con certeza de dónde viene o de qué sabiduría se alimenta, lo razonable es asumirla como una valiosa herramienta que nos viene de fábrica y que resulta indispensable aprender a usar.
A falta de un relato mejor, sería posible entender la intuición como la punta del iceberg de nuestra sabiduría, uno que amalgama todo lo que somos y sabemos, aun cuando no podamos recordarlo desde la consciencia vigílica y que se manifiesta en momentos claves tanto como mecanismo de protección, como de estímulo para el desarrollo. Si seguimos adelante con la metáfora, una parte importante del hielo que compone al iceberg está hecho a partir de la ingente cantidad de relatos, historias y narraciones con que hemos descrito el mundo. Un entramado, a veces quizá incongruente y contradictorio, de ideas, de razones, de verdades que en distintos momentos de nuestra vida nos han parecido inapelables. Quizá contenga también nuestros sueños, nuestros anhelos, nuestros deseos más inconfesable. Relatos donde hemos plasmado nuestros miedos más hondos, nuestros dolores más desgarradores, nuestros odios, amores, filias y fobias. Incluso funcionaría para aquellos con visiones más esotéricas que podrían intercambiar la palabra “iceberg” por “alma”.
Desde esta perspectiva, las respuestas intuitivas no responden al azar o a una contingencia momentánea sino al hecho de que, ante una disyuntiva existencial, sea esta grande o pequeña, tendemos a asumir una postura homeostática, es decir, una decisión que favorezca la conservación e incluso la autoafirmación y la materialización de los valores contenidos en ese discurso interior, al que no siempre tenemos acceso desde la consciencia ordinaria. En resumidas cuentas pareciera que la intuición busca, en última instancia, la supervivencia y el bienestar basada en ese que verdaderamente somos –incluidas nuestras áreas oscuras– y no necesariamente en ese que “creemos” que somos o ese que nos “contamos” que somos. Esto llevaría a que una observación minuciosa de nuestros impulsos intuitivos es una forma de autoconocimiento.
Es innegable que esa “voz”, muy a su manera, nos dice cosas. A veces con palabras aunque casi siempre con sensaciones de incomodidad o de certeza, lo que, simplificando, le hace parecer un mecanismo primitivo y elemental cuya solución suele ser binaria: sí o no; lo hago o no lo hago; lo compro o no lo compro; firmo o no firmo. No hay matices ni medias tintas. Es entonces, una vez atendido –o no– el impulso intuitivo, que agregamos un discurso que justifique y explique nuestra decisión, lo que continúa alimentado al iceberg.
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